Joe Biden recorrió con la vista el despacho de Vladimir Putin en el Kremlin y sonrió. “Es increíble lo que puede hacer el capitalismo, ¿no? ¡Qué magnífica oficina!”, le dijo a quien en ese momento era primer ministro de Rusia, que respondió riendo.
Era marzo de 2011 y la visita del vicepresidente a Moscú se enmarcaba en uno de los tantos experimentos fallidos de la política exterior del gobierno de Barack Obama: el “reseteo” de relaciones con Rusia. Putin le había delegado formalmente la presidencia a Dmitry Medvedev en 2008 —para cumplir con la Constitución que reformaría en 2020 para no tener que volver a tomarse la molestia—, pero seguía siendo el jefe de Estado de hecho.
Biden, quizás no muy convencido de las probabilidades de éxito de la estrategia de Obama hacia Rusia, se acercó entonces a Putin y le dijo: “Primer Ministro, lo estoy mirando a los ojos y... no creo que tenga alma”. Lejos de ofenderse, el ex KGB se entusiasmó con la franqueza de su interlocutor. “Nos entendemos el uno al otro”, le contestó con picardía.
La anécdota la contó Evan Osnos, biógrafo del presidente electo de los Estados Unidos, en un artículo publicado en 2014 en The New Yorker. La alusión al alma de Putin era una referencia a lo que George W. Bush había dicho diez años antes, luego de su primer encuentro bilateral con el mandatario ruso. “Miré al hombre a los ojos. Me pareció muy directo y confiable y tuvimos un muy buen diálogo. Fui capaz de sentir su alma”.
Este no parece ser un concepto más para Biden. El eslogan con el que ganó las elecciones fue, precisamente: “Una batalla por el alma de la nación”. La idea que asoma por detrás es que la presidencia de Donald Trump puso en cuestión cuáles son los valores centrales, el espíritu, de los Estados Unidos. Y es en la pretendida búsqueda de defender algunos de esos principios, como la promoción de la democracia y —sobre todo— la solidaridad con los aliados históricos, que Biden terminará chocando con Putin.
Es cierto, hay razones estructurales, geopolíticas, que son más importantes para entender la matriz del enfrentamiento entre Estados Unidos y Rusia. Es lo que explica por qué el conflicto se mantuvo durante el gobierno de Trump, que tan buena sintonía tuvo con Putin.
Pero, a diferencia de Trump, Biden se encolumna en la larga lista de líderes estadounidenses que ven a su país como el principal sostén del vapuleado orden liberal global, que el Kremlin ha intentado debilitar por considerarlo una amenaza a su modelo de gobierno y a su influencia internacional. Es en ese punto donde parece inexorable una mayor tensión entre Washington y Moscú a partir del 20 de enero.
“La toma de posesión de Biden marcará un punto de inflexión en la política exterior de Estados Unidos hacia Rusia, y Vladimir Putin lo sabe. Entre otras cosas, aumentará la amenaza de sanciones a Rusia por sus actividades en el mundo diseñadas para socavar la democracia o amenazar la estabilidad. Sin embargo, habrá otra diferencia fundamental, que ha recibido muy poca atención y que irónicamente ofrece alguna esperanza para el futuro. Biden restaurará el profesionalismo de la diplomacia, que ha estado muy ausente durante los años de Trump. Anthony Blinken, el nuevo Secretario de Estado, interactuará con su par ruso de manera directa y frecuente, por canales diplomáticos normalizados. Esto podría conducir a avances en cuestiones que van desde la renovación de acuerdos de control de armas nucleares hasta nuevos enfoques para la estabilidad en Medio Oriente”, dijo a Infobae Jeffrey Lantis, profesor de ciencia política del College of Wooster y autor de Foreign Policy Advocacy and Entrepreneurship (”Promoción de la política exterior y emprendedurismo”), entre otros libros.
