El gobierno federal de los Estados Unidos es un coloso que administra un presupuesto de 4,7 billones de dólares y que cuenta con una plantilla de casi 5 millones de empleados civiles y militares, repartidos en múltiples agencias. Tomar el control de esa estructura puede llevar muchos meses para un nuevo gobierno. Por eso, la transición presidencial es un momento crítico, que puede condicionar la primera parte de un mandato.
Tan importante es este proceso, que desde hace tiempo está cuidadosamente regulado y protocolizado. Algunas pautas las establece la costumbre, pero muchas otras fueron establecidas por la Ley de Transición Presidencial sancionada en 1963. Su finalidad es que haya un traspaso de mando progresivo, a través de un cogobierno que comienza en los días posteriores a la elección y concluye el 20 de enero siguiente, cuando asume el nuevo presidente.
Nada de eso va a pasar por el momento. A más de diez días de los comicios y a una semana de que el consenso de analistas y observadores independientes diera ganador a Joe Biden con al menos 290 electores —20 más de los que necesita para ser presidente—, Donald Trump se niega a aceptar la derrota. Dice que él es el legítimo ganador y que su rival solo lo supera sumando “votos ilegales” por medio de un fraude. A pesar de no haber presentado ninguna evidencia de irregularidades a gran escala, cree que la Justicia le va a dar la razón. Al menos eso es lo que dice.
Es cierto que el resultado de la elección no es todavía oficial. Primero, las autoridades de cada estado tienen que certificar quién ganó en su territorio, lo que puede demandar semanas. Luego, el 14 de diciembre, se reúnen los electores de cada jurisdicción y sufragan por el candidato para el cual fueron electos. Y, finalmente, el 6 de enero el Congreso cuenta los votos electorales. Solo entonces el resultado pasa a ser oficial.
Si siempre se esperara tanto tiempo, nunca habría transición. Por lo general, basta el recuento provisorio de los votos para que el perdedor reconozca al ganador y se ponga en marcha el cambio de mando. No está claro si Trump va a estar dispuesto a eso en algún momento, ni siquiera después de que los tribunales desestimen sus reclamos.
“Normalmente, los funcionarios clave del gobierno saliente empiezan a compartir información con los miembros del nuevo equipo, especialmente en áreas como seguridad nacional. De hecho, se establecen oficinas casi paralelas durante un tiempo, para facilitar la transición. Esto se debe en parte a que la tarea es inmensa para la administración entrante. Hay presupuestos multimillonarios, más de dos millones de empleados civiles y dos millones de empleados militares, y unos 4.000 nuevos nombramientos por hacer. El caos de Trump impugnando los resultados hace mucho más difícil para Biden lograr una transición exitosa”, explicó Paul Teske, decano de la Escuela de Asuntos Públicos de la Universidad de Colorado en Denver, consultado por Infobae.
Lo que se espera de una transición
La transición de Herbert Hoover a Franklin D. Roosevelt entre 1932 y 1933 fue una de las más caóticas de las que hay memoria. Los Estados Unidos y el mundo estaban sumergidos en la Gran Depresión y el gobierno carecía de respuestas. Tras perder los comicios y quedarse sin la reelección que buscaba, Hoover le ofreció a su rival demócrata un acuerdo para terminar su mandato lo mejor posible, pero Roosevelt lo rechazó. La imagen del presidente estaba tan desgastada, que no quería contaminarse ni comenzar su gobierno condicionado por un pacto con su antecesor.
Durante 20 años no volvió a haber una verdadera transición. Avalado por el éxito del New Deal para recuperar la economía, y luego por el estado de excepción en el que ingresó el mundo por la Segunda Guerra, Roosevelt fue reelecto tres veces y gobernó hasta su muerte, en 1945. Ese exceso fue el que derivó en la enmienda constitucional que fijó en dos el máximo de mandatos presidenciales. A Roosevelt lo sucedió su último vicepresidente, Harry S. Truman, que a su vez ganó las elecciones de 1948.
En 1952, cuando Dwight D. Eisenhower ganó las elecciones, Truman consideró que era indispensable que se interiorizara en los pormenores de la administración antes de asumir. Es que habían pasado dos décadas desde la última vez que el Partido Republicano se hacía cargo y el gobierno de los 50 no tenía nada que ver con el de los 30. Esa transición es considerada un modelo que marcó la pauta para las siguientes.
