FILADELFIA (EEUU) - “¡Lo que hizo el Papa! Lo que hizo el Papa...”. Trescientas personas sin barbijo contienen la respiración en la misa que se está celebrando en la iglesia baptista de Chadds Ford, en el sur del Estado de Pensilvania. Absortos, tienen la vista puesta en Alan Griffith, el veterano pastor que no puede creer lo que anunció Francisco un par de días antes: está a favor de las uniones civiles entre personas del mismos sexo.
Y eso, en esa zona de Pensilvania, es mayoritariamente visto como una locura, mucho más que un pecado. Pero Pensilvania es diversa, muy diversa, y grande, bastante grande. Tan grande que es el Estado al que más atención le están prestando Donald Trump y Joe Biden en la recta final de la campaña. Visitan una y otra vez el que se asemeja a un enorme tubo de ensayo, a un Estados Unidos en miniatura. Esos 120.000 kilómetros cuadrados que pueden determinar quién ingresará como presidente a la Casa Blanca el 20 de enero de 2021.
En 2016, el estado le dio la espalda a Hillary Clinton y catapultó a Trump a la Casa Blanca. Las encuestas muestran esta vez a los demócratas en ventaja, aunque un tropiezo de Biden en el debate de la semana pasada, su anuncio de que limitaría la industria petrolera y el fracking como sistema de extracción, podría jugarle una mala pasada. Trump olió sangre, y cuatro días más tarde visitó tres ciudades de Pensilvania, un estado en el que el fracking es esencial.
“Los demócratas hablan de covid, covid y covid. Es de lo único que hablan”, criticó Trump, que optó por su propio monotema: petróleo y fracking, una y otra vez la cantidad de veces que sea necesario. Todo vale para arañar a Biden unos votos que pueden ser cruciales de cara al número mágico, los 270 que se necesitan para la mayoría absoluta en el Colegio Electoral.
El Philadelphia Inquirer sintetizó con acierto la situación que se vive al presentar en su primera plana del último domingo un extensísimo artículo bajo el titular “Los estados divididos de Pensilvania”. Para escribirlo, el periodista Jonathan Tamari recorrió durante días el Estado, de Este a Oeste, habló con todo tipo de gente y visitó decenas de ciudades y pequeños pueblos. ¿La conclusión? “En Pensilvania hay gente que vive en mundos aparte, cultural, demográfica y políticamente”.
Lo mismo sucede a nivel nacional. Hablar de “Estados Unidos” y los “estadounidenses” es un reduccionismo. Poco tienen que ver un aspirante a “tiburón” de Wall Street con un trabajador de la industria petrolera en Texas, con el dueño de una plantación en Mississippi y con una madre latina en Arizona, una ingeniera en sistemas en Silicon Valley o un vaquero en Dakota del Norte. Hay progresistas, ultrarreligiosos, de derecha, de izquierda... Pero todos pueden votar y decidir qué rumbo toma Estados Unidos, ese país que históricamente influye como ningún otro en el mundo.
En Pensilvania, muy poco tienen que ver Griffith, el pastor de Chadds Ford, con Darius, un hombre afroamericano que se gana la vida conduciendo un Uber en Filadelfia. Es el contraste entre la vida rural y acomodada de las pequeñas comunidades y la no siempre sencillas de las ciudades.
“Yo no tengo nada contra los blancos, pero quiero que mis hijos vivan en un buen suburbio, que se puedan comprar una casa y que no los miren mal ni los discriminen por ser negros”, explica Darius a Infobae mientras recorre las calles de Filadelfia, una ciudad en la que el 55 por ciento de la población es “no blanca”. Non-white, como dicen los estadounidenses, que analizan su población en función de múltiples distinciones raciales. Se habla incluso de blancos, negros y marrones. Un latino, por ejemplo, no es blanco. Es marrón.
Podría pensarse que Darius, que ya bien entrado en sus 50 conduce un Uber, votará a Biden. Pero no, no está claro, aunque en Filadelfia, donde uno de cada cuatro habitantes vive en la pobreza, sea una tradición que los demócratas arrasen en las presidenciales. Allí, en la ciudad en la que se aprobó la declaración de independencia y la Constitución, Hillary Clinton obtuvo el 80 por ciento de los votos en 2016.
“Obama no hizo nada por nosotros, nada. De hecho, se nos detuvo con mucha más frecuencia que antes. Trump puso un montón de dinero para los negros, nos dio dinero. Y con Bush hijo nunca tuve problemas para conseguir buenos trabajos. Voy a votar, pero no sé a quién, Biden no me convence”.
Dos días después de la conversación con Darius, Filadelfia estalló. La policía mató en la noche del lunes a Walter Wallace jr., un hombre negro de 27 años. Los uniformados alegaron que Wallace tenía un cuchillo, y las protestas y disturbios sacudieron la ciudad a partir de esa noche.
