Si Joe Biden gana el mes que viene, hay dos escenarios muy diferentes para su presidencia. En uno, los republicanos mantienen el control del Senado, y Biden tendrá una capacidad limitada para aprobar su agenda legislativa. En el otro, los demócratas retoman el control del Senado, y Biden puede avanzar con una agenda ambiciosa para revertir lo que desmanteló Trump: la lucha contra el cambio climático, la promulgación de la enseñanza preescolar universal, el aumento de los impuestos a las grandes fortunas y la ampliación de la cobertura de los seguros de salud.
Catorce de las elecciones al Senado de este año parecen competitivas, con 12 de esos 14 escaños actualmente ocupados por los republicanos. Los demócratas necesitan ganar al menos cinco de los 14 para retomar la mayoría del Senado. Y lideran las encuestas en seis. The Cook Political Report, un sitio que maneja muy buena información del Congreso en Washington, informó esta semana que los demócratas “son claros favoritos” para retomar el control de la cámara alta. “Los republicanos están en problemas en todas partes”, dijo un encuestador republicano al sitio. De todos modos, no hay que dar nada por sentado en esta elección. Mucho depende de la movilización de votantes de uno y otro lado, lo que suceda con las milicias armadas que aseguran van a custodiar los centros de votación “para que los demócratas no se roben la elección” y las sorpresas que aún puede haber antes del 3 de noviembre.
Dos senadores republicanos - Cory Gardner, en Colorado, y Martha McSally, en Arizona – están detrás en las encuestas en los mismos estados donde Trump también pierde cuando en 2016 se había quedado con la mayoría de los votos electorales. Claro que también mejoró la oferta demócrata: John Hickenlooper, el ex gobernador de Colorado durante dos mandatos; y Mark Kelly, un ex astronauta casado con Gabby Giffords, la ex representante de Arizona que sufrió una severa herida cerebral en un intento de asesinato por su campaña contra la venta de armas. En Michigan, Gary Peters, el demócrata blanco se juega su banca con John James, un negro veterano de Irak. En Iowa, Maine y Carolina del Norte, son los republicanos los que ponen en juego sus bancas y las encuestas los muestran varios puntos por debajo, en gran parte debido a la impopularidad de Trump.
Una de las contiendas más interesantes es la de la republicana Susan Collins, senadora de Maine con cuatro mandatos, que mantiene, según el sitio Slate, una campaña “agresivamente negativa”, contra su contrincante demócrata, Sara Gideon. En Carolina del Norte, las revelaciones de adulterio no parecen haber reducido la ventaja de Cal Cunningham, el retador demócrata. Su oponente, el senador Thom Tillis, se está recuperando de coronavirus que contrajo durante el famoso evento en el que Trump presentó en la Casa Blanca a su nominada para la Corte Suprema. Georgia tiene la particularidad de haber celebrado dos elecciones al Senado este año: la carrera por la reelección del republicano David Perdue contra Jon Ossoff; y una elección especial, porque Johnny Isakson se retiró anticipadamente, por problemas de salud. Este estado del sur, tradicionalmente conservador, se va pintando de azul (el color de los demócratas) a pasos acelerados.
El factor que va a definir estas contiendas para uno u otro lado será el arrastre que tengan los votos de los candidatos presidenciales, algo que parece de Perogrullo pero que en Estados Unidos no era tan marcado hasta ahora. Si Biden gana el voto popular por al menos seis o siete puntos porcentuales, los demócratas estarán muy cerca de retomar el Senado, de acuerdo a Nate Cohn del New York Times. El promedio de encuestas que realiza el sitio especializado FiveThirtyEight, muestra que Biden ahora lidera a nivel nacional por 10 puntos como promedio.
Entre medio, aparece el factor del voto hispano. “Si ganamos Florida, esto está resuelto”, dijo Joe Biden esta semana en su última visita al que tal vez sea el Estado más decisivo en estas elecciones, ese que le dio la victoria tanto a Trump como a Bush en el 2000, a pesar de que ambos perdieron el voto popular en el resto del país. En Florida, uno de cada cinco votantes es de origen hispano. Junto a Texas, California, Arizona, Nevada y, sobre todo, Nuevo México, conforman el cinturón sureño de estados en los que el voto latino constituye más de una quinta parte del total. California sigue siendo un azul profundo y Donald Trump sólo tiene entrada entre los sectores de origen cubano, venezolano y nicaragüense, profundamente anticomunistas. En Florida, Bush ganó entre los hispanos en 2004.
La encuestadora Equis Research que midió específicamente el voto de los ciudadanos de origen latinoamericano, asegura que serán decisivos en tres Estados que fueron republicanos en 2016. El primero es Arizona, que tuvo en los últimos años un profundo cambio demográfico con la suma de hispanos y jubilados progresistas del Este. Hace cuatro años, allí Trump ganó por apenas 90.000 votos y hace dos años, ganó en una campaña muy reñida la demócrata Kyrsten Sinema una banca para el Senado. El voto hispano se concentra en la frontera sur del estado pegada a México. Y son las mujeres las más proclives a votar por Biden. En un fenómeno cada vez más común entre las nuevas generaciones de latinos, que a medida que se alejan de su origen y de las preocupaciones de discriminación, así como de políticas migratorias, se ven más atraídos por las posiciones conservadoras. La misma posición que comparten con el resto de sus compatriotas hombres blancos de entre 25 y 35 años.
En Pensilvania, a diferencia de Arizona y Florida, el peso latino está apenas en el 6%, pero son decisivos por el pequeño margen que hay entre las preferencias de ambos partidos desde que la población blanca de las zonas en recesión económico, se volcaron hacia Trump. Allí, los votantes afroamericanos, que apoyan masivamente a los demócratas van a terminar de acomodar la balanza.
De todos modos, el factor de los hispanos no se vio reflejado por su peso en la campaña de ninguno de los candidatos. No figuró entre los temas del primer y último caótico debate presidencial. Los enfrentamientos verbales televisados entre los presidenciables son una tradición que se mantiene desde hace 60 años, cuando John Kennedy y Richard Nixon debatieron en los estudios de la CBS. Una institución democrática estadounidense que Donald Trump –como tantas otras- bombardeó con su negativa a participar en otros dos debates, porque debían ser virtuales. La Comisión de Debates Presidenciales había tomado la decisión de hacerlo a distancia después de que Trump diera positivo por coronavirus, pero este consideró “una pérdida de tiempo” discutir a través de una pantalla.
Todo terminó en que cada uno tuvo su propio evento televisivo por separado con preguntas de los votantes, y lo que iba a ser un debate se convirtió apenas en una batalla por el rating. Joe Biden había programado hace días su evento en la red televisiva ABC. Trump aprovechó la oportunidad y anunció que haría lo mismo y a la misma hora, con la NBC. Fue apenas una pelea por la audiencia como si se tratara de un reality show, el formato favorito del actual ocupante de la Casa Blanca. De esta manera, todo se reduce a que cada audiencia escuchó lo que quizo escuchar y no hubo ninguna confrontación de ideas. Grieta pura.
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