De la amistad con Trump a las críticas de Biden
La elección de Donald Trump como presidente de Estados Unidos en noviembre de 2016 fue celebrada con aplausos en el recinto de la Duma Estatal, cámara baja del parlamento ruso. Tras darse cuenta del fracaso de su política de aproximación hacia Rusia, el gobierno de Obama adoptó una postura adversativa frente al Kremlin.
Especialmente a partir de 2014, luego de que Putin empezara a practicar una política exterior mucho más agresiva, como se vio con sus intervenciones en Ucrania, con la anexión de la península de Crimea, y en Siria, donde dio un apoyo decisivo a Bashar al-Assad. Por ambas decisiones el Congreso estadounidense aprobó sanciones que golpearon a la economía rusa.
Un eventual triunfo de Hillary Clinton en 2016 solo podía significar una profundización de la presión por parte de la Casa Blanca. En cambio, Trump se insinuaba como un presidente mucho más amigable. Por su desinterés hacia la política exterior, difícilmente iba a preocuparse por lo que hiciera Rusia en Europa del Este o en Medio Oriente. Y estaba claro que su estilo poco apegado a las normas y convenciones políticas iba a incrementar la polarización interna en Estados Unidos, limitando su capacidad para influir eficazmente en el mundo.
Por eso, Rusia no se limitó a esperar que Trump hiciera lo que parecía imposible y ganara las elecciones. Trabajó para ello. La investigación del fiscal especial Robert Mueller sobre la injerencia rusa en el proceso electoral probó con abundantes evidencias que Moscú intervino activamente para perjudicar la candidatura de Clinton y promover la de Trump.
Primero, hackeando y divulgando correos electrónicos de líderes demócratas, para exponer las internas del partido. Segundo, financiando una enérgica campaña publicitaria en las redes sociales, con miles de perfiles falsos que llamaban a votar por Trump, atacaban a Clinton y alentaban la abstención entre minorías afines al Partido Demócrata.
Mueller investigó los múltiples contactos de miembros del círculo de Trump con Rusia, y de hecho imputó a varios de ellos por diversos delitos económicos en causas derivadas de la original. Pero concluyó que no había pruebas suficientes para acusar al presidente de haber coludido con los conspiradores.
Esa causa, que comenzó en los meses finales de la administración Obama y que continuó durante la primera parte del gobierno de Trump, inauguró una dualidad que se mantuvo durante los cuatro años del republicano en la Casa Blanca. Mientras la burocracia y el establishment político estadounidense acusaban y presionaban a Rusia, Trump los desmentía y defendía a Putin.
“La política hacia Rusia estuvo totalmente bifurcada o directamente fue esquizofrénica. Por un lado, estaba la política seguida por el presidente, y por otro, la de las diversas agencias y departamentos. Trump quería ingenuamente ganarse la amistad y la confianza de Putin, mientras que las agencias de inteligencia y los profesionales de Defensa y del Departamento de Estado desconfiaban de las motivaciones de Putin y se oponían a muchas de sus acciones”, explicó Melvyn P. Leffler, profesor emérito de historia de las relaciones exteriores de Estados Unidos en la Universidad de Virginia, consultado por Infobae.
Es lo que sucedió en julio de 2018, cuando mantuvieron su primera cumbre bilateral en Helsinki, Finlandia. Es difícil olvidar la respuesta de Trump cuando le preguntaron en la conferencia de prensa posterior si le creía al gobierno ruso cuando decía que no había interferido en las elecciones o a sus propios organismos de inteligencia que habían presentado innumerables reportes que lo acreditaban. “El presidente Putin dice que no fue Rusia, así que no veo ninguna razón por la que sería”, dijo.
Esa postura fue repudiada incluso dentro del Partido Republicano. El senador John McCain, que había sido candidato presidencial republicano en 2008, calificó de vergonzosa la actuación de Trump. “Ningún otro presidente se ha humillado más abyectamente ante un tirano”, dijo McCain en una de sus últimas declaraciones públicas, ya que murió en agosto de 2018.
