Era 12 de julio de 2016 cuando el Trump Force One, el Boeing 757 que había comprado el magnate de la construcción para su campaña presidencial, aterrizó en una aeropuerto secundario de las afueras de Indianápolis. En ese aterrizaje, le estalló un neumático. En la muy religiosa famlia de Mike Pence, creen que en ese incidente aeronáutico pudo haber una señal divina.
Donald Trump ya recorría el país en busca de votos, pero antes debía resolver un asunto importante. Faltaban seis días para la convención republicana y el hombre que para sorpresa del establishment estadounidense se había alzado con la candidatura presidencial de su partido aún no había definido quién lo acompañaría en el ticket presidencial.
Después de semanas de obsesivas investigaciones de su comité de campaña y descartar un decena de opciones, tenía una terna de finalistas: el gobernador de New Jersey, Chris Christie, el ex líder de la Cámara de Representantes Newt Gingrich y Pence, el gobernador de Indiana que iba por su reelección.
Pence corría desde atrás en ese sprint final. Era el más desconocido de los tres, enfrentaba una compleja carrera en busca de la reelección en su estado y era el menos cercano al clan Trump.
Gingrich, el favorito de Jared Kushner e Ivanka Trump por su peso en el partido y un estilo desenfadado ante las Cámaras similar al del candidato a Presidente, había comenzado a perder peso cuando el comité de vetos de la campaña descubrió que escondía aún más basura de su pasado debajo de la alfombra que el propio Trump, según contó Tom Lobianco en el sitio Politico.
Trump parecía inclinarse por Christie, hasta que ese reventón en el neumático de su Boeing lo obligó a quedarse a pasar una noche en Indianápolis a la espera de que llegara el repuesto para la reparación.
Aunque Trump desconocía casi todo sobre Pence (y lo poco que sabía no le causaba gran impresión), en su círculo más cercano de asesores eran varios los que empezaban a señalar el valor estratégico que tendría elegir al gobernador de Indiana. El jefe de campaña Paul Manafort y el jefe de Comité Nacional Republicano Reince Priebus eran dos de ellos. Y el encuestador favorito del entonces candidato, Tiony Fabrizio, decía que Pence tenía una triple cualidad: podía movilizar a conservadores y evangélicos y, por su ascendencia entre el resto de los gobernadores del rust belt (cinturón de óxido) podía ayudar a asegurar el triunfo en los estados del medioeste que los sondeos comenzaban a mostrar como claves si Trump pretendía llegar a la Casa Blanca.
Durante esas semanas, en que su nombre sonaba entre los posibles candidatos a vice, Pence se mostraba imperturbable ante sus íntimos. Cuando uno de sus asesores le preguntó como hacía, el gobernador le respondió: “Dios tiene un plan”. Para Pence, las cartas estaban echadas, y se conformaría cualquiera el plan divino.
Jeff Cardwell, el entonces jefe del partido republicano en Indiana, tiene una visión algo más terrenal pero no menos grandilocuente: “Esa noche, una rueda pinchada cambió el curso de la historia de Estados Unidos”, le dijo a Politico.
Pence tenía que viajar a la mañana siguiente a Nueva York para una reunión en la Trump Tower con Kushner, Ivanka y Donald Trump Jr. como parte del proceso de selección del compañero de fórmula. Pero la inesperada noche de Trump en su estado, le dio la posibilidad de dar vuelta la cancha y jugar de local. Después del evento de recaudación de fondos, Pence y su esposa invitaron a cenar a los Trump en el restaurante del hotel The Conrad donde se alojaban.
La cena fue amable, sirvió para que se conocieran las familias, y acordaron mudar la reunión prevista para Manhattan, por un desayuno la mañana siguiente en la residencia del gobernador allí mismo en Indianápolis, hacia donde volaron los hijos y el yerno de Trump.
Karen, la esposa de Pence, sirvió el desayuno en la residencia para el equipo íntimo del candidato ya completo, y después Trump y el gobernador bajaron al salón del sótano para una charla más íntima.
