“El individuo integrado en una masa, experimenta, bajo la influencia de la misma, una modificación, a veces muy profunda, de su actividad anímica. Su afectividad queda extraordinariamente intensificada y, en cambio, notablemente limitada su actividad intelectual. Ambos procesos tienden a igualar al individuo con los demás de la multitud, fin que sólo puede ser conseguido por la supresión de las inhibiciones peculiares a cada uno y la renuncia a las modalidades individuales y personales” (Sigmund Freud, 1921: Psicología de las masas y análisis del yo).
Las imágenes de una multitud de seguidores del presidente Donald Trump asaltando el Congreso de los Estados Unidos habilitaron el regreso al centro del debate político de una figura que había pasado un poco de moda: la turba. Es la traducción más precisa de mob, la palabra que utilizaron los principales medios y observadores estadounidenses para describir a ese grupo de personas cuyos rostros más visibles fueron arrestados en los últimos días.
Turba, definida por la Real Academia Española como “muchedumbre de gente confusa y desordenada”, es, al igual que mob, una palabra peyorativa. Por definición, se aplica a conjuntos de personas que actúan con violencia, sin un plan definido y desatando el caos en un determinado lugar.
Cien años después, la descripción de Freud de “la masa” tiene bastante actualidad para entender el comportamiento de una turba como la que invadió el Capitolio en un intento —momentáneamente exitoso— de impedir que el Poder Legislativo confirmara a Joe Biden como presidente electo.
Pero no alcanza con los aportes del padre del psicoanálisis para entender las múltiples razones por las que distintos individuos, de orígenes y trayectorias de vida disímiles, confluyeron en un grupo como ese. Tampoco para comprender por qué en pleno siglo XXI sigue teniendo vigencia una forma de intervención política que muchos creían superada.
La psicología de la turba
Los estudios acerca del comportamiento de las multitudes eclosionaron en la segunda parte del siglo XIX. Las turbas son un motivo de preocupación en Occidente al menos desde las invasiones bárbaras que asolaron al Imperio Romano desde el siglo III, pero su aparición como objeto de estudio está directamente relacionada con dos fenómenos concomitantes: el nacimiento de las ciencias sociales y la centralidad que adquirió la idea del individuo como protagonista de la vida social.
Para muchos intelectuales de la época, si el individuo ilustrado era la encarnación del pensamiento racional, la masa era su antítesis. En esa línea fueron muy influyentes los escritos de Gustave Le Bon, un pensador francés de ideas fuertemente conservadoras, que veía como una amenaza el avance de la democracia y de los proyectos socialistas.
En su obra capital, La psicología de las masas (1895), hace una descripción catastrofista del poder destructivo de las personas cuando actúan colectivamente. “En la reunión de los individuos integrados en una masa, desaparecen todas las inhibiciones individuales, mientras que todos los instintos crueles, brutales y destructores, residuos de épocas primitivas, latentes en el individuo, despiertan y buscan su libre satisfacción”, dice Freud resumiendo las ideas de Le Bon.
Para este médico devenido psicólogo y sociólogo, toda forma de acción colectiva era irracional y peligrosa. Tiene sentido, porque sin acción colectiva no hay democracia, lo que Le Bon precisamente quería evitar. Es evidente que la multiplicidad de formas de protesta que se propagaron alrededor del mundo en los últimos siglos —algunas muy sofisticadas, con objetivos claros y planificación muy precisa— no se ajustan para nada a esa descripción.
Pero hay algunos rasgos de la turba que no son tan incompatibles con esa caracterización rudimentaria. Una es la “desaparición de las inhibiciones”. Es cierto que cuando forman parte de aglomeraciones amorfas, como la que se vio el miércoles 6 en Washington D.C., muchas personas hacen cosas que no se atreverían a hacer solas. Hay un sentimiento de euforia y de omnipotencia que se apodera de todos, que lleva a que disminuya la percepción del riesgo y de los límites.
Eso no significa que los individuos que integran la turba sean irracionales. Pueden tener razones muy justificadas a sus ojos para sumarse. Tampoco que sean todos iguales. Basta repasar algunos de los perfiles de los que participaron del asalto al Capitolio para ver que venían de distintos lugares y no necesariamente querían todos lo mismo.
“Era una gran multitud y no todas las personas reunidas compartían los mismos objetivos”, dijo a Infobae el historiador William D. Carrigan, profesor de la Universidad Rowan, que ha investigado como pocos la violencia colectiva en Estados Unidos. Junto a Clive Webb, escribió Forgotten Dead. Mob Violence against Mexicans in the United States, 1848-1928 (“Muertos olvidados. Violencia de turbas contra mexicanos en los Estados Unidos, 1848-1928”), un libro que repasa una de las manifestaciones históricas más brutales de violencia colectiva en el país.