“Las protestas son totalmente legítimas, pero no hay excusas para la violencia y los robos. Los mismos padres de Wallace dijeron que eso no ayuda en nada para su causa”, diría Biden el miércoles tras votar por adelantado en Delaware.
John Denning, de 32 años, no sabía que esas calles de Filadelfia por las que caminaba serían tomadas por la rabia y la violencia. Estaba pasando un fin de semana en la ciudad con su madre, Laureen, y un grupo de amigos cuando se cruzó con Infobae. Viven en la Florida y en Colorado, los seis integrantes del grupo ya votaron. John lleva una mascarilla con un mensaje inequívoco: Biden-Harris.
“Me alegré de que Trump tuviera el virus, porque decía que era mentira”, comenta Laureen, que pone gesto de resignación cuando se le pregunta por la ultraveloz recuperación del presidente: “Le dieron cosas que solo le dan al presidente de Estados Unidos”.
John le teme a un segundo mandato del republicano: “Sin la obligación ya de luchar por la reelección, se va a sentir más libre que nunca”.
No tiene esas preocupaciones Griffith, el pastor baptista que a la mañana siguiente hipnotiza con su sermón a los fieles en Chadds Ford, a una hora y media de Filadelfia.
“La situación en este país es muy tensa. Los dos candidatos tienen problemas personales. No aceptan la palabra del salvador”, dice Griffith a Infobae mientras la iglesia se vacía. “Pero entonces yo tengo que mirar más allá del hombre y concentrarme en lo que quieren para Estados Unidos, en qué proponen. Y ahí tengo que optar por Trump, que está en contra del aborto, que no quiere matar al no nacido. Biden está a favor”.
El pastor no es ciego. Dice que a veces se ríe y otras veces se toma la cabeza ante las cosas que dice Trump. “¡Por favor, no digas eso!”. Y, en efecto, se toma la cabeza.
Pero Griffith cree que el país se está jugando algo mucho más importante que una presidencia de cuatro años. Se trata de la supervivencia de los mismísimos Estados Unidos.
“Creo que estamos viendo una revolución en contra de todo aquello en lo que se basó Estados Unidos. En contra de Dios, de la primera y la segunda enmienda. Toda la izquierda del Partido Demócrata están en contra de eso, y no creo que cedan. Creo que nuestro voto sirve para reinstruir a la gente joven acerca de los principios fundacionales de Estados Unidos. Los liberales (en Estados Unidos sinónimo de izquierda) se han apropiado de la educación en todos los niveles, primaria, secundaria, universidad, seminarios... Desprecian los principios fundacionales de este país”.
Tras lo que se le escuchó en el sermón, preguntarle por el papa Francisco es inevitable. Y Griffith no defrauda: “El Papa tiene un punto de vista socialista y comunista. Se inspira en ellos políticamente. Es un líder confundido. Si no sigues la Biblia te vas a confundir, porque la palabra de Dios se ocupó de cada verdad o tema mayor que atañe al ser humano. Este hombre es un líder religioso, pero no cree en la Biblia y no vive según ella”.
Ya fuera de la iglesia, Mark Mathews y Mike G., amigos que se conocieron en el templo baptista (y allí también a sus novias), le dijeron a Infobae qué es lo que más desean de cara a la elección: “¡Que llegue de una buena vez para que nos dejen de mandar mails y mensajes de texto!”.
A las risas les sigue el análisis, y coinciden con el pastor: Biden apoya el aborto, y eso les impide darle el voto.
“A mí no me gusta cómo es Trump. Pero Biden defiende el aborto, entonces yo no puedo votarlo. Apoyo, además, un Gobierno chico, y Trump va por ese lado. Los demócratas son socializantes y suben los impuestos. Pero espero que pase este período. Hay demasiada tensión”, dice Mike, ingeniero de 32 años.
“Pero gane quien gane queremos que al día siguiente nos unamos. El país está muy dividido, pero somos estadounidenses, debemos volver a unirnos”, añade su amigo Mark, de 33 y especialista en servicios de salud. “Confío en que tengamos una elección tranquila”.
La Pensilvania rural y protestante (“Pennsyltucky”, la llaman algunos, en referencia al muy conservador estado de Kentucky) no es la misma que la de las ciudades, tampoco que la de los suburbios, que en Estados Unidos son, en general, sinónimo de buena calidad de vida, y no bolsones de pobreza, como en tantas ciudades de América Latina. Candidatos como George Bush o Mitt Romney convencían a los habitantes de esas grandes casas con jardín en las afueras de las ciudades, pero en 2016 Hillary Clinton se impuso entre ese tipo de votantes. Obtuvo un 53 por ciento, y Biden espera sumar un porcentaje incluso mayor.