La misma secuencia se repitió en junio de este año, cuando The New York Times reveló que la inteligencia estadounidense había descubierto que una unidad especial de las Fuerzas Armadas rusas ofrecía recompensas a talibanes por matar a soldados de la coalición que lidera Estados Unidos en Afganistán. En vez de manifestar su preocupación y decir al menos que investigarían una denuncia de esa gravedad, que es lo mínimo que habría hecho cualquier otro presidente, Trump dijo que era todo un invento de la prensa.
Biden aprovechó la noticia para diferenciarse de su rival. “Es un títere de Putin. Aún se niega a decirle nada sobre las recompensas por la cabeza de los soldados estadounidenses”, dijo el 29 de septiembre, durante el primero de los dos debates presidenciales que hubo antes de las elecciones.
Aunque es posible que Biden suavice el tono de sus críticas a Putin cuando asuma la presidencia, las diferencias discursivas con Trump son demasiado grandes como para desaparecer. En agosto, después de que el líder opositor Alexei Navalny fuera envenenado antes de abordar un avión, el ex vicepresidente se refirió al caso en términos muy duros.
“Una vez más, el Kremlin ha utilizado su arma favorita en un esfuerzo por silenciar a un opositor. Es la marca de un régimen que es tan paranoico que no está dispuesto a tolerar ninguna crítica o disidencia”, dijo Biden en una entrevista con CNN. “Creo que Rusia es un oponente, de verdad lo creo”, agregó.
De todos modos, está claro que los cambios en la relación entre los dos países van a ser menos bruscos de lo que sugieren las diferencias dialécticas entre los presidentes. Porque toda la buena predisposición que mostró Trump hacia Rusia no alcanzó para mejorar un vínculo que continuó deteriorándose, ya que ni el Congreso ni el aparato de seguridad nacional dejaron de ver a Moscú como una amenaza.
“Las relaciones bilaterales durante el gobierno de Trump se caracterizaron por lo que yo llamaría ‘negligencia benigna’. El tipo de antagonismo abierto que existía entre Putin y Obama no estaba presente, en gran parte debido a la falta de interés muy poco estadounidense de Trump en la agenda de valores de la democracia, los derechos humanos y demás. A nivel personal, Trump congeniaba con Putin. Pero el establishment de la política exterior estadounidense, incluyendo el grueso del Partido Republicano, siguió desconfiando de Putin y de Rusia. Trump se retiró de varios acuerdos como el Tratado INF de 1987 y empujó a la OTAN a aumentar los gastos de defensa, mientras modernizaba las fuerzas nucleares. Ninguna de estas acciones fue positiva para el Kremlin. Por lo tanto, aunque la música ambiente era relativamente suave, la sustancia de la relación seguía siendo tan conflictiva y difícil como lo había sido con los anteriores presidentes”, dijo a Infobae Robert Singh, profesor de política del Birkbeck College de Londres, experto en política exterior estadounidense.
La prueba más contundente es que no se levantó ninguna de las sanciones aprobadas durante la era Obama, e incluso se impusieron algunas adicionales. Es que Rusia es uno de los pocos temas en los que coincide la dirigencia republicana y demócrata, lo que crea las condiciones para una política bipartidista difícil de encontrar en otras áreas.
Kenneth A. Schultz, profesor de ciencia política de la Universidad de Stanford, cree que igual se van a producir cambios, porque Biden y Trump ven la política exterior de manera muy diferente. “Durante la administración Trump, el Congreso y elementos de la burocracia de la seguridad nacional presionaron por una línea más dura sobre Rusia de la que Trump estaba dispuesto a adoptar. Vimos algunas sanciones contra Moscú y el despliegue de fuerzas estadounidenses en respuesta a la actividad rusa en Ucrania. Pero Trump evitó la retórica de confrontación y dirigió más críticas a los aliados de la OTAN como Alemania por el reparto de las cargas. Es probable que eso cambie con Biden. No espero necesariamente movimientos militares, aunque sí que consideren sanciones económicas y financieras más duras en respuesta a los ciberataques y un esfuerzo por suavizar las relaciones con la OTAN”, dijo a Infobae.
