Cada nuevo episodio del thriller en el que se convirtió la política estadounidense confirma que el país está partido en dos de un modo que no se veía desde la Guerra Civil. Un sistema diseñado para que ningún sector pueda imponerse a otro y para que todo se resuelva por consenso se enfrenta a la parálisis por la enorme conflictividad que hay entre las principales fuerzas políticas.
Que se niegue a reconocer la derrota un presidente que perdió por 74 votos en el Colegio Electoral y por más de seis millones de sufragios populares, es la escena final de la serie. Especialmente dramática porque Donald Trump lo hace denunciando un fraude a gran escala y buena parte del Partido Republicano hace silencio ante sus acusaciones.
Una mirada rápida podría asumir que este nivel de enfrentamiento es obra de Trump, ya que durante su gobierno se vieron cosas impensables tiempo atrás. Sin embargo, una de las mayores estudiosas de la polarización política en Estados Unidos explica que, en realidad, es un proceso que empezó hace mucho tiempo. La politóloga Frances E. Lee, profesora de la Universidad de Princeton y autora de numerosos libros sobre política partidaria y legislativa en Estados Unidos, sostiene que por la conjunción de transformaciones sociales y políticas, demócratas y republicanos están cada vez más divididos desde hace 40 años.
En una entrevista con Infobae, además de explicar las causas y las consecuencias de este fenómeno, aborda las peculiaridades de esta transición presidencial y del futuro político de Trump. Por otro lado, se adentra en los desafíos que enfrentará el gobierno de Joe Biden, llama al ala izquierda del Partido Demócrata a moderar sus expectativas y realiza un pronóstico sorprendente: al presidente electo le va a resultar más fácil gobernar si los republicanos se quedan con los dos senadores que se eligen el 5 de enero en Georgia, privando a los demócratas de controlar el Senado.
—Para alguien que sigue la política estadounidense a la distancia, la polarización parece directamente asociada a la presidencia de Donald Trump. Sin embargo, usted estudia este fenómeno desde hace tiempo y sostiene que es algo que precede a este gobierno. ¿Cómo describiría este proceso y el lugar que ocupa Trump en él?
—La polarización política en Estados Unidos es un proceso en curso desde la década de 1970. Son muchos años de una creciente conflictividad interpartidaria, de desacuerdos cada vez más grandes entre demócratas y republicanos. Desde 1980, la competencia por el control del Congreso se volvió mucho más cerrada, en contraposición con la mayor parte del siglo XX, cuando el Partido Demócrata era dominante. Los republicanos casi nunca tuvieron mayoría entre 1932 y 1981. Pero desde los 80 se volvió permanente la expectativa de que el Congreso puede cambiar de manos de una elección a otra. Esto hizo que se intensificara la retórica dura, porque los partidos tratan de movilizar a sus votantes en una dinámica que se refuerza y que los va alejando. Durante el gobierno de Barack Obama, la polarización había llegado al peor punto que pudiera recordarse. Entonces llegó Trump, que la exacerbó aún más. Su disposición a deslegitimar cualquier institución que se pone en su camino, incluso el proceso electoral, es algo nuevo. Pero es un síntoma de un problema de larga data en Estados Unidos.
—Ciertamente, no tiene precedentes que un presidente se niegue a reconocer una derrota que es bastante clara y que denuncie un fraude generalizado sin presentar evidencias. ¿Se sorprendió por la reacción de Trump ante el resultado de las elecciones o esperaba algo así?
—No me sorprendió que Trump pusiera en duda una elección en la que perdió, porque también había puesto en cuestión la que ganó en 2016 (risas). Nunca esperé que concediera la derrota, creo que tampoco lo habría hecho si perdía en 2016. Para mi la gran pregunta era qué iban a hacer los funcionarios republicanos, las figuras más importantes del partido. Si iban a apoyarlo en la deslegitimación del proceso electoral o si iban a decir “no, el resultado es claro y la elección se terminó”. No hicieron ninguna de las dos cosas. Solo se quedaron callados. Se corrieron a un costado, esperando a ver qué sucedía, con la esperanza de que los tribunales resolvieran las cosas y ellos pudieran decir que respaldan el sistema judicial. Pero no quieren contradecir al líder de su partido. Eso me sorprendió. Yo esperaba una defensa más férrea de la legitimidad democrática básica. Por supuesto, a los republicanos les fue bastante bien en las elecciones legislativas, tanto en la Cámara de Representantes como en el Senado.
