Hay que remontarse hasta 1976 para encontrar una elección presidencial en la que un candidato demócrata se impuso en Texas. En esa ocasión fue Jimmy Carter, que derrotó a Gerald Ford, que buscaba la reelección tras completar el mandato para el que Richard Nixon había sido electo en 1972. Desde entonces, este estado de la región centro-sur de los Estados Unidos ha sido confiablemente rojo, el color que identifica al Partido Republicano.
El triunfo de Donald Trump en 2016 ratificó la tendencia. Si bien en la totalidad del país obtuvo casi tres millones de votos menos que Hillary Clinton, ganó en el Colegio Electoral porque la venció en más estados. En esa disputa, Texas fue clave, porque es el segundo más poblado del país, con 29 millones de habitantes, y el segundo en cantidad de votos electorales (38). Trump le sacó nueve puntos de diferencia a la ex secretaria de Estado: se impuso por 52,2% a 43,2 por ciento.
Pero el panorama luce muy diferente en las elecciones de este año. A tres días de los comicios, el presidente tiene una ventaja muy exigua, de apenas un punto porcentual, es decir, inferior al margen de error de los estudios de opinión pública. De acuerdo con el promedio ponderado de las principales encuestas que realiza el sitio especializado FiveThirtyEight, Trump se impone a Joe Biden por 48,1% a 46,8 por ciento.
La disputa está tan pareja que hace solo una semana el candidato demócrata llegó a estar arriba por unas centésimas, al sumar 47,6%, frente a 47,5% del postulante republicano. Esta paridad se aprecia desde el comienzo de la campaña, y contrasta con lo que ocurrió en 2016, cuando en los dos meses previos a las elecciones Trump conservó siempre una ventaja de entre seis y diez puntos sobre Clinton.
Estos números hacen sospechar que Texas puede dejar de ser un estado rojo y convertirse en uno púrpura o pendular, como se conoce a los que oscilan entre republicanos y demócratas de una elección a otra. El ejemplo por excelencia es Ohio, que desde hace 50 años acompaña los cambios de época y el partido que gana allí termina quedándose con la presidencia.
Este fenómeno podría ser coyuntural, consecuencia de la decepción de algunos texanos con la gestión de Donald Trump y de que miren con buenos ojos al moderado Biden. No obstante, hay algunos indicios de que puede ser el resultado de una transformación más profunda, vinculada a los cambios demográficos que experimentó el estado en los últimos años.
El 39,4% de la población de Texas es de origen latino, la proporción más alta del país después de Nuevo México, con 48,8 por ciento. Es un proceso que se está profundizando, porque a principios de siglo los hispanos representaban el 32 por ciento.
Este es un dato muy significativo en términos políticos, ya que los latinos se han sentido históricamente más representados por los demócratas. Una encuesta realizada el año pasado por el Pew Research Center mostró que el 63% a nivel país se siente identificado con ese partido, frente a solo un 29% que se manifiesta más cerca de los republicanos. Lo mismo se ve entre la comunidad latina de Texas: en ese subgrupo, Biden le saca 24 puntos de ventaja a Trump, de acuerdo con una encuesta difundida esta semana por Telemundo.
A pesar de la expectativa de los demócratas, que aspiran a dar la sorpresa y a quedarse con un estado que haría irreversible su triunfo a nivel nacional, el escenario más factible sigue siendo una victoria de Trump. En cualquier caso, lo que parece irremediable es el alejamiento de Texas de los estados considerados puramente rojos y su ingreso en el universo de los pendulares, capaces de cambiar de color de una elección a otra.
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