Ejes de disputa entre Washington y Moscú
El primer desafío que enfrentará Biden en su relación con Rusia será dar algún tipo de respuesta a la mayor crisis de ciberseguridad en la historia estadounidense. A pesar de los miles de millones de dólares invertidos en el sector en los últimos años, espías rusos lograron hackear las principales agencias gubernamentales y empresas privadas del país, y pasaron inadvertidos durante meses. Aún no está claro la sensibilidad de la información a la que accedieron, pero el ataque no tiene precedentes por su escala y alcance.
Como siempre, lo primero que hizo Trump fue poner en duda que efectivamente hubiera sucedido eso, trató de desvincular a Rusia y, en última instancia, buscó minimizar el hecho. Pero el equipo de Biden ya anticipó que se va a ocupar del asunto. “Los responsables van a enfrentarse a las consecuencias por lo que hicieron”, dijo días atrás Ron Klain, que será el próximo jefe de gabinete. Una advertencia de que podría haber una escalada con Rusia desde muy temprano.
“No hay duda de que Estados Unidos y Rusia enfrentarán puntos de conflicto —dijo Lantis—. El primero de ellos, la ciberseguridad, se ha manifestado durante la transición presidencial. Es probable que esta fuera un área importante de tensión incluso antes de las últimas noticias, pero el primer gran desafío de la política exterior de Biden podría ser la elaboración de una respuesta firme a estas infracciones. Un segundo asunto que exigirá atención es el involucramiento ruso en Medio Oriente y su apoyo a regímenes como el de Bashar al-Assad en Siria y el fortalecimiento de sus relaciones con Irán y Turquía. Es posible que la administración Biden realice serios esfuerzos para contrarrestar estos alineamientos, al tiempo que busque una mayor estabilidad en la región”.
En el mediano plazo, es probable que surjan otros ejes de conflicto. Uno se relaciona con las prioridades de la agenda de política exterior que va a tener el nuevo gobierno. Biden va a tratar de ser recordado como un promotor de la democracia en el mundo, y eso no solo lo va a llevar a cuestionar las dudosas credenciales de Putin en la materia, sino a ejercer presión sobre gobiernos aliados al Kremlin.
Bielorrusia puede convertirse en un campo de batalla diplomática, tras las desacreditadas elecciones en las que el presidente Alexander Lukashenko volvió a proclamarse ganador por cifras irrisorias, lo que desató la mayor ola de protestas desde la independencia del país. Trump hizo silencio, pero todo indica que Biden se sumará a la Unión Europea, que impuso sanciones contra el gobierno bielorruso.
Cualquier intervención estadounidense a favor de la oposición a Lukashenko va a ser vista por Putin como una injerencia inaceptable en su patio trasero, así que no hay dudas de que habría una respuesta fuerte. Que se desate una crisis como la de Ucrania parece un escenario alejado en este momento, pero el riesgo es insoslayable, porque Moscú no está dispuesto a ceder un ápice de su influencia en la región.
Otra de las fuentes de discordia puede ser la segura reconciliación de Estados Unidos con Europa tras cuatro años de distanciamiento. Para Biden será prioritario restablecer la histórica alianza intercontinental descuidada por Trump, y esa decisión va a tener una expresión institucional en el fortalecimiento de la OTAN.
“Biden es un internacionalista liberal de vieja escuela, alguien que cree, a diferencia de Trump, en la importancia de los aliados tradicionales de Estados Unidos y en su papel en la promoción de la democracia para asegurar un mundo más pacífico y estable. Querrá mostrar a los aliados de la OTAN que el país está totalmente comprometido con la alianza, incluso con la defensa de los estados bálticos, lo que probablemente lo enfrentará a Putin. Con Biden, Washington buscará revivir el llamado orden basado en reglas y aumentar la cooperación entre las democracias, lo que de nuevo es probable que sea percibido en Moscú como dirigido, en parte, contra Rusia. Hay muchas áreas, desde el comercio y la defensa hasta la ciberseguridad, donde las ambiciones de los idealistas liberales dentro de la administración se enfrentarán a la resistencia del Kremlin”, sostuvo Singh.