“Como muchas cosas en los Estados Unidos, la transición presidencial se rige más por normas y tradiciones que por leyes —dijo Teske—. Normalmente, después de que los resultados de las elecciones son claros, el perdedor concede, y si es el mandatario en ejercicio, se compromete a ayudar al equipo del presidente electo. Se suele decir que los Estados Unidos se definen en cierta medida por lo ordenados que son los traspasos de poder, en contraste con muchas otras naciones en las que eso no sucede”.
El gobierno de Truman elaboró lo que desde entonces se conoce como The Plum Book, un libro en el que se detallan los miles de cargos políticos nombrados por el presidente que se va, que pasan a estar a disposición del que llega. También fue Truman quien creó una institución que se volvería central en el cambio de mando: la Administración General de Servicios (GSA por la sigla en inglés).
Esta agencia independiente tiene la misión de ordenar, facilitar y modernizar el funcionamiento de la burocracia federal. Con un presupuesto de USD 21.000 millones y cerca de 12.000 empleados, se encarga de que las oficinas públicas estén en condiciones, de que las distintas dependencias tengan los insumos que necesitan para hacer su trabajo y de agilizar la gestión a través de la incorporación de tecnología.
Muchas de las prácticas que se hicieron costumbre a partir de Truman se pusieron por escrito en la Ley de Transición Presidencial de 1963. Una de las más importantes es que el presidente electo empiece a recibir de inmediato informes clasificados de seguridad nacional, para que esté al tanto de las potenciales amenazas y de las operaciones de Defensa que están en marcha.
“La ley exige que el presidente en ejercicio designe a funcionarios en cada organismo como enlace con la administración entrante para ayudar en la transición. Básicamente, la idea es asegurar que haya un gobierno efectivo tan pronto como sea posible después de la toma de posesión. También se estipulan recursos para el presidente electo. Esto le permite comenzar el proceso de selección de candidatos para nombramientos en puestos importantes y acceder a información sobre el funcionamiento del gobierno, incluyendo reportes sobre seguridad nacional, que son necesarios para garantizar la continuidad en el área de relaciones exteriores y defensa”, dijo a Infobae Jack M. Beermann, profesor de derecho administrativo de la Universidad de Boston.
La normativa dispone además que el estado federal le conceda al nuevo gobierno un espacio físico y un presupuesto —valuado actualmente en USD 9,9 millones— para pagarle al personal que empieza a trabajar con los funcionarios que están de salida, para ponerse al tanto de la marcha de la administración en las distintas áreas. La logística está a cargo de la GSA. Por eso, la transición comienza cuando su titular reconoce al ganador de las elecciones como presidente electo.
“Habitualmente, las transiciones se llevan a cabo de una manera muy profesional, con el presidente saliente actuando cordialmente y tratando de ayudar a la administración entrante, aunque sea del partido político contrario. La de 2008 fue una transición modelo, el gobierno de George W. Bush ayudó mucho al equipo de Barack Obama. En 2016, el Gobierno preparó libros con informes detallados y estuvo dispuesto a ayudar a la administración de Trump, pero esta no estaba bien organizada y no aprovechó al máximo los ofrecimientos de colaboración por parte de los funcionarios de Obama”, sostuvo James Pfiffner, profesor emérito de la Escuela de Políticas y Gobierno de la Universidad George Mason, en diálogo con Infobae.
Sin la aprobación de la GSA, el equipo del nuevo gobierno no puede ingresar a las oficinas federales para empezar a trabajar, ni recibir los fondos correspondientes. Como el presidente nombra directamente a su titular, si él no reconoce el triunfo de su adversario, difícilmente lo haga su subordinado a cargo de la GSA.
La amenaza de un traspaso caótico
Trump designó a Emily W. Murphy como administradora de la GSA en diciembre de 2017. Hasta ahora, su nombre había pasado totalmente desapercibido. Por lo que se sabe, no había reproches hacia su trabajo. Pero quedó en una posición extraordinariamente incómoda tras las elecciones del 3 de noviembre.
Desde comienzos de la semana, la campaña de Biden le exige a Murphy que lo reconozca como presidente electo y le facilite lo que necesita para empezar la transición. Pero, por el momento, ella se niega a certificarlo como ganador de los comicios, a pesar de que la regla informal es que quien está el frente de la GSA firme una carta con la certificación en las horas posteriores a que los principales observadores consideren que el resultado es irreversible y hay un ganador claro.
El Centro para la Transición Presidencial, una organización apartidaria, compuesta por ex funcionarios demócratas y republicanos, también urgió a Murphy a evitar más dilaciones. “Aunque haya disputas legales que deberán ser resueltas, el resultado es lo suficientemente claro. El proceso de transición debe comenzar ahora”, dijo la institución en un comunicado.
Sin embargo, Murphy insiste en que no hay un ganador oficial y afirma que por las demandas judiciales que presentó Trump en múltiples estados, hipotéticamente, se podrían revertir los resultados, aunque por alguna razón que los abogados republicanos no han podido brindar hasta ahora. Un vocero de la GSA sostuvo que están cumpliendo la ley, siguiendo “el precedente establecido por la Administración Clinton en 2000”.
James D. King, profesor de ciencia política de la Universidad de Wyoming, cree que los argumentos presentados por la GSA son “poco convincentes”. "Ninguna elección es oficial hasta que funcionarios autorizados certifican los resultados en cada estado y el recuento de los votos en el Colegio Electoral no es oficial hasta que los votos son certificados por el Congreso el 6 de enero. No obstante, la administración saliente ha cooperado con el aparente presidente electo en todas las elecciones recientes. Incluso en las de 2000, cuando pasó más de un mes mientras se resolvían las cuestiones jurídicas y se oficializaban los votos en Florida, hubo cierto nivel de cooperación entre la administración Clinton y el equipo de Bush”, dijo a Infobae.
La referencia a la transición 2000-2001 no es casual, ya que es la única que podría compararse a la actual. Semanas después de los comicios en los que Bush obtuvo menos votos que el entonces vicepresidente Al Gore, pero dos electores más de los necesarios para ser presidente, la GSA seguía sin reconocerlo como mandatario electo. Claro, en ese caso el problema estaba concentrado en Florida. Quien ganaba el estado conseguía la mayoría en el Colegio Electoral, pero Bush aventajaba a Gore por apenas 500 votos, lo que dio lugar a un discutido recuento, en medio de la denuncia de que a muchas personas no se les había permitido sufragar.
“En el año 2000, la transición se retrasó porque no se sabía quién había ganado las elecciones —dijo Beermann—. Solo después de que Al Gore aceptó la derrota, tras el fallo de la Corte Suprema en su contra, la GSA le prestó a Bush ayuda para el traspaso. Eso ocurrió el 13 de diciembre, más de un mes después de los comicios. Antes de eso, el equipo de Bush venía exigiendo a la GSA que lo reconociera como ganador, pero esta se negaba. Algo así podría suceder de nuevo, pero si va mucho más allá del 1 de diciembre, creo que los colaboradores de Biden acudirán a los tribunales federales para tratar de forzar a la GSA a actuar. Es difícil predecir lo que sucederá porque es algo sin precedentes”.
Las diferencias entre esta elección y aquella son notorias. Para empezar, Bush se impuso en el Colegio Electoral por 271 a 266. Biden se está imponiendo por 290 a 217. La suma no incluye Georgia, el único estado donde se está realizando un recuento, donde la diferencia a favor de Biden es muy superior a la que tenía Bush en Florida: son casi 15.000 votos. El candidato demócrata no solo podría permitirse perder Georgia. Incluso si se encontraran irregularidades en Pensilvania, el más grande de los que Trump cuestiona, y perdiera sus electores, sumaría 270, justo lo que necesita para ganar.
En donde puede haber coincidencias es en el grado de animosidad entre las partes. La Oficina de Contabilidad General, brazo auditor del Congreso, difundió en 2001 un informe en el que daba cuenta de graves actos de vandalismo en la Casa Blanca por un valor de entre USD 13.000 y USD 14.000 entre rotura del mobiliario, robos y pintadas en los baños contra el presidente entrante. De todas maneras, el mismo reporte aclaraba que se habían registrado incidentes similares en otras transiciones y que no podía determinar si las de ese año habían sido más graves.