“Parece que algunos ciertamente fueron a Washington DC con la intención de usar la violencia para interrumpir el proceso constitucional —continuó Carrigan—. Otros, sin embargo, fueron a tratar de influir en las mentes y acciones de los congresistas para que votaran de manera diferente. No tenían intención de usar la violencia para detener el proceso. Lo que sucedió, como solía ocurrir en el siglo XIX, fue que circunstancias particulares de ese día empujaron a esa multitud con objetivos diversos a transformarse en una turba violenta, y convirtieron lo que podría haber permanecido como una protesta pacífica en un ataque de turba al Capitolio”.
La incursión en el Congreso terminó con cinco personas muertas, entre ellas, una mujer por un disparo de un oficial parlamentario y un policía producto de las heridas que sufrió en los enfrentamientos. Los fiscales que investigan la invasión sostienen que Jacob Anthony Chansley —el hombre que entró disfrazado de guerrero sioux— y otros ingresaron con la intención de “secuestrar y matar” congresistas. Pero no todos tenían esos planes. Muchos nunca se imaginaron que lograrían entrar, y cuando lo consiguieron prefirieron tomarse fotos y llevarse trofeos.
En cualquier caso, una vez que los sujetos conforman la turba, su racionalidad individual muta y empieza aflorar algo que se parece bastante a una mentalidad grupal. En esas circunstancias siempre crece el riesgo de que haya violencia, porque es posible que personas que hayan ido solo a protestar terminen actuando violentamente al ver lo que hace el resto a su alrededor.
“Cuantos más individuos perciben que hay una oportunidad de comportarse violentamente, más bajo es el umbral para actuar de esa manera. Dicho esto, nunca se da el caso de que toda una multitud o turba se comporte así. Si el 10% lo hace ya es bastante excepcional. Muchos más pueden estar interesados y apoyar de otras maneras, sin volverse violentos ellos mismos. Es mucho más común ver, incluso en situaciones de escalada, que entre el 1% y el 2% de una multitud es activamente agresiva. Si este porcentaje es mucho más alto, suele ser una señal de que hay una reunión más homogénea de individuos y de que hay cierta planificación específicamente para que haya violencia”, explicó Otto Adang, profesor de seguridad y comportamiento colectivo de la Universidad de Groningen, Holanda, consultado por Infobae.
De todos modos, si se quiere comprender el funcionamiento de las turbas, la violencia no debería ocultar que también hay detrás un importante costado afectivo, algo crucial para que se diluya la individualidad. “En la esencia del alma colectiva existen también relaciones amorosas (o para emplear una expresión neutra, lazos afectivos)”, dice Freud. “La masa tiene que hallarse mantenida en cohesión por algún poder (...). El individuo englobado en la masa renuncia a lo que le es personal y se deja sugestionar por los otros, experimentamos la impresión de que lo hace por sentir en él la necesidad de hallarse de acuerdo con ellos y no en oposición a ellos, esto es, por ‘amor a los demás’”.
De ahí se deriva la euforia de participar de una turba y —en este caso sí— de cualquier fenómeno colectivo. La identificación con otros, aunque sea efímera, provee una de las mayores fuentes de satisfacción posibles para una persona.
R. Scott Tindale, profesor del Departamento de Psicología de la Universidad Loyola Chicago, especializado en comportamiento grupal, considera que “los humanos tienen una fuerte necesidad de pertenecer”. “Las personas se unen a muchos grupos y a menudo son definidas, al menos parcialmente, por las organizaciones a las que pertenecen —dijo a Infobae—. La turba que entró al Capitolio no es diferente en ese sentido. Estaba compuesta por muchos subgrupos, por lo que las motivaciones detrás de cada miembro probablemente varían, pero muchos consideraban como algo ‘bueno’ lo que estaban haciendo. Le creyeron a Trump y a otros republicanos que dijeron que la elección estuvo amañada y que Trump era el verdadero ganador. Así que al unirse a la turba se sintieron como patriotas. Estoy seguro de que obtuvieron una satisfacción por esto, aunque algunos pueden haber repensado esto después del hecho”.
La turba en la política
Lo más impactante de la imagen de una turba en el corazón de la democracia más longeva del planeta es que en cierto sentido es prepolítica, si por esta se entiende a la deliberación democrática. Las muchedumbres movilizadas como amenaza al orden eran un tema recurrente en los siglos XVIII y XIX porque estaba surgiendo la sociedad de masas, pero las instituciones de mediación y representación estaban aún en estado embrionario.
“En general, la frecuencia de las turbas disminuyó mucho en el siglo XX —dijo Carrigan—. Los esfuerzos violentos por eludir los sistemas legales locales, estatales y nacionales eran más comunes en los siglos XVIII y XIX. Pero la acción de multitudes y la protesta pacífica han formado parte de la historia estadounidense durante mucho tiempo, y especialmente desde la década de 1950, con el surgimiento del Movimiento por los Derechos Civiles. A veces esas protestas terminaron con violencia, pero el objetivo de los organizadores no era ejercerla sino influir en la opinión pública”.
