Este artículo fue publicado originalmente en Americas Quarterly
Durante mis ocho años como vicepresidente, liderar el compromiso de los Estados Unidos con nuestros aliados a través del hemisferio occidental fue uno de los desafíos más gratificantes de mi gestión en la Casa Blanca. Inicialmente, el avance fue lento. La confianza entre los Estados Unidos y nuestros vecinos se encontraba en niveles muy bajos debido a los desacuerdos sobre la guerra en Irak, el impacto de la crisis económica de 2008, un creciente desacuerdo con respecto a la política de los Estados Unidos hacia Cuba y una percepción general en la región que habíamos perdido interés.
Cuando el presidente Obama y yo terminamos nuestro período en la Casa Blanca, habíamos establecido una nueva base de cooperación en nuestra región centrada en la responsabilidad compartida, el respeto mutuo y trabajar como socios. Incluía una mayor y más profunda relación con México, una agenda global de cooperación con Brasil, la revitalización de nuestro compromiso con Centroamérica, la reconstrucción de Haití después del terremoto, el restablecimiento de las relaciones diplomáticas con Cuba, el apoyo al histórico proceso de paz en Colombia, una mejora a la seguridad energética en el Caribe, la expansión del comercio y el establecimiento de relaciones de colaboración con países en toda la región.
Esto no quiere decir que fuimos perfectos, ni mucho menos. Otros asuntos internacionales competían por nuestra atención y los desafíos arraigados de la pobreza, la violencia y la corrupción continuaban frenando el crecimiento y la oportunidad, particularmente en El Salvador, Guatemala y Honduras. Pero por primera vez, fue posible imaginar un hemisferio seguro, de clase media y democrático, desde el norte de Canadá hasta la punta sur de Chile.
Durante los dos últimos años, esa base para la cooperación ha sido destruida sin necesidad, pero decisivamente. Nuestros vecinos, incluyendo a algunos de nuestros aliados más cercanos y socios comerciales más grandes, han soportado un torrente de antagonismo por parte de nuestro presidente. Canadá y México han sido acosados repetidamente, mientras que los países de Centroamérica y el Caribe han sido ridiculizados con epítetos despectivos. El presidente ha cancelado ya dos visitas a Colombia, nuestro aliado clave en temas de seguridad regional, y ha retrotraído los viajes y el comercio que le permitieron a los empresarios y familias cubanas una mayor independencia del estado comunista. Las escenas angustiosas que vimos el verano pasado de niños arrancados de los brazos de sus padres en nuestras fronteras no serán olvidadas por ninguno de nuestros socios. Y, en abril pasado, el presidente Trump se convirtió en el primer presidente de los Estados Unidos en no asistir a una Cumbre de las Américas, el principal foro regional establecido por los EE.UU. en 1994 para impulsar una agenda regional que corresponda con nuestros intereses nacionales. En resumen, esta administración ha gratuitamente renunciado a nuestro liderazgo en las Américas.
Vacío de liderazgo
Nuestra desconexión se da mientras otros están avanzando en la región. China es ahora el socio comercial más grande o segundo más grande de prácticamente todos los países en el Cono Sur, y los chinos han logrado convencer a la República Dominicana, El Salvador y Panamá que no reconozcan diplomáticamente a Taiwán. Rusia también está expandiendo su alcance en Latinoamérica y el Caribe. Nuestros rivales geopolíticos están llenando con entusiasmo el vacío de liderazgo mientras que los Estados Unidos se echa para atrás.
Es vital que mantengamos nuestro papel como líder en la región – no porque tememos competencia, sino porque el liderazgo de EE.UU. es indispensable para superar los persistentes desafíos impidiendo el máximo potencial de nuestra región. China y Rusia buscan beneficios económicos y diplomáticos, pero no invierten en instituciones democráticas o buena gobernanza. Nosotros sí, porque el éxito de nuestros vecinos nos beneficia y sus pugnas nos impactan.
