Dick Rowland tenía 19 años el 30 de mayo de 1921, el día que su vida, la de su comunidad y la de toda la ciudad cambiarían para siempre. Este lustrabotas afroamericano, que trabajaba en un salón de la South Main Street de Tulsa, Oklahoma, entró alrededor de las 4 de la tarde al Edificio Drexel, ubicado en el número 319 de la misma calle.
Un lugar que conocía bien, porque era de los pocos en la zona que tenían un baño habilitado para las personas con la piel de su mismo color. Eran tiempos de segregación racial en los estados del sur de Estados Unidos, y los espacios de blancos y afroamericanos estaban claramente delimitados. Rowland tenía que subir al último piso del edificio para usar el único sanitario autorizado para él.
Cuando entró en el elevador del edificio se topó con Sarah Page, la ascensorista, que era blanca y tenía 17 años. Qué sucedió exactamente en los segundos que duró el encuentro permanece en una nebulosa. Lo que se sabe es que Page gritó y que Rowland salió corriendo.
Una versión indica que el lustrabotas tropezó y, para no caerse, se tomó del brazo de la ascensorista, que se asustó y por eso pegó el grito. Otra versión indica que Rowland intentó algún tipo de ataque sexual sobre Page, abortado por la reacción de la adolescente, que alertó al recepcionista del Drexel.
La Policía se inclinó por el segundo relato y al día siguiente arrestó al joven, que vivía con su madre en Greenwood, que probablemente era en ese momento el barrio afroamericano más próspero en todo Estados Unidos. Por la gran cantidad de locales y su intensa actividad comercial, se lo conocía como Black Wall Street (Wall Street Negro).
En su edición vespertina del 31 de mayo, The Tulsa Tribune, uno de los principales periódicos sensacionalistas de la época —que casi por definición eran racistas—, dio la noticia: “Nab Negro for Attacking Girl in Elevator” (“Detienen a un negro por atacar a una chica en un elevador”). La palabra negro en inglés para referirse a un afroamericano es mucho más ofensiva que black (cuya traducción literal sería negro) y denota un nivel de desprecio difícil de imaginar en un medio contemporáneo.
El poco claro incidente del edificio Drexel podría haberse perdido como tantos otros similares e incluso más graves. Pero en un momento en el que las tensiones raciales venían en aumento en el país y, especialmente, en Tulsa, se convirtió en el catalizador de la mayor masacre racial en la historia de Estados Unidos.
El mismo 31 a la noche una turba de hombres blancos fue a la dependencia policial en la que estaba arrestado Rowland con la intención de lincharlo. En la puerta se encontraron contra otra turba, compuesta por afroamericanos que estaban armados y decididos a evitar el ataque, cuya planificación ya era sabida en toda la ciudad. Se produjeron empujones y hubo un disparo que desató una balacera en la que murieron miembros de los dos bandos. Así empezó la matanza.
Los afroamericanos, superados en número por los blancos, se replegaron en Greenwood, donde vivía la mayoría. Los otros los siguieron, saqueando y quemando a su paso cada local que encontraban, y disparando a cualquier persona de piel oscura que se encontraban. Luego se sumaron aviones, que desde el cielo tiraban dinamita sobre las principales calles del distrito.
Unas pocas horas entre el 31 de mayo y el 1 de junio de 1921 fueron suficientes para la destrucción total de Greenwood. Una comisión investigadora creada en 2001 por el estado de Oklahoma reveló que al menos 39 personas fueron asesinadas, pero recogió estimaciones que elevan la cifra hasta 300. Es imposible saber con exactitud porque muchas fueron enterradas en fosas comunes.
Además, 35 manzanas enteras quedaron reducidas a cenizas y 1.470 casas quedaron devastadas, lo que dejó a entre 8.000 y 10.000 afroamericanos sin hogar. El reporte encontró múltiples evidencias del apoyo de las fuerzas de seguridad a los atacantes, que en muchos casos hasta fueron armados por los policías de la ciudad. Nadie fue juzgado por las muertes y el daño causado, y durante décadas todo quedó sepultada en el silencio.