—De hecho, Trump perdió las elecciones, pero obtuvo casi 11 millones de votos más que en 2016 y en muchos estados tradicionalmente republicanos amplió los márgenes de victoria. Entonces, es odiado por los demócratas y genera desconfianza entre los independientes, pero está claro que interpela mucho a la base republicana. ¿Cómo explica este fenómeno?
—Es importante destacar que, geográficamente, el apoyo electoral a Trump no es muy diferente del de otros candidatos republicanos. Su votación fue similar a la de Mitt Romney en 2012, a la de John McCain en 2008 y a la coalición que eligió dos veces a George W. Bush. Los cambios se produjeron en los márgenes. Trump es incluso más fuerte que sus predecesores entre los blancos sin título universitario. Pero desde los años de Bush esa es la base republicana. Trump no es sui generis en este sentido y él no habría sido presidente compitiendo por fuera del Partido Republicano. Habría sido otro Ross Perot. Él necesita al partido y es un producto de este. Ahora, claramente su personaje conecta con la base. Lo aman y confían en él. Por eso amplió su margen de votación. No hay precedentes en los últimos 100 años de un nivel de participación como el de estas elecciones. Trump demostró su capacidad de mejorar sus números respecto de 2016, pero obviamente Joe Biden mejoró incluso más los de Hillary Clinton.
—En las últimas semanas se viralizó el discurso de concesión de McCain por ser un ejemplo de un estilo de liderazgo completamente opuesto al de Trump. Pero muchos republicanos ya no se sienten representados por ese tipo de retórica. ¿Cómo imagina la reorganización del partido después de Trump?
—Hay que ver si hay un Partido Republicano post Trump o si él continúa siendo muy visible en la escena política cuando deje la presidencia. ¿Cómo luciría la política republicana si Trump compite nuevamente por la presidencia en 2024? Es posible. Sospecho que no clarificará sus intenciones por mucho tiempo, lo cual dificultará la aparición de un sucesor mientras no se corra a un lado. Así que puede que estén todos bastante paralizados en términos de dejar atrás la presidencia de Trump. También se habla de que podría competir su hijo, Trump Junior, que es muy popular en la base republicana.
—Se puede pensar que la negativa de muchos congresistas y senadores republicanos a condenar públicamente a Trump por no admitir la derrota se debe a que reconocen su popularidad y no quieren enojar a votantes que necesitarán para renovar sus respectivas bancas en 2022.
—Sí, ellos saben que necesitan de los votantes que apoyan a Trump pero no respaldarían a un candidato del establishment republicano. Hay una parte de los votos que recibe Trump que son especialmente de él y ellos saben que los necesitan. Si más de la mitad de los republicanos le creen a Trump cuando dice que hubo fraude en las elecciones, significa que deben representar a un electorado en el que la mitad de las personas piensa eso. Entonces, ¿qué hacer? Pueden correrse y permanecer en las sombras hasta que haya una resolución. Pero con sus votantes internamente divididos, con algunos pensando que los comicios se terminaron y otros viendo que los resultados están en discusión, dudan.
—Biden es un líder muy distinto, que no les habla solo a los suyos y que promete unir al país. ¿Pero es realmente factible eso o la polarización está tan arraigada que es poco lo que puede hacer un presidente para revertirla?
—No creo que un presidente solo pueda revertir eso. A veces hay eventos que lo consiguen. En marzo de 2020, cuando se reconoció que la pandemia se había propagado por todo el país, los partidos se unieron para hacer cosas dramáticas juntos. La ley CARES (el plan de estímulo aprobado para paliar los efectos del covid) constituyó el 10% del PIB en los Estados Unidos. Nunca habíamos tenido legislación en esa escala y se aprobó después de un impeachment al presidente. La polarización era más feroz y más tóxica que nunca, pero este evento reunió a los partidos. Así que hay circunstancias que pueden hacer posible la unidad, al menos a corto plazo. Pero por sí mismo Biden no puede. Aunque creo que podría ayudarle tener que lidiar con un gobierno dividido, porque no podría aspirar a nada sin apoyo republicano. En cambio, si los demócratas ganaran las dos bancas de Georgia en el Senado, el contexto sería más divisivo, porque habría muchos diciendo “hagamos las cosas que queremos hacer y que los republicanos no quieren”. Pero si ganan los republicanos, Biden podría decirles “lo lamento, muchachos, pero no podemos, necesitamos respaldo republicano para hacer cualquier cosa”. Bajo esas circunstancias, él podría proveer un liderazgo más unificador. Pero no es algo que esté bajo su control. En gran medida, los presidentes están a merced de las circunstancias.