Lauren Cortesi, de 58 años, le contó al Philadelphia Inquirer que el 9 de noviembre de 2016 se despertó y, al ver “con horror” que Trump había ganado la presidencia, se lanzó a una tardía vocación política. Hasta entonces no le había interesado, hoy es parte de una red de mujeres voluntarias que trabaja políticamente en esos suburbios acomodados.
“Los profesionales universitarios, en especial las mujeres, se alejaron ante lo que perciben como crueldad, mentiras y racismo por parte de Trump, que aceleró una tendencia que ya distanciaba a los suburbanos del Partido Republicano, mientras sus comunidades se hacían más diversas”, escribió el diario.
Unos cuantos, sin embargo, siguen fieles a la vieja escuela, la de los republicanos ganando entre las clases acomodadas suburbanas.
Joseph tiene 60 años, y aunque invita a Infobae a entrar a su casa a conversar sobre las elecciones, pide no dar su nombre completo: “Tengo un negocio que, si identifican quién soy, la gente de Biden puede arruinar por completo”.
El candidato demócrata vivió hasta los diez años en Scranton, Pensilvania, y luego en Claymont, dos ciudades pequeñas de clase trabajadora. Luego se mudó a Greenville, en las afueras de Wilmington, Estado de Delaware, un lugar en el que abundan las mansiones escondidas en medio de bosques de pinos. Todos se conocen en la zona, dice Joseph, que exhibe con orgullo, en una de las paredes de su casa, una foto dedicada por el presidente Ronald Reagan.
“Trump va a ganar, hay mucha gente que tiene miedo de decir en público y en su vecindario que va a votar por él. Y mucha gente tiene miedo de la violencia, de lo que está pasando en las ciudades. Estamos en el momento de más violencia en este país desde la Guerra Civil, mucho más grave que la división de los años de Nixon. Los demócratas están llenos de odio. Odian a Trump. Y no creo que Biden sea su mejor candidato”.
¿Es Trump un buen candidato? “Sí, y me gusta porque es un hombre de negocios, no un político. Gente como Nancy Pelosi, Chuck Schummer o el propio Biden llevan más de 40 años en la política. No me importa lo que tuitea Trump, me gusta que diga lo que piensa. Porque hace que las cosas sucedan”.
El “get the things done” se repetirá en muchas conversaciones en Pensilvania y otros estados. “Mira lo que hizo en Medio Oriente. ¡Está haciendo tratados de paz! Y trasladó la embajada a Jerusalén... Llevábamos años hablando de eso. Creó una de las mejores economías antes de que llegara la pandemia, que en realidad es una gripe, y Anthony Fauci es un idiota. Trump tiene razón”.
¿Ve algo positivo en Biden? Joseph niega con la cabeza. “Me gustaron algunas cosas de la presidencia de Clinton y nunca me gustó Obama, que es el típico político: muy bueno, pero no hace nada, es mediocre. Alexandria Ocasio Cortez es el gran problema de los demócratas, Hillary no me gusta un gramo y no soporto a Kamala Harris, está demasiado a la izquierda. Y Biden... Biden es el político más tonto que te puedas encontrar. Fíjate, en el final del segundo debate con Trump estaba cansado y dijo lo que de verdad pensaba: va a acabar con la industria petrolera y con el fracking”.
“Ese es un tema que lo está afectando mucho en esta recta final. Mucha gente cree que cambió su opinión tras el debate. Son la mayoría silenciosa...”, asegura, antes de dar su pronóstico para la elección: “No vamos a saber quién es el presidente el 3 de noviembre. Va a ser un desastre, con abogados por todos lados. Gane quien gane, que lo haga con amplitud. Es lo mejor que nos podría pasar”.
El petróleo y el fracking interpela, en efecto, a la Pensilvania que se extiende desde prácticamente el Atlántico hasta el lago Erie y la provincia canadiense Ontario. En ese vasto territorio hay ciudades de contrastes, como Filadelfia, ciudades reconvertidas, como Pittsburgh, que ya no es sinónimo de carbón y acero, y sí lo es de economía del conocimiento, de tecnología, suburbios deprimidos, como el de Chester, y pueblos y áreas rurales que están siendo bombardeados a un nivel seguramente sin precedentes por las campañas de ambos candidatos.
Cada voto vale. El recuerdo de los 537 sufragios de diferencia con que George Bush batió a Al Gore en una muy irregular elección en la Florida en 2000 para llevarse la presidencia sigue ahí. Y, sobre todo, los 44.292 votos de diferencia de Trump sobre Clinton en 2016 para ganar el Estado y llevarse así los 20 votos para el Colegio Electoral y la presidencia.
Así, las confusas afirmaciones de Biden acerca de qué hará con la industria petrolera y con el fracking (un sistema de extracción altamente contaminante) han convertido la elección en Pensilvania en una lucha al rojo vivo.
“El fracking es, en el oeste de Pensilvania, un asunto fundamental, con decenas de miles de puestos de trabajo en juego”, destacó la CNN esta semana. “Primero la pandemia, ahora prohibir el fracking. Sería un desastre”, dijo la dueña de un restaurante a la cadena de noticias.
Desde hace una semana, el presidente no suelta el tema. “Biden va a prohibir el fracking, ¡se van a perder millones de puestos de trabajo!”, dijo el lunes Trump durante una visita a Pensilvania. Biden le respondió desde el mismo estado: “Yo no cierro campos petroleros ni eliminaré el fracking; voy a invertir en energía limpia”.
Un columnista del Philadelphia Inquirer, Will Bunch cree que todo se trata de una gran exageración: “La mayoría de los habitantes de Pensilvania se oponen al fracking. Punto”.
Lo confirma Kelly Chelton, de 58 años, que gana 16 dólares la hora elaborando mangueras para fracking en Erie, la ciudad sobre el lago del mismo nombre, en el extremo nordeste de Pensilvania. Parece el objetivo ideal para Trump, pero sorprende al hablar: “Biden quiere energía limpia, y yo también. Tenemos que hacer algo con este tema antes de que mi nieto no tenga aire limpio para respirar”.
Trump pasó hace unos días por allí y durante un acto con sus seguidores se tomó la situación con particular humor: “Seamos sinceros, hasta que vino la plaga yo tenía ganada la elección, no hacía falta que viniera a Erie. Estaba hecho. Pero vino la pandemia y tuve que ponerme a trabajar, así que, hola Erie, ¿podría tener tu voto?”
Lo que nadie discute es que el nordeste de Pensilvania es un Estado diferente al del sudeste. Allí se entiende bien de qué se trata lo del “cinturón de óxido”, ese medio oeste estadounidense que después de la Segunda Guerra Mundial impulsó al país con sus pujantes industrias, y que hoy no es el que era. El mundo cambió, la siderurgia china causó estragos en el área y muchas industrias debieron cerrar. Y aunque Pittsburgh se reconvirtió, no todos pueden decir lo mismo. Lo saben en Pensilvania, en Michigan y en Wisconsin, tres Estados que no le habían dado el triunfo a un republicano desde los años 80, pero que en 2016 arruinaron el sueño de Hillary Clinton.
También lo saben Trump y Biden, y por eso ambas campañas llevan gastados más de 200 millones de dólares en Pensilvania: 120 de los demócratas, 80 de los republicanos. Los votantes -y no votantes, los mensajes de campaña llegan a teléfonos móviles de niños y adolescentes- son el objetivo de una campaña que no es sencilla, porque el estado ha ido cambiando con patrones parecidos a los que se observan en otros lugares del país.
“En 1986, el consultor político James Carville dijo que Pensilvania es Filadelfia hacia el Este, Pittsburgh hacia el oeste y (la muy conservadora y sureña) Alabama en el medio”, escribió en el New York Times la columnista Jennifer Weiner. “Mi estado ya no es tan sencillo, si es que alguna vez lo fue. No todos los cazadores de ciervos votan a los republicanos, no todos los urbanitas a los demócratas. Hay carteles a favor de Biden sobre el césped de las casas de algunos valientes demócratas en barrios republicanos y hay, sin dudas, silenciosos votantes de Trump en el centro de ciudades intensamente demócratas”.
El enigma seguirá al menos hasta la noche del 3 de noviembre, si es que no se prolonga. Biden dijo en septiembre a CNN que ve la campaña electoral como una lucha entre “Scranton y Park Avenue”, contraponiendo la ciudad de clase trabajadora de su niñez con el lujo de una de las más bellas avenidas neoyorquinas. ¿Será así? Scranton no es aquel pueblo semi moribundo basado en el carbón en el que Biden vivió, sino una ciudad que, como tantas otras, se transformó, se hizo más diversa y próspera. En 2016, muchos demócratas de toda la vida votaron por Trump, pero las investigaciones posteriores a aquel impactante resultado demostraron que el hoy presidente logró la diferencia sobre todo gracias al aporte de republicanos que normalmente no iban a votar.
“Hillary Clinton perdió Pensilvania porque Donald Trump aportó al cuerpo electoral una marea de votos rurales y de la clase trabajadora de pueblos pequeños (...). Trump tuvo 300.000 votos más que Mitt Romney en 2012”, escribió el Brookings Institute. Dentro de unos días volverá a haber análisis retrospectivos de lo que pasó y de por qué pasó lo que pasó. Y otra vez Pensilvania estará en el centro de la escena.
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