El asalto al Congreso estadounidense por parte de los milicianos enviados por Trump con la intención de interrumpir la transición pacífica del poder en Estados Unidos supone una amenaza no sólo a la democracia estadounidenses sino a todas las democracias del globo. Así se sintió alrededor del mundo. Se produjo un estupor en la mayoría y cierto regocijo en los que defienden las autocracias personalistas. Quedaba en duda la identificación estadounidense con la defensa global de la democracia. Las imágenes de la horda furiosa profanando los símbolos sagrados, la bandera confederada de los esclavistas flameando en el salón de los próceres, los cinco muertos, mostraron la fragilidad del sistema. Y dio impulso a la corriente populista global que desprecia esos conceptos que lanzó esta pregunta: Después de lo sucedido en el Capitolio de Washington: ¿tiene Estados Unidos la altura moral para venirnos a hablar de democracia?
El presidente francés Emmanuel Macron sintió esa amenaza como si Francia hubiera sufrido un asalto al Assemblée Nationale. “Una idea universal —la de ‘una persona, un voto’— se ve socavada”, dijo Macron en un discurso que comenzó en francés y terminó en inglés. “El templo de la democracia estadounidense fue atacado”. Una idea compartida en buena parte del planeta. En una nota publicada en Foreign Policy, la profesora Emma Ashford, investigadora principal del Consejo Atlántico, argumentó: “Los ambiciosos objetivos de la política exterior están completamente fuera de sintonía con las realidades de la disfunción política y económica interna del país... ¿Cómo pueden los Estados Unidos difundir la democracia o servir de ejemplo para otros si apenas tiene una democracia que funcione en casa?” James Goldgeier, profesor de la American University, y Bruce Jentleson, de la Universidad de Duke, pidieron al presidente electo Joe Biden que abandonara su propuesta de una cumbre internacional para la democracia y celebrara, en cambio, una a nivel nacional. Richard Haass, el presidente del Consejo de Relaciones Exteriores, se lamentó en Twitter que “pasará mucho tiempo antes de que podamos abogar de forma creíble por el estado de derecho en otros países”.
Fueron apenas unas horas de disturbios, esa misma noche ya estaba reunida nuevamente la Cámara de Representantes para ratificar a Joe Biden como el nuevo presidente. Pero las imágenes tocaron una fibra especial en las fracturadas sociedades occidentales, particularmente las que luchan contra el populismo autoritario y la extrema derecha. Los que se oponen al ascenso de los autócratas en Hungría y Polonia, el rebrote de las fuerzas neonazis en Italia y Alemania. También, los que se enfrentan a la brutalidad de líderes como Vladimir Putin, Recep Tayyip Erdogan o Xi Jinping, el líder chino -que ofrecía al mundo su modelo de estado vigilante para el control de la pandemia mientras aplastaba las protestas democráticas en Hong Kong-. Y los latinoamericanos que luchan por el fin de los regímenes de personajes como Nicolás Maduro, Jair Bolsonaro o Daniel Ortega.
“Estas imágenes fueron estremecedoras para las sociedades europeas”, dijo al New York Times el politólogo Jacques Rupnik. “Aun cuando Estados Unidos ya no era el faro en lo alto de una colina, seguía siendo el pilar que sostenía la democracia europea y la extendía hacia el Este después de la Guerra Fría”, agregó. La canciller alemana, Angela Merkel, dijo que estaba “enojada y triste” por lo sucedido en Washington. Los alemanes, para quienes Estados Unidos fue el salvador, protector y modelo democrático liberal de la posguerra, vieron con especial consternación los intentos de Trump de subvertir el proceso democrático y el Estado de derecho.
La polarización, la violencia, la desintegración social y las dificultades económicas son universales. Cientos de millones de personas fuera de las mieles de la globalización y la revolución científico-tecnológica. Todo eso crea resentimiento y odio. La pandemia del coronavirus agudizó esa ansiedad y la desconfianza en el gobierno. Las huestes de Trump expresan ese mismo sentimiento en estado brutal. Esto hizo que muchos en el mundo llegaran a verse identificados con los que asaltaron el Capitolio. Twitter se pobló de trending topics saludando a los disfrazados que persiguieron a los congresistas por los túneles que conectan el edificio central con sus oficinas. Jacob Anthony Chansley, también conocido como Jake Angeli, el tipo que se presentó con una cabeza de búfalo de enormes cuernos, se convirtió en la imagen del oprobio y también en el héroe de las redes sociales.
En Alemania, la prensa y los líderes de la mayoría de los partidos democráticos lo vieron de otra manera. Les recordó el incendio del Reichstag en 1933, que les permitió a Hitler y a los nazis destruir la frágil democracia de Weimar que los llevó al poder. Un aire frío en la espalda que recorrió el este europeo. Incluso, partidarios de Trump como el primer ministro checo, Andrej Babis, trataron de despegarse de lo sucedido en Washington. Babis cambió de inmediato su foto de perfil de Twitter de una que lo mostraba con una gorra de béisbol roja con el símbolo de MAGA (Make America Great Again, de los trumpistas) y la frase ‘Silné Česko’ (República Checa fuerte), a una que lo muestra con un barbijo con motivos de la bandera checa.
“Sería erróneo concluir que nuestra actual humillación significa que Estados Unidos perdió de alguna manera su posición para hablar en favor de la democracia y los derechos humanos a nivel mundial, o que estos ideales son menos apremiantes debido a nuestros problemas domésticos. Todo lo opuesto”, argumenta Thomas Wright, del Brookings Institute, en un ensayo publicado en The Atlantic. “Nuestra situación muestra que Estados Unidos tienen un interés real en esa lucha. Reparar la democracia en casa no es incompatible con defender la democracia en el extranjero; se refuerzan mutuamente. Las amenazas a la democracia no son exclusivas de nuestro país. El triunfo es parte de un movimiento nacionalista-populista mundial que se beneficia de redes internacionales de cleptocracia, desinformación y corrupción. Como Bernie Sanders y Elizabeth Warren señalaron durante las primarias presidenciales demócratas, eliminar estas redes es un requisito previo necesario para restaurar la democracia y el estado de derecho en casa.
“Muchas de las amenazas a largo plazo para la desinformación de la democracia y la falta de un objetivo la verdad, la interferencia política de China y Rusia, las desigualdades en la economía mundial, y los temores acerca de la interdependencia y la globalización sólo pueden abordarse colectivamente”, escribió Wright.
El daño provocado por Trump a la democracia estadounidense es profundo. Y es muy legítimo preguntarse si desde Washington pueden seguir lanzando llamados a cumplir con preceptos minados por sus propios líderes. Pero no se puede confundir los valores con sus detractores.
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