—Todos creen que Biden necesita desesperadamente ganar las dos bancas que se disputan en Georgia para tener el control del Senado (igualaría al Partido Republicano en 50, y Kamala Harris, como vicepresidenta, podría desempatar). Pero usted está diciendo que en realidad le conviene perderlas, porque facilitaría la gobernabilidad. ¿Podría elaborar esta idea?
—Piensa en la tarea que tendría Biden si los demócratas ganaran esos escaños. Tendría que proponer legislación capaz de unificar a todos los demócratas, sin importar cuánto diverjan sus opiniones. Piensa en la composición de la bancada demócrata en el Senado. Todos tendrían que estar de acuerdo. Y además su mayoría en la Cámara de Representantes es lo más estrecha posible, creo que van a ser 222 bancas (sobre 435). No va a poder tener ninguna defección allí tampoco. Habría un tremendo enfrentamiento al interior del partido, entre el centro y el ala izquierda, para dirimir quién tiene el control. Pero con gobierno dividido (con el Senado en manos republicanas) no tendría que enfrentar eso. Porque podría decirle a la izquierda “no podemos hacer esto solos”. Muy pocas veces los partidos tienen éxito legislando con criterios partidistas, ni siquiera cuando tienen mayoría. Y es por las fracturas internas que existen. Es como un resplandor, como un espejismo: crees que por tener mayoría vas a tener la habilidad de hacer cambios profundos, pero no es así. Aunque ganen esas dos bancas, los demócratas no van a poder hacer cosas por su cuenta, pero igual lo van a intentar. Creo que, irónicamente, para Biden será más fácil liderar si los demócratas no ganan. Sé que es contraintuitivo, pero se trata de manejar las expectativas de su propio partido. Es más sencillo si saben que tendrán que pactar con Mitch McConnell (líder de la mayoría republicana en el Senado).
—¿Lo que usted sostiene es que si el Partido Demócrata está en una posición de mayor debilidad se van a moderar las expectativas de transformación de su ala izquierda, lo que disminuiría la presión interna sobre Biden?
—Sí, así es. Es que sus expectativas están infladas. Lo que creen que conseguirían si tuvieran mayoría en ambas cámaras está por encima de lo posible. No podrían hacer una reforma policial ni modificaciones en materia de cambio climático sin 60 votos en el Senado. Eso no va a pasar. Es mejor que tengan que lidiar con McConnell a que estén peleándose entre ellos. Eso le haría más daño a Biden, porque su liderazgo se vería cuestionado por las críticas internas. Los demócratas quedaron decepcionados con el Obamacare (el plan de salud del gobierno de Obama), incluso habiéndolo aprobado. Dijeron que era débil, que favorecía a los intereses farmacéuticos, que no proveía de seguro a todos, que los planes eran muy caros. Y eso que es una de las pocas historias de éxito partidista. Y en 2009 tenían mayorías muy superiores a las que podrían alcanzar ahora. La izquierda necesita un baño de realidad, entender que el poder demócrata no está donde tendría que estar para hacer lo que quiere. No lo digo como partidaria, sino como analista. Esa es la realidad a la que se enfrentan. Por eso, ganar las bancas de Georgia los confundiría en cuanto a cuáles son sus verdaderas posibilidades.
—También es cierto que si los republicanos retienen el control del Senado, quienes pacten con el gobierno de Biden se enfrentan a que Trump los acuse de traidores. Ellos también estarían en una posición difícil. ¿Por qué decidirían cooperar?
—Sí, va a ser duro para ellos. Pero tuvieron que lidiar con eso durante los cuatro años de la presidencia de Trump. Él les exigió una y otra vez que repelieran el Obamacare, pero no lo consiguió. Les pidió acciones en cuestiones migratorias, pero tampoco le hicieron caso. No se plantaron ante él criticándolo directamente, sino cruzándose de brazos. No le decían “estás equivocado”. Simplemente, no hacían lo que les pedía. Así que no es que Trump va a dar órdenes desde fuera del gobierno y los legisladores van a acatar. Si ni siquiera pudo siendo presidente. Sí puede hacer que sus vidas sean menos placenteras.
La polarización como obstáculo para gobernar
Una de las mayores amenazas de la división política extrema es que el no reconocimiento de la legitimidad del adversario lleve a quien gobierna a recortar sus derechos, poniendo en riesgo los fundamentos de la democracia. Lee sostiene que el sistema político estadounidense es lo suficientemente fuerte para resistir el nivel de tensión actual, como lo demostró el hecho de que Trump autorizara el comienzo de la transición. El problema es que, con tanta conflictividad, los gobiernos son cada vez menos efectivos para promover las políticas que creen necesarias para el país.
