Enrique Tarrio fue un “chico malo” de la Little Havana de Miami hasta que se convirtió en un “chico orgulloso”. A los 20 años lo arrestaron por robo y le dieron una sentencia de tres años. A los 29 lo agarraron vendiendo instrumental médico robado y recibió 30 meses de cárcel. Fue cuando, asegura este afrocubano de 36 años, que se reformó. Inició varios negocios que fracasaron hasta que conoció a uno de los líderes de la extrema derecha estadounidense aglomerada en una organización que se denomina Proud Boys (muchachos orgullosos) y tres años después ya era él jefe de un verdadero ejército de milicianos armados hasta las cejas. La última semana, cuando Donald Trump mandó a sus seguidores a asaltar el Congreso para que los legisladores no proclamaran a Joe Biden como el nuevo presidente, los Proud Boys estuvieron en la primera línea de fuego. Tarrio los dirigía por una frecuencia clandestina de radio que emitía desde las afueras de Baltimore. No había podido estar en persona al frente de sus muchachos. Pero fue su jefe indiscutido.
En cuanto aterrizó en Washington el lunes para participar en la manifestación en favor de Trump, Tarrio fue arrestado. La policía lo seguía muy de cerca. En ese momento estaba al teléfono con un periodista. “¡Vienen por mí!”, lanzó al aire con tono melodramático. Lo buscaban por vandalismo. Había quemado, el mes pasado en otra protesta, una bandera de las que usa el movimiento contra el racismo Black Lives Matter (Las vidas de los negros importan). Le encontraron dos cargadores especiales de armas automáticas con capacidad para 30 disparos cada uno.
Fue en 2017 cuando Tarrio comenzó a socializar con los miembros de los Proud Boys, que había sido fundada un año antes por Gavin McInnes, el ex dueño de la revista Vice. Tarrio, que creció en una comunidad cubana conservadora, fue rápidamente seducido por la idea de “hacer algo para terminar con el poder en las sombras que nos maneja desde Washington”. En agosto de ese año participó por primera vez en la concentración de las milicias en Charlottesville junto a cientos de supremacistas blancos, nacionalistas y otros neonazis que protestaban por la retirada de la estatua del general secesionista Robert E Lee. Por su poder de organización y las agallas durante los enfrentamientos con la policía y los contramanifestantes anarquistas, Tarrio fue nombrado líder de la filial de Florida de los Proud Boys. Fue cuando instaló una tienda en Miami para vender parafernalia de extrema derecha. Entre las camisetas que ofrecen hay una que dice: “Pinochet did nothing wrong” (Pinochet no hizo nada malo).
Los Proud boys rechazan las afirmaciones de que son supremacistas blancos, antisemitas, racistas o fascistas. “Soy bastante moreno. Soy cubano. Me considero un afrocubano. No hay nada de supremacía blanca en mí”, dijo Tarrio a la revista Insider. Se ve a sí mismo, sobre todo, como un conservador. “Creo que el conservadurismo es lo que salvará a América”, agregó. “Somos un grupo de chicos que pasan el rato y beben cerveza juntos y sólo se divierten”, aseguró en otra entrevista. “Obviamente, somos un grupo político, pero eso es secundario por naturaleza”.
Pero en las redes sociales la imagen de Tarrio se ve completamente diferente. En sus cuentas personales, denigra, entre otros, a los transexuales y escribió que la actriz afroamericana Leslie Jones parecía un “mono”. En 2018, su perfil de Twitter fue suspendido por “retórica antimusulmana y misógina”.
En esencia, se trata de un grupo muy violento. Para unirse a los Proud Boys hay que pasar cuatro ritos de iniciación: pronunciar la frase “Soy un patriota y me niego a disculparme por crear el mundo nuevo”, nombrar cinco marcas de cereales mientras le dan una paliza, hacerse un tatuaje del logo de los Proud Boys, renunciar a la masturbación y participar en peleas con grupos de extrema izquierda. Tarrio logró el cuarto paso al noquear a un miembro de Antifa, un grupo antifascista, en junio de 2018. Luego subió la escalera de la organización hasta convertirse en su líder ese noviembre. El New York Times estima que el grupo tiene unos 3.000 miembros. Entre ellos hay muchos veteranos de las guerras de Afganistán e Irak y todos reciben entrenamiento militar. Roger Stone, ex asesor de la Casa Blanca, es miembro de la milicia.