“Los factores subyacentes que condujeron a la masacre fueron el rechazo a los afroamericanos que luchaban por sus derechos civiles, la reacción negativa de los blancos a que sus comunidades fueran demasiado prósperas, los intentos de desplazar a sus miembros para quedarse con la tierra, la corrupción política local y la aparición de grupos supremacistas blancos como el Ku Klux Klan”, explicó Kalenda Eaton, profesora de estudios afroamericanos de la Universidad de Oklahoma, consultada por Infobae. “Las tensiones raciales alcanzaron ese nivel de violencia porque los afroamericanos eran ampliamente superados en número y los blancos tenían el apoyo de los funcionarios locales y de la Policía. Hubo disparos de ametralladoras y ataques aéreos contra los residentes de Greenwood, muchos de los cuales estaban desarmados”.
La Black Wall Street de Tulsa
El Congreso de los Estados Unidos aprobó el 31 de enero de 1865 la XIII Enmienda a la Constitución, que abolió la esclavitud en todo el territorio nacional. Medio siglo después, ya no había esclavos en el país, pero en muchos estados los afroamericanos seguían siendo ciudadanos de segunda o tercera categoría.
Los estados del sur que habían formado la Confederación en defensa de la mano de obra esclava, y que habían sido derrotados en la guerra civil que culminó en 1865, no estaban dispuestos a tolerar el progreso social que experimentaron las comunidades afroamericanas en el período de reconstrucción que siguió al conflicto. A través de lo que se conoció como las leyes Jim Crow, establecieron un orden de segregación racial que en los hechos despojó de distintos derechos políticos, sociales y económicos a los esclavos liberados y a sus descendientes.
Así luce hoy lo que era la cuadra 100 de la avenida Greenwood en 1921
“La Masacre Racial de Tulsa fue completamente coherente con esa época de Estados Unidos: la era de Jim Crow, de los linchamientos, de la violencia racial y de la segregación. Fue única sólo por su magnitud”, dijo a Infobae el periodista Tim Madigan, de larga trayectoria en medios como The Washington Post y el Chicago Tribune, entre otros, y autor de uno de los libros más leídos sobre este pogrom: The Burning: The Tulsa Race Massacre of 1921 (“La quema: La masacre racial de Tulsa de 1921”; St. Martin’s Griffin, 2003). “Creo que un factor importante en todo esto fue que el supremacismo blanco era una opinión dominante en el Estados Unidos de aquella época, apoyado en los niveles más altos de la nación, desde la Casa Blanca hacia abajo”.
La discriminación de los afroamericanos fue posible por medio de normas aprobadas por las legislaturas estatales, pero también por la vía de la violencia física y la intimidación. Los linchamientos se volvieron habituales en algunos lugares y emergieron diferentes organizaciones dedicadas a garantizar la supremacía blanca por la fuerza, como el Ku Klux Klan. La primera versión del KKK, surgida tras la Guerra Civil, fue aplastada en 1871, pero la segunda se formó en 1915 y empezó a ganar espacio en los años 20.
“Desde el resurgimiento de grupos como el KKK hasta los disturbios del Verano Rojo de 1919, en los que más de diez ciudades fueron testigo de cómo se arrasaba a las comunidades afroamericanas, en la segunda década del siglo XX se deterioraron las relaciones raciales en Estados Unidos”, dijo a Infobae Carey H. Latimore IV, profesor del Departamento de Historia de la Universidad Trinity de San Antonio, Texas. “También hay que mencionar que los periódicos de todo el país a menudo hacían sensacionalismo, mentían o básicamente inventaban historias sobre la violencia afroamericana, lo que contribuía a la violencia de los blancos. Eso ocurrió en Tulsa”.
En Oklahoma, que recién había sido admitido como estado en 1907, los linchamientos y el accionar de grupos violentos eran especialmente frecuentes. Las elites blancas, sin el arraigo de las de estados vecinos como Texas o Arkansas, querían apurarse para asegurar su superioridad en el entramado institucional del naciente estado. Y tuvieron éxito, porque hacia 1915 la segregación de los afroamericanos era total.
Ese contexto es el que hacía de Black Wall Street un caso verdaderamente llamativo. No es que en Tulsa no existiera la discriminación. De hecho, los comercios de propietarios afroamericanos estaban concentrados allí porque estaban exclusivamente destinados a la comunidad, que no podía entrar en los del centro. Al menos no como clientes, claro. Pero era difícil encontrar en ese momento otro barrio segregado que fuera tan comercial y culturalmente pujante.
