CHARLOTTESVILLE, Virginia (EE.UU.) - Hay que aguzar la vista y observar con calma y en detalle lo que se ve. ¿Qué está haciendo Sacajawea? ¿Está concentrada, estudiando el terreno como lo haría una experta rastreadora? ¿O está sometida, humillada, aplastada por Meriwether Lewis y William Clark, los dos expedicionarios enviados en 1805 por el presidente Thomas Jefferson para saber qué posibilidades se abrían más allá del río Mississippi?
Es difícil establecerlo, aunque algunos no tienen dudas acerca de que está realmente haciendo la integrante de la tribu shoshona. O de lo que estaba haciendo 215 años atrás, para ser precisos. El semáforo está por cambiar a verde, pero antes de salir, el conductor señala la estatua, mira al fotógrafo y grita: “¡Aprovecha a sacarle fotos porque dentro de poco ya no va estar ahí...!”.
La estatua está ahí, en Charlottesville, una ciudad del Estado de Virginia cruzada por las contradicciones y que vive en carne propia algunos de los debates que sacuden Estados Unidos en la recta final a las elecciones del 3 de noviembre. Una ciudad que cuestiona como pocas sus monumentos y estatuas. Una ciudad que, dice Joe Biden, lo llevó indirectamente a que se presentara como candidato a la presidencia para intentar desalojar a Donald Trump de la Casa Blanca.
Una ciudad, también, que vive cierta esquizofrenia. Es elegida repetidamente por diferentes publicaciones como “el mejor lugar para vivir de los Estados Unidos”, el “mejor lugar para retirarse”, el “mejor sitio para hacer negocios” o entre las ciudades más bellas. Y es cierto: Charlottesville, bella en su arquitectura, plácida con sus parques y arboledas, deliciosa con su oferta de gastronomía y vinos, es un lugar en el que dan ganas de quedarse un buen rato. Lo saben bien la mayoría de sus 50.000 habitantes.
Pero este paraíso tiene sus problemas. Grandes problemas. Alcanza con leer el Charlottesville News, revista semanal de la ciudad, que titula con “amenaza fascista” una de sus noticias. Dos páginas más allá habla de que “el nazi que llora se enfrenta a 22 años de prisión”.
“En las últimas semanas, activistas anti-racismo descubrieron docenas de pegatinas promoviendo al grupo supremacista blanco y neo-nazi Frente Patriótico (...). Urgimos a cualquiera que vea estas pegatinas a registrar su ubicación, utilizar un objeto afilado para quitarla y avisar a otros de dónde lo vieron. De todos modos, si ven que alguien tiene un palo, aconsejamos no acercarse a esa persona si se está solo y, en vez de eso, tomarle discretamente una foto y alertar a otros del incidente”.
La advertencia tiene mucho sentido si se toma en cuenta la historia reciente de Charlottesville. En agosto de 2017 una marcha bajo el lema “Unamos la derecha” determinó que confluyeran en la ciudad la extrema derecha, neofascistas, neoconfederados, neonazis y varias milicias de extrema derecha. El Ku Klux Klan también. Aquello no podía terminar bien, y por eso terminó mal. Un hombre arrolló con su auto una marcha de repudio a la extrema derecha, mató a una persona y dejó heridas a otras 19.
Trump condenó la violencia, pero dijo también que había “buena gente en los dos lados”. Según Biden, esa frase del presidente fue lo que lo decidió a luchar por llegar a la Casa Blanca.
En toda esta historia, las estatuas juegan un papel llamativamente importante. Dos años antes de la marcha de 2017, el gobierno de la ciudad había quitado monumentos a favor de la Confederación, el efímero Estado racista del sur que existió entre 1861 y 1865 y libró una guerra contra los Estados Unidos. Fue en reacción a la masacre de 2015 en Charleston, cuando un supremacista blanco mató a nueve afroamericanos en una iglesia. Los neonazis y extremistas de todo el país se identifican con esos monumentos que reafirman la supremacía blanca. Razón suficiente para terminar con esas estatuas alegóricas, creen en muchas ciudades estadounidenses.
En Charlottesville hay varias, seis en total que se han quitado, movido de sitio o están en proceso de dejarlo. Una de ellas es especialmente polémica, la de Robert Lee, un general de la Confederación. Ubicada en el centro de un parque hermoso, el de Market Street, espera ahí, protegida por una valla para evitar que se la vandalice, hasta que el Tribunal Supremo del Estado decida su destino.
La de Lewis, Clark y Sacajawea ya lo conoce en cambio: el concejo municipal decidió en noviembre de 2019 que se la sacará del céntrico emplazamiento en el que está. Cuándo se hará, es una incógnita. Adónde irá, también.
Rozina George y Emma George, tataranietas de Sacajawea, relatan su historia en una placa que puede verse junto al monumento. Destacan no solo que fuera la única mujer en la “larga y ardua expedición de Lewis y Clark” entre 1805 y 1806, sino su aporte para unir mundos diferentes. “Es una embajadora que construyó puentes entre ambas naciones. Su contribución a la gente de hoy y de futuras generaciones puede identificarse como un símbolo de unidad y paz para todos”.
El problema es que nadie termina de confirmar si lo que se ve allí es a Lewis y Clark oteando hacia el oeste y Sacajawea rastreando, o a los dos militares haciendo lo suyo mientras la shoshona Sacajawea se resigna a la sumisión. En esa diferencia, nada sutil, se cuece un debate que puede terminar, como ya lo ha hecho, diseminando la violencia por las calles de Charlottesville y de todo un país.
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