Con la consolidación de los partidos políticos y de la democracia representativa con sufragio universal, puede seguir habiendo turbas, pero se esperaría que actúen en los márgenes de la política, no en el centro. La toma del Congreso es, por tanto, la última evidencia de la larga crisis de la representación política en Estados Unidos, verificable también en muchos otros países por las profundas transformaciones sociales ocurridas en décadas recientes, que no estuvieron acompañadas por mutaciones institucionales.
La pérdida de confianza de parte importante de la ciudadanía en los partidos y en los políticos tradicionales crea las condiciones para la irrupción exitosa de outsiders que desafían al sistema político desde afuera. Eso es Trump, pero también Jair Bolsonaro y tantos otros líderes que ganaron una influencia creciente en este siglo.
Es que para que sea posible la identificación entre los miembros de la turba tiene que haber algo compartido entre ellos. Puede ser un ideal, sin dudas. Pero mucho más efectivo es el comportamiento de masa cuando cuando lo que une es la devoción por algo concreto, como una institución, o, mejor aún, por alguien. Es por eso que las turbas suelen estar inspiradas en el apego a un líder.
Para Freud es “imposible llegar a la comprensión de la esencia de la masa haciendo abstracción de su jefe”. Desde este punto de vista, la turba conforma una “comunidad afectiva”, que “reposa en la modalidad del enlace con el caudillo”.
“Para que haya una escalada —dijo Adang— son importantes dos factores: la percepción de que los riesgos de participación son bajos y un sentido de división entre ‘nosotros’ y ‘ellos’ por el cual los actos de ‘ellos’ tienen más probabilidades de ser considerados como injustos o ilegítimos y los actos antagónicos o violentos contra ‘ellos’ se consideran más aceptables y una forma de defensa propia. Lo que hacen los líderes es jugar con este sentido de ‘nosotros’ contra ‘ellos’, definiendo quiénes son ‘nosotros’ y ‘ellos’, y estableciendo cuál es el comportamiento normativo: qué está bien, es aceptable o incluso es necesario para evitar repercusiones”.
Está muy claro el liderazgo que Trump ejerce sobre los que atacaron la sede del Poder Legislativo estadounidense. Es muy difícil separar el incendiario discurso que dio a sus seguidores fuera de la Casa Blanca de los incidentes que se produjeron minutos después. El Presidente describió a las elecciones como un “atroz asalto a la democracia”. “Vamos a tener que luchar mucho más duro”, dijo inmediatamente después, y llamó a la muchedumbre que gritaba enardecida a “caminar hasta el Capitolio”.
Esa sucesión de hechos es la que motivó a la Cámara de Representantes a hacerlo el primer mandatario estadounidense en ser sometido a dos juicios políticos, aunque ya habrá dejado el cargo cuando el Senado lo condene o lo absuelva. “No hay duda de que el Presidente formó la turba”, dijo la congresista Liz Cheney, una de las líderes republicanas en la Cámara de Representantes, y una de las diez de su partido que se sumó a los demócratas para votar a favor del impeachment por incitar a la insurrección. “El Presidente incitó a la turba (...) encendió la llama”.
Si la adhesión a un líder es un componente central para amalgamar a un conjunto de individuos que son muy diferentes entre sí, el rechazo a algo o a alguien puede ser igualmente decisivo. Pocas cosas unen más a las personas que un enemigo en común. En palabras de Freud, “el odio hacia una persona o una institución determinadas, podría actuar análogamente al afecto positivo y provocar lazos afectivos semejantes”.
Para quienes protagonizaron el ataque de la semana pasada, la adhesión a Trump y el rechazo al establishment político corporizado en el Congreso son la misma cosa. Muchos tenían remeras y ondeaban banderas con consignas de QAnon, la teoría conspirativa que justamente plantea que el Partido Demócrata y la burocracia estatal “enquistada en el Estado profundo” son parte de una red de pederastas que practica cultos satánicos, y Trump es un héroe que lucha contra ellos.
“Muchos de los miembros de la turba eran hombres blancos sin título universitario, que parecen sentir que su estatus y poder en la sociedad se ha erosionado —dijo Tindale—. Trump utilizó eso reforzando esta creencia y diciéndoles a quién culpar: afroamericanos, feministas, inmigrantes y elites que enviaron sus empleos a otros países en acuerdos comerciales. Que Trump perdiera las elecciones amenazó su visión del mundo y, por lo tanto, quisieron ‘arreglar el problema’. Si la identidad del grupo es fuerte y se percibe una amenaza, una respuesta común es atacar al agresor. En este caso, los demócratas en el Congreso, compuestos por afroamericanos, mujeres, elites, etc.”.
Tiene sentido que una turba aparezca asociada a un líder que pretende alzarse contra la política tradicional. Los liderazgos populistas como el de Trump reniegan de las reglas de la democracia liberal y de las formas de intermediación, y cultivan vínculos directos con sus seguidores, a quienes no representan, sino que directamente encarnan. Así que no es llamativo que alienten la formación de turbas para afectar desde afuera el funcionamiento de instituciones que, como el Congreso, no pueden controlar a través de los canales formales.
MÁS SOBRE ESTE TEMA: