GREENVILLE, Delaware (EEUU) - La camioneta, negra y enorme, disminuye la velocidad mientras su conductor exhibe un cartel rojo: “Trump, Pence, que América siga siendo grande”. El hombre gira y estaciona al costado de la carretera para conversar con otro hombre que, desde su camioneta, verde y asombrosamente decorada, promueve otro mensaje: "¡Enciérrenlos ahora! Los dos se ríen por un momento y señalan al otro lado de la calle. Allí, rodeada de pinos y coches del servicio secreto, está la casa de Joe Biden, el veterano político que dentro de unos días podría convertirse en el nuevo presidente de los Estados Unidos.
Entonces los pinos se sacuden con una frase que no es precisamente amistosa: “Ha sido corrupto por 30 años. Recibe pizzas y servicios gratis en su casa. Es el tipo más corrupto que he conocido en mi vida, ¿y ahora se presenta para presidente?”.
El hombre de la camioneta negra está encendido. Detesta al candidato demócrata a la presidencia, y aunque se niega a dar su nombre, no tiene problemas en aparecer en fotos y videos. Paul, su interlocutor, un ingeniero de 68 años, armó una asombrosa instalación anti-Biden con su camioneta como eje. Gigantografías de Donald Trump y de Mike Pence, el cartel pidiendo que se encierre a todos (“¡ahora!”), una bandera estadounidense y dos de Trump. Paul es extremadamente amable y sonríe al explicar por qué no puede ver a Biden ni en pintura.
“Tengo té y tarta de queso, ¿querrían una porción?”, ofrece cuando Infobae se acerca a su camioneta.
La escena es ciertamente insólita. Los dos vecinos de Greenville, la pequeña localidad del también muy pequeño estado de Delaware, en el que Biden desarrolló su carrera política, detestan al ex vicepresidente. Aunque no se advierte violencia en ellos, solo pasión, están a 20 metros de la entrada de la casa del candidato desplegando su parafernalia anti-Biden en un escenario que no remite precisamente al de una algarada callejera. Es un bosque de pinos solo interrumpido por la delgada cinta de asfalto. El resto es paz, tonos ocres del otoño y pájaros cantando.
Y Paul y su amigo hablando.
“Él perjudica económicamente a la gente de la zona, ¡quiere que trabajes gratis para él!”, asegura el hombre de la camioneta negra.
“¿Es así realmente? ¿Por qué?”, pregunta Infobae.
“¡Porque es Joe Biden!”, responde Paul. “¡Espera que le digamos ‘gracias tío Joe por darnos algo de trabajo, aunque no nos pagues’!”.
Greenville es “uno de los códigos postales más ricos del país”, como definiría un rato más tarde un vecino que apuraba una cerveza en “Buckley’s Tavern”, uno de los centros de reunión social en Centreville, a diez minutos de distancia y satélite, como Greenville, de Wilmington, la mayor ciudad del Estado. Cuando se dice “la mayor ciudad” no hay que esperar mucho: Wilmington tiene apenas 70.000 habitantes.
Delaware es el segundo estado más chico de los Estados Unidos, pero uno de los más densamente poblados. El actor Robin Williams se quejó, durante el rodaje de “La sociedad de los poetas muertos”, que se hizo allí, del aburrimiento de un lugar en el que todo cierra “a las cinco de la tarde”. Algunas cosas cambiaron desde entonces, hay mucha más vida nocturna, aunque Delaware sigue siendo atractivo porque no cobra el impuesto a las ventas y es sede de múltiples sociedades comerciales que aprovechan sus ventajas fiscales.
Biden es “el” político en Delaware. Cuando los autobuses que unen Washington DC con Nueva York hacen una parada en la autopista 95, que recorre el Este del país, muchas veces se detienen en el “Biden Welcome Center”, un centro comercial en las afueras de Christiana, cerca del límite estatal con Maryland. En Wikipedia hay una entrada que registra todo aquello que lleva el nombre de Joe Biden, casi todo en Delaware: incluye colegios, universidades, un centro acuático, una estación de tren y hasta un sabor de helado que le dedicó la Universidad de Cornell.
La estación de tren Joseph R. Biden Jr., que es como se conoce a la de Wilmington, es como la segunda casa del candidato. Cuando su primera esposa y su hija murieron en un accidente automovilístico en 1972, viajaba ida y vuelta todos los días desde Washington para estar con sus hijos. El Los Angeles Times recordó recientemente el caso de Lee Murphy, durante años a bordo del mismo tren que se tomaba el demócrata. Tras los 90 minutos de viaje desde Washington DC, una vez que llegaban a Wilmington subía a Murphy a su auto y lo llevaba a su casa.
“Nunca voté por Joe Biden y se lo dije”, explicó Murphy, un republicano convencido que se postula para el Congreso en estas elecciones. “Pero personalmente me cae bien, es un tipo querible”.
La casa de Greenville es la casa de Biden, el ex vicepresidente vive allí junto a su esposa, Jill. Hasta los diez años de edad lo hizo en Scranton, Pennsylvania, y la escuela secundaria la cursó en Claymont, una ciudad de clase trabajadora, muy diferente a las impactantes casas de estilo francés que se filtran entre los densos bosques de Greenville, donde hay más votantes republicanos que demócratas.
No parecen estar pensando en nada de eso Paul y su amigo, que siguen obsesionados con lo que sería capaz de hacer Biden. Creen que la propuesta de Nancy Pelosi, presidenta de la Cámara de Representantes, de reformar la vigésimo quinta enmienda, no apunta a Trump, de 74 años, sino a su rival, tres años mayor. Esa enmienda contempla la inhabilidad del presidente y su sucesión por el vicepresidente. Pelosi quiere que se reforme para contemplar cuestiones de salud, y los dos trumpistas, si vieran entrar a Biden a su casa, le dirían al unísono: “¡Es contra tí, es para que Kamala Harris te quite el puesto!”.
Pero Biden, hasta el momento, no pasó por su casa. A esa hora está en misa en Wilmington, en la Iglesia de San José. En el cementerio junto a la iglesia están enterrados su hijo Beau, que murió de cáncer, su primera esposa, Neilia, y su hija Naomi. Es una pausa íntima en el rush final de una extenuante gira por todo el país tratando de asegurarse los votos necesarios -sobre todo los votos en el Colegio Electoral- para que el paso de Trump por la Casa Blanca quede en solo cuatro años. Paul y su amigo creen que eso no va a suceder, están convencidos de que Trump se quedará en Washington DC hasta el 20 de enero de 2025.
“¿No hay ninguna posibilidad entonces de que Biden gane?”, le pregunta Infobae al hombre de la camioneta negra.
“Hay una chance de que llegue a la presidencia: sólo mediante el fraude”, responde.
“¿Y qué pasa si pese a todo Biden gana?”
“No va a pasar, me niego a hablar de eso. Sería una locura para todo el mundo el impacto negativo que generaría”.
Paul y su amigo de la camioneta negra se quedan charlando y conspirando contra Biden. Unos minutos más tarde, en “Buckley’s Tavern”, Kathy Padilla, de 36 años y camarera allí, escucha con atención cuando se le cuenta que Biden es visto por algunos como una mala persona que no paga por los servicios que le prestan.
Primero explica que, a diferencia de Paul y su amigo, ella sí ha tenido trato de primera mano con el hombre que aspira a la Casa Blanca. “Él viene un par de veces al año, es muy amigable. Siempre antes de irse vamos a la entrada del restaurante y se saca fotos con todos los que se lo pidan”.
¿Alguna vez se fue sin pagar?
“No, no, nunca escuché nada de eso. Siempre paga y deja propinas generosas. Es un buen tipo”.
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