Al margen de las tensiones, dos semanas antes de que la GSA reconociera a Bush como presidente electo, Clinton autorizó que empezara a recibir informes clasificados de inteligencia. Porque ese es el aspecto más crítico del proceso.
“La principal consecuencia de una demora en las operaciones de traspaso de mando es que la administración Biden se verá retrasada en su lanzamiento el 20 de enero. Un presidente tiene que seleccionar aproximadamente 4.000 funcionarios, de los cuales hay 1.200 que requieren confirmación del Senado. Si tarda en identificar y nombrar a estas personas se produce un efecto dominó que posterga el desarrollo de las políticas de gobierno. En campos como la seguridad nacional y la salud pública en un año crítico como este, tales retrasos pueden tener un impacto significativo”, afirmó King.
La comisión que investigó los atentado del 11 de septiembre de 2001 concluyó que uno de los factores que contribuyeron con el desastre que le impidió a las agencias de seguridad prever y responder de manera temprana al ataque fue la accidentada transición. Es que los dos meses que pasan entre la elección y la asunción son cruciales para definir las políticas centrales del gobierno, ya con toda la información disponible, pero con la ventaja de no tener aún la responsabilidad de gobernar. A partir del 20 de enero, la planificación se superpone con la gestión.
Que Biden no esté recibiendo el Informe Diario Presidencial, donde se reportan las novedades más importantes en materia de seguridad nacional, es lo que más inquieta a sus colaboradores. Porque ni siquiera ven señales de que Trump esté dispuesto a facilitarle el acceso a esos informes incluso una vez que se caigan todos sus planteos judiciales.
Los demócratas en el Congreso están estudiando sus opciones. Esta semana enviaron una carta pidiendo explicaciones a Murphy y evalúan presentar una demanda en su contra, para forzarla a habilitar la transición. Pero, por lo bajo, admiten que es difícil que un juez acepte. En definitiva, siempre tendrá a su favor el argumento de que el resultado no es “oficial”. Es que las transiciones operan bajo la premisa de la buena fe entre el presidente saliente y el entrante. Algo muy difícil de imaginar en este contexto.
La esperanza está depositada en el Partido Republicano. En los últimos días, cada vez más dirigentes admiten que Biden ganó y le exigen a Trump que le dé acceso a la información crítica que necesita para preparar su presidencia. El senador James Lankford, de Oklahoma, fue uno de los primeros que se manifestó en ese sentido.
Luego se sumaron otros como Charles E. Grassley, de Iowa, que es el senador republicano que lleva más tiempo en la cámara, de la que es además presidente pro tempore; y Lindsey Graham, de Carolina del Sur, una de las principales espadas legislativas de Trump. Si la presión interna es demasiado fuerte, puede que el presidente no resista y termine aceptando el comienzo de la transición, incluso sin admitir públicamente la derrota.
Lo único que podría salvar a Biden de cometer errores graves al comienzo de su gobierno producto de un traspaso desordenado es su experiencia. Desde Richard Nixon no asumía la presidencia un dirigente de tanta trayectoria, que fue senador durante 36 años consecutivos y vicepresidente durante ocho. Biden volverá a la Casa Blanca apenas cuatro años después de haberla dejado, así que tiene un conocimiento del que carece la mayoría de los presidentes al asumir.
“Trump le está haciendo daño a los Estados Unidos al decir a sus seguidores, sin ninguna prueba, que hubo fraude. Pero, como el equipo de transición de Biden está formado por personas muy calificadas, la falta de acceso a los materiales informativos no será devastadora. Muchos han tenido experiencia en la administración de Obama, y podrán sacar adelante la transición tan pronto como desembarquen en los organismos. El único peligro real es que se retrase la preparación en materia de seguridad nacional y se dificulte la cooperación para posibles emergencias. Espero que otros republicanos finalmente se impongan a Trump y lo persuadan de admitir su derrota para que el traspaso se desarrolle en circunstancias más normales”, sostuvo Pfiffner.
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