—En un artículo reciente sostiene que si bien Estados Unidos es hoy más susceptible que en el pasado a lo que llama “insurgencia populista”, el sistema constitucional sigue funcionando de barrera contra el autoritarismo. ¿Sería preciso decir que el gobierno de Trump puso a prueba ese sistema como ningún otro en la historia reciente?
—El sistema estadounidense establece muchas barreras contra cualquiera con intenciones autoritarias. Pero no recuerdo a ningún otro presidente que haya puesto a prueba las vallas de contención del sistema de un modo comparable a Trump. El rango de normas violadas es muy amplio. Y, sin embargo, el Presidente acaba de autorizar que la transición se ponga en marcha. Y eso fue fruto de una decisión tomada por un funcionario electoral desconocido en Michigan. Es la descentralización del sistema lo que se pone en el camino de un líder potencialmente autoritario. Los estados y el Congreso tienen mucho poder. Cada uno de los presupuestos presentados por la administración Trump estaba muerto antes de llegar al Congreso, incluso cuando estaba bajo pleno control republicano. El Gobierno tampoco pudo aprobar los proyectos que envió en materia migratoria, que eran una prioridad. Así que creo que el sistema pudo resistir las ambiciones de Trump. Pero claramente es preocupante ver nuevas vulnerabilidades como resultado de estas pruebas a las que fue sometido.
—¿Que se ponga en duda la transparencia del sistema electoral sería un ejemplo de estas vulnerabilidad?
—Sí. Trump demostró que un líder con un apoyo fuerte y masivo puede conseguir que se ponga en duda si las elecciones son confiables. La mayoría de los republicanos cree que los comicios fueron fraudulentos de alguna manera. Esa es una vulnerabilidad sistémica que antes no habíamos visto. Cuando los perdedores conceden, admiten la legitimidad de su derrota. Ahora tenemos un presidente que se rehúsa y vemos el daño que causa. No es un daño institucional, sino en el liderazgo público.
—Es posible identificar dos explicaciones de la polarización política. Una sería que es resultado de la creciente polarización social, por el aumento de la desigualdad, la globalización y otros fenómenos sociales. Otra, que es fruto de un proceso político autónomo, por cambios en las formas de comunicación y en los liderazgos. ¿Cree que hay una explicación que prevalezca sobre la otra o ambas coexisten?
—Las dos cosas están pasando al mismo tiempo y ambas son importantes para entender la polarización. En el frente sociológico, una clave es la creciente diferenciación racial de los partidos. Los Estados Unidos son cada vez más diversos étnica y racialmente. Fue un proceso lento, que comenzó en los 70, por el cual el país pasó de ser 95% blanco a 61% blanco. Pero mientras el Partido Republicano dejó de diversificarse desde 1990, el Partido Demócrata se volvió más diverso que la totalidad del país. Que la división partidaria se superponga con esta gran división sociológica, racial, es preocupante y promueve la polarización, la demonización del otro. Esta idea de que “ellos no son como nosotros”, o de que “no podemos confiar en ellos”. A esto se suma una competencia feroz por la cual es un país que está dividido 50 y 50. Se ve en los resultados parlamentarios, en los que los republicanos y los demócratas ganan casi la misma cantidad de bancas y las elecciones presidenciales se deciden por un margen muy estrecho. Esto tiende a enardecer la retórica y crea incentivos para no cooperar con el otro, sino para diferenciarse, para incitar a tus votantes en la búsqueda de ganar una mayor cuota de poder en la próxima elección. Entonces, ni bien termina una, empezamos a pensar en la siguiente. Ahora ya estamos hablando de 2022 por este punto muerto en el que están los partidos.
—El sentido común sugiere que si hay mayor polarización y los partidos se radicalizan, las políticas implementadas por el que está en el poder tienden a ser más extremas. Sin embargo, usted sostiene que ocurre exactamente lo contrario. ¿Cómo explica esta aparente contradicción?
—Es la división del poder lo que fuerza a los partidos a negociar. El sistema puede ser muy frustrante para ellos, que necesitan conseguir lo que quieren. Lo único importante que logró aprobar el gobierno de Trump sin negociar con la oposición en los dos años en los que tuvo el control del Congreso, en 2017 y 2018, fue el recorte impositivo. Todo lo demás que pasó en esos dos años de control unificado se hizo sobre bases bipartidistas. Ya sea porque los republicanos no se ponían de acuerdo internamente, o porque no tenían los votos para superar el filibuster (la estrategia de obstrucción parlamentaria que usa la oposición para impedir que avance un debate, que solo se puede romper con 60 votos en el Senado). O sea que ni siquiera los partidos con control pleno pueden obtener lo que quieren. Y el gobierno dividido suele ser la regla: que un partido controle una cámara y el rival la otra. Así ha sido el 75% del tiempo desde 1980. Bajo esas condiciones, no puede pasar nada sin negociación. Están forzados a esos matrimonios sin amor que odian. Entonces, los legisladores se enfrentan a la disyuntiva de no hacer nada o negociar. Eso los fuerza a ellos y a los presidentes a acordar, algo que le costó mucho al gobierno de Trump, porque sus partidarios en el Congreso nunca sabían qué estaría dispuesto a firmar.