Si las economías en Latinoamérica no están creciendo por la corrupción, si la violencia desenfrenada empuja a las personas fuera de sus hogares en búsqueda de seguridad en otros lugares, o si los autócratas socavan las instituciones democráticas y abusan de los derechos humanos en sus países, todo eso también nos afecta. Negarse a liderar (cerrar nuestra frontera, esconderse detrás de muros, retirarse de la región) no hará nada para ayudar a estos países a abordar la raíz de estos problemas.
Veamos, por ejemplo, el problema de la corrupción. Es un cáncer que erosiona la capacidad de las naciones para gobernar, disuade inversiones extranjeras cruciales y puede metastatizarse en una crisis de legitimidad en las democracias frágiles. Desde los Papeles de Panamá al escándalo de la Operación “Lava Jato” en Brasil, hasta el rampante nepotismo en Venezuela y Nicaragua, tenemos amplia evidencia de cómo la corrupción socava el progreso en la región. Los latinoamericanos están hartos de tanta corrupción sistémica.
Entre 2014 y 2016 visité Guatemala tres veces para apoyar el trabajo de la Comisión Internacional Contra la Corrupción respaldada por la ONU, conocida como CICIG. Dejé claro que el apoyo financiero de los Estados Unidos hacia Guatemala dependía de que CICIG continuara su trabajo. De hecho, cuando el ex presidente de Guatemala, Otto Pérez Molina, fue posteriormente arrestado por corrupción por cargos presentados por la CICIG, él me culpó. El apoyo de nuestra administración, y el intenso compromiso personal con los líderes regionales, fue fundamental. Por primera vez, el pueblo de Guatemala comenzó a sentir que nadie estaba por encima de la ley.
Sin embargo, en agosto de 2018, cuando el presidente Jimmy Morales anunció que no renovaría el mandato de la CICIG, flanqueado por el liderazgo militar, con vehículos del ejército donados por los Estados Unidos en una demostración de fuerza frente a la sede de la CICIG y la Embajada de los Estados Unidos, el Secretario de Estado Pompeo llamó a Morales para ofrecer el apoyo de los Estados Unidos. No pudo haber mensaje más claro para los cleptócratas en toda la región de que Estados Unidos ya no está comprometido a la lucha contra la corrupción. Eso nos duele a todos.
La seguridad amerita respeto
Veamos también la difícil decisión de migrar, particularmente de Centroamérica, donde muchos huyen del crimen, la violencia, la persecución y la falta de oportunidades. Proteger nuestras fronteras, hacer cumplir nuestras leyes migratorias y desempeñar nuestras obligaciones humanitarias es un mandato arduo, pero podemos, y debemos, hacer las tres cosas a la vez.
En el verano de 2014, el presidente Obama me pidió que dirigiera nuestra respuesta cuando, aproximadamente, 68,000 menores de edad cruzaron la frontera sin acompañamiento de adultos.
En vez de implementar políticas draconianas o lanzar gases lacrimógenos a civiles, trabajamos estrechamente con el Congreso para ayudar a los gobiernos centroamericanos en abordar las causas que llevan a sus ciudadanos a dejar sus hogares. Desarrollamos un programa de 750 millones de dólares para ayudar a combatir la corrupción y la trata de personas, aumentar los ingresos nacionales y la recaudación de impuestos – y condicionamos nuestro aporte en base a resultados concretos. Durante nuestros últimos años en la Casa Blanca, Honduras reorganizó su fuerza policial para erradicar la corrupción generalizada; Guatemala recolectó cientos de millones de dólares de compañías evasoras de impuestos; y la cooperación ampliada entre nuestras unidades transnacionales contra las bandas criminales y las fuerzas policiales en Centroamérica resultó en exitosas operaciones como la acusación de 37 miembros de la organización criminal MS-13 en Charlotte, Carolina del Norte, en mayo de 2015.
Estos son desafíos serios que impactan la seguridad de los ciudadanos estadounidenses. Requieren liderazgo serio y considerado. Culpar a los inmigrantes puede brindar beneficios políticos a corto plazo, pero no resuelve los problemas ni previene que más migrantes traten de llegar a los Estados Unidos. Necesitamos políticas que reflejen el corazón y la dignidad de nuestra nación. Políticas que respeten nuestras leyes y la protección de nuestras fronteras, así como nuestras obligaciones humanitarias internacionales. También necesitamos invertir el capital político necesario para reformar nuestro fracasado sistema de inmigración..