El presidente saliente veía a la OTAN como un gasto y se quejaba constantemente de tener que invertir demasiado dinero en la defensa de Europa. En represalia por la negativa de Alemania a aumentar su cuota en el presupuesto de la organización, Trump ordenó retirar a 12.000 soldados apostados en el país y trasladarlos a Polonia.
Estas medidas son inimaginables bajo la presidencia de Biden, por más que pueda tener diferencias con sus socios europeos. Pocos deben haber celebrado tanto su triunfo como Jens Stoltenberg, secretario general de la OTAN, que felicitó al presidente electo el 7 de noviembre, cuando se confirmó su triunfo en Pensilvania.
“Sé que Joe Biden es un gran partidario de nuestra Alianza y espero con ansias trabajar estrechamente con él. Una OTAN fuerte es buena tanto para Norteamérica como para Europa”, escribió Stoltenberg en su cuenta de Twitter. Pero no es una buena noticia para Rusia, que teme que la organización vuelva a crecer, fortaleciéndose cada vez más cerca de sus fronteras. Una eventual incorporación de Ucrania o de Georgia sería un enorme problema para Moscú.
No obstante, más allá de todos los puntos en los que se espera una mayor confrontación, también hay espacio para anticipar cierta cooperación. Al menos en determinados ámbitos en los que hay intereses comunes. Es el caso del control de armas.
El próximo 5 de febrero vence el Nuevo START (Tratado de Reducción de Armas Estratégicas), el único acuerdo de reducción del armamento nuclear que sigue vigente entre Estados Unidos y Rusia, firmado en 2010 por Obama y Medvedev. Trump no mostró interés en preservar este tipo de pactos. De hecho, se retiró el año pasado del histórico Tratado INF (Fuerzas Nucleares de Rango Intermedio), acordado en 1987. La extensión del Nuevo START o la negociación de un acuerdo equivalente puede ser la única vía de contener una carrera armamentista entre las dos máximas potencias nucleares del planeta.
“Creo que Biden tratará a Putin con mucho más escepticismo que Trump —dijo Leffler—. Habrá una política exterior más coherente. El nuevo gobierno tratará de extender el tratado de limitación de armas estratégicas de 2010 e intentará de colaborar donde haya intereses mutuos, como la pandemia, el cambio climático y quizás Irán. Pero se opondrá más agresivamente a la guerra cibernética de Rusia y a su comportamiento aventurero en Ucrania, el Ártico y Medio Oriente”.
Este no es el único campo en el que hay perspectivas de un diálogo constructivo. Hay otros ítems en la agenda de Biden que requerirán de algún grado de cooperación con Rusia. Por ejemplo, si quisiera volver al acuerdo nuclear con Irán firmado por Obama en 2015 y abandonado por Trump en 2018. Pero también para discutir el futuro de Siria o para acordar políticas de largo plazo para enfrentar el cambio climático. De modo que, incluso habiendo muchas razones objetivas para pensar que el vínculo entre Estados Unidos y Rusia se va a tensar con Biden como presidente, también hay esperanzas de que se imponga algún grado de cooperación, lo que permitiría pensar en un mundo un poco más estable.
“Biden es esencialmente pragmático y, además, está lejos de ser un gatillo fácil. Su evolución en materia de seguridad nacional y defensa lo ha hecho ser cada vez más receloso con las intervenciones militares. Va a tratar de conseguir toda la cooperación que pueda, incluso en el contexto de una relación competitiva, o hasta adversativa. Él querrá reclutar la ayuda diplomática rusa en Medio Oriente, en Corea del Norte y tal vez incluso en China. Del mismo modo, preferiría, si puede, moderar la carrera armamentista y volver a entrar en los acuerdos de control, como el Nuevo START. En general, es probable que Biden siga una política hacia Rusia sin ilusiones, pero con la creencia de que ambos países pueden cooperar cuando converjan sus intereses nacionales”, afirmó Singh.
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