—Es que es muy difícil negociar con alguien que es considerado el enemigo, “el pantano que hay que drenar”.
—Pero esas son las circunstancias con las que hay que lidiar. Biden, al ser un veterano de Washington, que estuvo en el Congreso desde los 70, lo sabe muy bien. Así que en su gobierno habrá operadores más experimentados de los que había en el de Trump.
—Recién dijo que una de las razones por las que Trump no consiguió la aprobación de muchas leyes es porque no había acuerdo al interior del Partido Republicano. Es curioso, porque uno pensaría que si los partidos se diferencian cada vez más uno de otro, deberían volverse un poco más homogéneos internamente. ¿Por qué cree que no sucede eso?
—Estados Unidos es un país muy grande y los legisladores son votados todos por separado, por electorados geográficamente diferentes. Un republicano de Alabama es distinto de uno de Utah. No están totalmente de acuerdo, por más que compartan la etiqueta partidaria. Es cierto que los partidos ya no tienen la profunda división ideológica de antes, especialmente los demócratas, que se dividían entre los conservadores del sur y los liberales del norte. Ya no hay facciones tan claras, pero cuando tienen que acordar una legislación importante, se entrometen las diferencias de opinión. Se vio en los intentos de Trump de repeler el Obamacare. El problema fue que muchos senadores republicanos de estados en los que se había expandido el Medicaid (el seguro de salud público para personas de bajos ingresos) no querían perder ese dinero. Al mismo tiempo, otros estados nunca expandieron el Medicaid, así que no se podían poner de acuerdo. Había diferencias de intereses y de opiniones. Y, por supuesto, ninguno tiene autoridad para despedir a nadie. El Presidente no puede deshacerse de los miembros del Congreso que le disgustan porque ellos tienen sus propias bases de apoyo. Los líderes tienen muy poca capacidad para alinear al partido. ¿Cómo se podría disciplinar a un republicano de Alabama, que está seguro de que no va a perder su banca, a menos de que sea un abusador de menores o algo así (risas)?
—En uno de sus últimos libros, que editó junto a su colega Nolan McCarty, se hace una pregunta inquietante en relación con esto, que es si puede Estados Unidos gobernarse a sí mismo con este nivel de conflictividad inter e intrapartidaria. ¿De qué manera afecta todo esto a la gestión gubernamental?
—Hace que todo sea más difícil, hasta las cosas más sencillas y básicas, como aprobar un presupuesto o nominaciones para cargos del Poder Ejecutivo o los tribunales. El funcionamiento de rutina del gobierno se vuelve más difícil en contextos de polarización. Ni hablar de enfrentar problemas mucho más complejos como el cambio climático o desbalances fiscales de larga data. Más que un problema de políticas extremas, lo que hay es deriva y bloqueo. Eso abre la posibilidad de que haya gobiernos fallidos, que no pueden actuar.
—Estados Unidos está ahora ante una paradoja. Al mismo tiempo que en el Congreso no hay mayorías definidas, en la Corte Suprema se acaba de consolidar la mayoría conservadora más clara en un siglo. ¿Qué consecuencias puede tener este contraste en los próximos años?
—En otros momentos históricos también pasó que la composición de la Corte estuvo desalineada con la coalición gobernante en el país. Es producto de que los cargos sean vitalicios y de las circunstancias en las que se crean vacantes en un cuerpo tan reducido. Trump fue increíblemente afortunado al poder nombrar a tres jueces. Pero depende de accidentes históricos que alguien tenga la oportunidad de completar las vacantes de la Corte, depende cuánto viven los magistrados o de cuánto deciden permanecer en el puesto. Pero es cierto que quedó desfasada del resto de la política estadounidense, lo cual es potencialmente peligroso. De todos modos, hay muchas investigaciones que muestran que la Corte suele ser sensible a la opinión pública. Así que creo que, por ejemplo, el Obamacare se va a mantener, aunque el tribunal ahora se incline en favor de los conservadores, porque el público lo aceptó y creo que ya ni los republicanos quieren pelear por eso.
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