El abogado, sociólogo y economista Hannibal B. Johnson, autor del libro Black Wall Street 100: An American City Grapples With Its Historical Racial Trauma (“Black Wall Street 100: una ciudad estadounidense se enfrenta a su histórico trauma racial”; Eakin Press, 2020), sitúa en 1906 los inicios de Greenwood. “Fue establecido por el acaudalado empresario afroamericano O.W. Gurley, un emigrante de Arkansas —contó a Infobae—. La zona floreció hasta convertirse en la comunidad empresarial negra más emprendedora y exitosa del país a principios del siglo XX, un periodo marcado por la segregación racial en prácticamente todos los aspectos de la vida. Pero Greenwood era único sólo en términos de su desarrollo y sofisticación. Los tulsanos afroamericanos sentían el aguijón de la opresión racial tanto como sus hermanos y hermanas de muchas otras partes del país. Aunque el tamaño y la fuerza del motor económico de Black Wall Street les proporcionaba cierto amortiguamiento y consuelo contra el racismo sistémico de la época”.
Otro de los pioneros fue J.B. Stradford, que compró varios terrenos que estaban desocupados en la parte norte de Tulsa a principios de siglo y que fue abriendo distintos negocios. El más importante, el Hotel Stradford, ubicado en el 301 de la Avenida Greenwood, corazón del distrito. Abierto en 1918, tenía 54 habitaciones y era uno de los mejor preparados en el país para afroamericanos, que a menudo tenían que conformarse con establecimientos precarios.
En 1921, en el barrio vivían unas 10.000 familias. Sólo en su cuadra principal, la 100, había nueve restaurantes, cuatro hoteles, dos escuelas, dos periódicos y un cine. Y atendían allí diversos profesionales, como médicos, dentistas, abogados y agentes inmobiliarios. Era uno de los pocos lugares en Estados Unidos donde los afroamericanos podían disfrutar de casi todos los aspectos de una vida de clase media promedio para cualquier blanco.
Se había desarrollado un fuerte sentido de pertenencia entre los habitantes de Greenwood, incluso de orgullo por lo que habían construido en tan poco tiempo. Por supuesto, tanto para las elites como para los sectores blancos de bajos ingresos, ese orgullo era difícil de aceptar.
Para los primeros, era peligroso. Cuanto más rica una comunidad, más difícil es mantenerla marginada. Para los otros era una fuente de frustración: cómo se podía tolerar que hubiera personas que consideraban inferiores pavoneándose en sus autos por la ciudad y viviendo mejor que ellos. Para muchos, Greenwood era una ofensa que debía ser reparada.
“En Greenwood, los afroamericanos se impusieron a la mentira de la superioridad blanca como en ningún otro lugar —dijo Madigan—. Era un lugar próspero y culto. El problema era que, en aquella época, ser un afroamericano exitoso era ser ‘arrogante’. Los estadounidenses blancos temían ese desafío a su visión del mundo. Creo que sus celos desempeñaron un papel muy importante en lo que ocurrió en Tulsa. Prevalecía una mentalidad de: ‘¿Quiénes se creen esos negros?’ y ‘Vamos a demostrarles quiénes son’”.
Esa dinámica no sólo explica el resentimiento acumulado que llevó a muchas personas blancas a querer atacar a los afroamericanos. También que éstos, en vez de esconderse, no dudaran en defenderse. Así que cuando se enteraron de que un joven de 19 años podía llegar a ser linchado, decidieron dar un paso al frente para evitarlo.
Una masacre silenciada
La comunidad afroamericana de Greenwood quedó diezmada. La comisión de 2001 estimó en USD 1.800.000 de la época las pérdidas materiales. Actualizados, serían USD 27 millones.
En todo el barrio fueron destruidos 31 restaurantes, 24 mercados y al menos cinco iglesias, incluida la Bautista de Monte Sion, la más importante del barrio, que había abierto sus puertas apenas dos meses antes.
“Las consecuencias fueron múltiples —dijo Latimore IV—. Se destruyó por completo la riqueza afroamericana en Tulsa. Ver a toda esa comunidad, a los hoteles, los consultorios médicos, los negocios, las casas, destruidos, tuvo que tener un impacto psicológico tremendo. Incluso hoy los pocos sobrevivientes de la masacre de Tulsa recuerdan haber visto los cadáveres en las calles o los aviones lanzando bombas sobre ellos. Muchos afroamericanos abandonaron Tulsa y, sin duda, la mayoría nunca pudo recuperarse del todo, ni económica ni psicológicamente. La comunidad sobrevivió, pero a un costo tremendo. Y durante las siguientes generaciones, tanto los blancos como los afroamericanos de Tulsa rara vez hablaron abiertamente del suceso. Sólo recientemente la ciudad y el país han empezado a luchar contra los efectos de lo que ocurrió allí”.
Varios comerciantes jamás llegaron a recuperar las pérdidas sufridas en esas horas brutales de mayo de 1921. Muchas familias decidieron irse tras lo ocurrido. Otras se quedaron y con el tiempo lograron reconstruir buena parte de lo que había sido pulverizado, aunque Greenwood no pudo recobrar cabalmente el esplendor que había alcanzado al momento de la masacre.
Las autoridades no sólo se negaron a investigar lo que pasó, lo que permitió que ninguno de los responsables fuera juzgado por sus actos. Hasta pusieron trabas a los intentos de revitalización comunitaria. Por ejemplo, prohibiendo a muchos propietarios volver a construir sus tiendas y hogares con el argumento de que había riesgo de incendio.
“La masacre racial de Tulsa proyecta hasta la actualidad una sombra muy grande y oscura sobre los afroamericanos”, dijo a Infobae Scott Ellsworth, profesor del Departamento de Estudios Afroamericanos de la Universidad de Michigan y autor del libro The Ground Breaking: An American City and Its Search for Justice (“The Ground Breaking: Una ciudad americana y su búsqueda de justicia”; Dutton/Penguin Random House, 2021). “La pérdida de riqueza generacional causada por los sucesos de 1921 fue enorme, y sus ecos siguen siendo evidentes hoy en día. Los ciudadanos del norte de Tulsa, predominantemente negros, tienen una esperanza de vida media 11 años inferior a la de los tulsanos blancos, y sufren mayores índices de pobreza, desempleo y mortalidad infantil. Como dijo una vez William Faulkner, ‘El pasado no está muerto. Ni siquiera es pasado’. Eso también es válido para esta masacre”.
Una de las cosas más difíciles de soportar fue el silencio que se impuso tanto a nivel local como a nivel país. El tema prácticamente no apareció en ninguno de los medios nacionales y las autoridades federales no hicieron nada para investigar. Y ante la ausencia de cualquier perspectiva de esclarecimiento, los que se quedaron en Tulsa prefirieron no hablar de lo que había pasado.
“La ciudad, como dijo el historiador John Hope Franklin, ‘perdió su sentido de la honestidad’ —continuó Ellsworth—. En Tulsa, la masacre fue deliberadamente encubierta durante 50 años. Se robaron documentos oficiales, se recortaron artículos de los volúmenes encuadernados de los periódicos de 1921 y los dos diarios de Tulsa se esforzaron por no publicar nunca nada sobre la matanza durante casi medio siglo. En los barrios blancos, se desaconsejaba hablar de eso, y algunos investigadores, incluso en la década de 1970, vieron amenazadas sus vidas. En la comunidad afroamericana tampoco se hablaba en público, aunque por razones diferentes. Muchos de los sobrevivientes sufrieron estrés postraumático y no querían cargar a sus hijos y nietos con los horribles recuerdos de lo que habían pasado en 1921”.
Sólo muchas décadas después se empezó a hacer una verdadera reconstrucción histórica de la masacre de Tulsa. Fue una referencia ineludible para las organizaciones que desde los años 50 empezaron a luchar por el fin de la segregación racial en los Estados Unidos, en un proceso que terminaría en la sanción de la Ley de Derechos Civiles en 1964. Junto con las pesquisas, surgieron también reclamos judiciales y políticos que exigen compensaciones a las pocas víctimas que quedan con vida y a sus herederos.
“La masacre de Tulsa y su investigación por parte de organizaciones cívicas fue clave en un proyecto más amplio de documentación de actos de violencia racista en todo Estados Unidos —dijo Eaton—. Las pruebas de la matanza y de otros sucesos similares se utilizaron como argumento en discusiones sobre políticas federales, incluyendo la defensa de las leyes contra el linchamiento y contra la segregación en lugares públicos, en el Ejército y en las escuelas. Eventos como esa masacre ayudaron a demostrar que en Estados Unidos funcionaban sociedades paralelas”.
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