Cuando se le preguntó a Trump en el debate con Biden del 29 de septiembre pasado por qué no condenaba el accionar de las milicias, fue apologético. “¿A quién le gustaría que yo condenara? ¿Denme un nombre?”, preguntó. “Proud Boys”, intervino el demócrata. “Proud Boys. .. den un paso atrás y estén preparados”, afirmó Trump. A lo que después, añadió: “Pero les digo algo, les diré que alguien tiene que hacer algo con Antifa y la izquierda porque esto no es un problema del ala derechista”.
Tarrio fue el director ejecutivo de la organización “Latinos por Trump” de Florida y encabezó personalmente la campaña para movilizar a decenas de miles de cubanos anticastristas para que votaran por el multimillonario. “Creo que, personalmente, golpeé 40.000 puertas para que reciban la información”, explicó. También se postuló al Congreso en la primaria republicana pero pronto se bajó de la candidatura. La elegida fue la ex presentadora de televisión María Elvira Salazar.
La esencia de los Proud Boys y las otras milicias que actúan en Estados Unidos es la defensa de la Segunda Enmienda de la Constitución. Es la que consagra el derecho a portar armas. “A well regulated militia”, (una milicia controlada), es la frase con la que arranca esa enmienda y que es, casi dos siglos y medio después de su redacción, la plataforma política de estos grupos.
Durante la pandemia, las milicias se opusieron a las restricciones y el confinamiento para controlar el Covid19. Incluso, un grupo de Michigan intentó secuestrar a la gobernadora demócrata Gretchen Whitmer que impulsaba estas medidas. Buscaban derrocar su gobierno y desatar una guerra civil. Hubo varias otras protestas similares en el medio oeste con milicianos armados tomando los congresos estatales.
La presencia de los milicianos en las calles se intensificó tras la muerte de George Floyd y Breonna Taylor, los últimos casos de abusos policiales contra la minoría negra, que desataron el movimiento de Black Lives Matter. Aparecieron armados con fusiles automáticos de combate, ropa militar y banderas confederadas. Dijeron que era para “mantener el orden, proteger la propiedad y defender la constitución”. Su presencia disparó la tensión: un integrante de una milicia, de 17 años, mató a dos personas e hirió a una tercera en los disturbios de Kenosha, Wisconsin, a finales de agosto. Pocos días después, en Portland, Oregón, un miembro de un grupo de extrema derecha murió por los disparos de un hombre que dijo que estaba defendiendo a los manifestantes.
Allí, en las calles, los Proud Boys compiten con varias otras milicias con presencia nacional. Entre ellas, están los Oath Keepers, integrada mayormente por de ex soldados y oficiales de las fuerzas de seguridad y del Ejército; y los Three Percenters, una referencia a los rebeldes que combatieron contra los británicos en la revolución por la independencia: aseguran que ese es el porcentaje de la población que tomó las armas en ese momento. La presencia de las milicias se disparó en los años 90, tras enfrentamientos armados entre fuerzas de seguridad y civiles en episodios que cautivaron la atención de EE.UU., como los de Ruby Ridge y Waco. Surgieron grupos de milicianos por todo el país, siempre con la base de proteger la Segunda Enmienda y combatir “los abusos del gobierno”. La aparición de la corriente integrista republicana del Tea Party, la elección de Barack Obama y la crisis financiera de 2008-2009 le dieron mayor impulso a estos grupos. Hasta que apareció Donald Trump y se “enamoraron” de él. Un populista que los comprendía. “¡Liberad Michigan!”, proclamó en Twitter el presidente cuando los grupos armados entraron en el Capitolio de ese estado. Hasta que apareció la causa “libertaria” de enfrentarse a las restricciones que impone la pandemia. No llevar barbijo o máscara se convirtió en un signo político de toda esta corriente de pensamiento.
El afrocubano Tarrio, que habla inglés con fuerte acento cubano y un espanglish tradicional del sur de Florida, se convirtió en un símbolo de las milicias y en el nuevo villano de la mala película más larga de la cinematografía estadounidense, la de los cuatro años del trumpismo.