Finalmente, los Estados Unidos necesita ser un aliado activo para defender el carácter democrático de nuestra región. Este ha sido un reto persistente, uno sobre el cual los Estados Unidos no siempre se ha pronunciado. Pero en vista de las tendencias nacionalistas y populistas que surgen una vez más en la región, y de las crecientes amenazas de autócratas y sus secuaces, hace falta, hoy más que nunce, liderazgo estadounidense basado en principios.
En vez de respetar la voluntad de sus pueblos, los gobiernos de Nicolás Maduro en Venezuela y de Daniel Ortega en Nicaragua han confrontado a manifestantes pacíficos con fuerza, hasta con matones armados. Han encarcelado a sus adversarios políticos y han limitado las libertades de expresión y asociación necesarias para el diálogo político. En Venezuela, funcionarios del gobierno han malversado miles de millones de dólares del Estado, siempre mientras el pueblo venezolano lucha por encontrar alimentos y medicinas. Es una afrenta en contra de los valores democráticos.
No obstante, hasta esfuerzos razonables de esta administración para presionar a Maduro y Ortega han sido socavados por la politización, la mala ejecución, y los torpes eslóganes. Los esfuerzos diplomáticos más fuertes y las sanciones más intensas contra Venezuela se han visto empañadas por la belicosidad de amenazas militares y esfuerzos mal encarrilados para involucrarse con golpistas. Respuestas similares a los disturbios civiles y la represión estatal a principios de este año en Nicaragua produjeron pocos resultados en la medida en que ese país se asienta en una “nueva normalidad” intolerable. Esta administración ha demostrado su voluntad de capitalizar políticamente estas crisis, pero acciones como la continuada deportación de venezolanos y el intento de revocar el “estatus de protección temporal” a los nicaragüenses demuestran poca preocupación por el pueblo venezolano o el nicaragüense.
Los gobiernos tienen la responsabilidad fundamental de respetar los derechos universales de sus ciudadanos. Nuestra región acoge ese precepto en la Carta Democrática Interamericana, lo que significa que todos los países de este hemisferio, incluidos los Estados Unidos y nuestros amigos y adversarios, tienen el deber de apoyar a los pueblos de las Américas. Todos nuestros ciudadanos quieren las mismas cosas básicas: un trabajo que pague un salario justo y ponga comida en la mesa, educación para nuestros hijos, seguridad para nuestras familias, respeto por los derechos humanos y las libertades fundamentales, un sentido de oportunidad y la esperanza en un mañana mejor. La región solía mirar hacia los Estados Unidos para avanzar en estos temas. Pero si empañamos nuestro ejemplo, debemos esperar que busquen otras opciones.
Lazos resilientes
La ruptura de las relaciones entre los Estados Unidos y Latinoamérica en tan poco tiempo es sorprendente, pero no se encuentran sin reparo. Los valores compartidos y la historia que vincula los Estados Unidos a Latinoamérica, al Caribe y a Canadá han demostrado durabilidad y resiliencia a lo largo de tiempos difíciles y varias recalibraciones. Sin embargo, debemos tomar medidas, y pronto, para asegurar que la brecha actual no se profundice y cree una división que tome una generación para remediar.
Necesitamos garantizar que el liderazgo estadounidense continúe siendo una fuerza que impulse cambios positivos en la región, que les permita a nuestros países prosperar y crecer. Debemos buscar las oportunidades que brinden una mayor integración energética, que continúen combatiendo el flagelo de la corrupción y que compartan los beneficios del comercio en general, que mejoren nuestra seguridad compartida y que reconstruyan la cooperación multilateral en el hemisferio. Y debemos asegurarnos de que cuando se reúna la próxima Cumbre de las Américas en 2021, esté un presidente de los Estados Unidos en la mesa, listo para guiar a nuestra región hacia el futuro que todos nuestros pueblos merecen.