Trump le mostró su celular. Tenía una decena de llamadas perdidas de Christie, que estaba ansioso por confirmar que era el elegido. “Necesito matadores (killers). Quiero alguien que de pelea”, le dijo. “Chris Christie me llama sin parar porque quiere este trabajo, haría cualquier cosa por este lugar. Se muere por ser vicepresidente. Pero a ti parece que no te interesa. ¿Lo quieres o no?”, fue directo al grano, según contó luego el jefe de campaña de Pence, Marty Obst.
Pence permanecía imperturbable. Parecía resignado al plan de Dios. “Mira, Donald. si necesitas un matador, alguien que sea un perro de caza constante, te sugiero que busques a otro. No soy ese. Si necesitas a alguien que te ayude a conducir la Casa Blanca, a conseguir que salgan las leyes y mantener las relaciones con los donantes, funcionarios y gobernadores, entonces sí puedo ser yo”.
Y siguió: “Si me eliges, perfecto; si no, trabajaré muy duro por ti y por quien elijas, no importa”.
Trump, no podía creer el desinterés que mostraba: “¿Pero entonces para que estás pasando por todo este proceso (en referencia a las entrevistas para convertirse en su compañero de fórmula)?”, lo consultó.
La respuesta de Pence pareció la estocada final: “Bueno, tú estás en mi casa, dime tú. Toda tu familia vino a verme, así que el interés es mutuo, ¿no?”
A la mañana siguiente, Trump lo llamó para confirmarle que sería su candidato a vice.
Pence, efectivamente, ayudó a conseguir los votos evangélicos y del rust bell y fue un vice leal y efectivo durante 4 años en los que Trump encendió las pasiones y las controversias. Apoyó en todo lo que Trump le pidió e hizo silencio cuando no acordó con algo. Respaldó cada uno de los movimientos y decisiones intempestivas del Presidente, aunque muchas veces se enterase por Twitter. Lo defendió sin dobleses, incluso, durante el juicio político que se siguió en su contra. Nunca hizo pública ninguna crítica ni hizo transcender un disgusto con Trump.
Seguramente por todo eso, el presidente lo volvió a elegir como su compañero para ir por la reelección.
Pero la apuesta falló. Los estragos de la pandemia sobre la salud y la economía de Estados Unidos golpearon la imagen presidencial y Joe Biden se alzó con la victoria, aunque Trump lleve ya dos meses sin poder reconocerlo, aventando denuncias de fraude que no ha podido probar y que todas las instancias judiciales han desestimado.
Su apuesta final fue pedirle un último gesto de lealtad a Pence. Como presidente del Senado, era el encargado de presidir la sesión -históricamente un mero acto burocrático- en que se debía convalidar la victoria electoral de Biden, ya certificada por los colegios electorales de los 50 estados. Trump le indicó que debía rechazar los votos de los estados donde insiste que hubo fraude. “Espero que haga lo correcto. Si lo hace, ganamos la elección. Si no lo hace, será un día triste para nuestro país”, lo conminó ante sus simpatizantes, un rato antes de que comenzara la sesión.
Entonces, Pence hizo lo que nunca. Y le dijo que no. Al Presidente. “Es a mi razonamiento meditado, que mi juramento de seguir y defender la Constitución no me permite reclamar autoridad unilateral para determinar qué votos deben ser contados y cuáles no”, fundamentó su respuesta en una carta que hizo pública.
Furioso, Trump le respondió por Twitter que “no había tenido el coraje para proteger nuestro país y la Constitución”.
Instantes después, un grupo enardecido de simpatizantes del Presidente ingresó de prepo al Capitolio produciendo desmanes y forzando la suspensión de la sesión. Las escenas que se vivieron en el Congreso fueron inéditas en la historia de Estados Unidos.
El vicepresidente tuvo que resguardarse por una horas pero regresó más tarde para reanudar la sesión. Y ratificar que, por una vez, pero en tono claro y contundente, había dicho que no.