La noticia de la muerte de Ruth Bader Ginsburg tendrá consecuencias en el delicado equilibrio de poder de la Corte Suprema de los Estados Unidos.
En general, podría implicar un retroceso en materia de igualdad de género en el país pero, en particular, podría significar la derogación de Wade vs Rode, el fallo que legalizó el derecho a la interrupción legal del embarazo en el año 1973.
En los últimos años y en medio de rumores sobre su estado delicado de salud, Bade había asegurado que no abandonaría su cargo, consciente de que las nominaciones del presidente Donald Trump a la Corte de los conservadores Neil Gorsuch y Brett Kavanaugh inclinaban la balanza de poder del lado de los opositores al aborto.
Ahora, los medios estadounidenses especulan sobre si el presidente se apurará a nombrar a un sucesor en los dos meses que le quedan hasta los comicios de noviembre, por el momento, de resultado incierto.
El Supremo está compuesto por nueve jueces con puestos vitalicios, actualmente 5 de ellos son conservadores y 4 progresistas.
Desde el año 1993 cuando asumió su cargo, Ginsburg libró grandes batallas en favor de los derechos de las mujeres, tanto como magistrada e incluso antes de serlo. Durante toda su carrera -es la segunda mujer en la historia en formar parte de la Corte Suprema de Justicia- defendió sus derechos, al igual que los de otros grupos marginalizados.
En 1996, por ejemplo, formó parte de la mayoría que decidió que el Virgininia Military Institute, la única universidad que seguía siendo exclusiva para hombres en ese momento, debía comenzar a aceptar mujeres entre sus alumnos.
En 2016 también fue responsable del fallo por 5 votos contra 3 sobre el caso Whole Woman’s Health v. Hellerstedt, el mayor caso de derecho al aborto desde Roe v. Wade, que imponía enormes restricciones a los proveedores de abortos en el país.
Entonces, escribió: “Esta ley (la HB2) no protegerá genuinamente la salud de las mujeres. Cuando un estado limita el acceso a abortos seguros y legales, las mujeres se ven en situaciones desesperadas que ponen en riesgo su salud y seguridad”.
Hasta tal punto se trató de un ícono del feminismo estadounidense, que la cara de Bader estuvo estampada en las remeras y banderas de muchas de las asistentes a la Marcha de las Mujeres que se celebró Washington, un día después de la toma de posesión del presidente Donald Trump.
Una vida de lucha por los derechos de las mujeres
Cuando en 1956 Ginsburg comenzó a estudiar derecho en la Universidad de Harvard, sólo otras ocho mujeres compartían pupitre con 500 hombres y, en la profesión jurídica, la representación femenina se limitaba al 3%, recuerda en su biografía “My Own Words” (“Mis propias palabras”).
Ginsburg se adentró en un mundo reservado para los hombres y se topó con muchas dificultades. Se mudó a Nueva York en 1958 y, cuando ese mismo año se graduó como primera de su promoción, ningún bufete de abogados la contrató por el mero hecho de ser mujer.
Se concentró en el mundo académico y comenzó a dar clases en la Universidad de Columbia para unos años más tarde, en 1972, ser una de las fundadoras del Proyecto de Mujeres de la Unión para las Libertades Civiles en América (ACLU, en inglés), cuyo objetivo era cambiar las leyes para garantizar la igualdad efectiva entre hombres y mujeres.
La estrategia de Ginsburg era usar los fallos contra la segregación racial para mostrar que la jurisprudencia ya establecía que todas las personas deben tener los mismos derechos bajo la ley, un principio recogido en la Constitución de EEUU, pero que entonces no se aplicaba a las mujeres.
En vez de apostar por un cambio radical, Ginsburg fue cosechando pequeñas victorias que creaban un precedente jurídico y sobre las que se basaba para, paso a paso, desmontar el sistema que permitía la discriminación.
Además, Ginsburg llegó a entender que parte de su misión era “educar” a la mayoría de hombres blancos que ocupaban el Tribunal Supremo y que creían que no había ningún error en su visión del mundo. “En esos días, me veía a mí misma como una profesora de infantil porque los jueces no creían que la discriminación de género existiera”, recordaba sonriente en un documental sobre su vida estrenado en 2018.
Fue en 1975 cuando Ginsburg hizo ver a los magistrados que la discriminación de género era un problema de fondo que perjudicaba por igual a hombres y mujeres. Lo hizo a partir del caso de Stephen Wiesenfeld, un hombre al que el Gobierno negó una ayuda económica de viudedad porque estaba reservada para mujeres. Ginsburg consiguió que los jueces fallaran unánimemente a su favor y, poco después, el Tribunal Supremo accedió a revisar si, durante siglos, había actuado con un sesgo machista.
El aborto, en peligro
Actualmente, el acceso al aborto se ha ido limitando en EEUU hasta hacerlo muy dificultoso en varios estados del país en los que existe apenas una clínica a la que las mujeres pueden recurrir si necesitan interrumpir su embarazo.
Esta situación empeoró con el retiro de la Corte Suprema del juez Anthony M. Kennedy -considerado durante mucho tiempo como un voto decisivo sobre el tema-, con lo que las especulaciones sobre la posible revocación del caso Roe vs Wade han ido en aumento.
Los avances en materia científica han conseguido que el índice de abortos en el país haya disminuido a la mitad desde la década de los ochenta. Un informe con datos de 2014 elaborado por el Guttmacher Institute y citado en un artículo del New york Times, descubrió que aunque el índice nacional de abortos en Estados Unidos alcanzó su nivel más bajo desde Roe vs Wade, el índice aumentó ligeramente en seis estados, cinco de los cuales introdujeron normas restrictivas para su acceso.
Otro informe, elaborado por el comité de las Academias Nacionales de Ciencias, Ingeniería y Medicina, afirmó que tres cuartos de mujeres que se practican abortos son pobres o de bajos recursos, y el 61 por ciento son de raza negra. Serán ellas las principales afectadas en caso de que se revoque el fallo de 1973.
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