En casi todas las democracias del planeta, el objetivo central de las campañas electorales es seducir a los votantes indecisos, que en muchos países son la mayoría de los ciudadanos. Los candidatos saben que solo tienen asegurado a un núcleo de seguidores fieles con el que no les alcanza para ganar las elecciones, así que toda la estrategia gira en torno a convencer a los independientes de que son mejores –o menos malos– que sus adversarios.
El juego es muy diferente en Estados Unidos. Si bien hay un número no desdeñable de electores neutrales, son cada vez menos los que cambian de bando entre una elección y otra. Por las características del sistema y de la cultura política, las preferencias partidarias son bastante estables. El problema es que vota poca gente.
Si se compara con Alemania, Francia, Reino Unido, Japón, Italia, España y Canadá, las otras grandes democracias desarrolladas –en las que también el voto es voluntario–, solo en Japón y en Canadá se encuentra alguna elección con menor participación entre 1970 y 2019. Considerando exclusivamente comicios presidenciales en Estados Unidos y Francia, y parlamentarios en los otros seis, el país asiático tiene el récord de apatía electoral: en 1995 votó solo el 44,9% de la población en edad de sufragar. También posee el segundo puesto: el 52%, en 2014. Pero en el resto de los comicios participó más gente de la que habitualmente lo hace en Estados Unidos.
En 2016, cuando Donald Trump fue electo presidente, votó el 56% de los ciudadanos en edad de hacerlo. Ninguno de los otros seis países registró menos de 60% en sus últimas elecciones. En Alemania votó el 69,1% en 2016; en Francia, el 67,9% en 2017; en Italia, el 65,2% en 2018; en España, el 65,1% en en 2019; en Canadá, el 62,4% en 2019; y en el Reino Unido, el 62% en 2019.
Por eso, las campañas en Estados Unidos están esencialmente dirigidas a persuadir a los propios de que vale la pena el esfuerzo de ir a votar. Por supuesto, también importa convencer a los indefinidos. Pero en un país crecientemente polarizado, en el que casi todos tienen una posición tomada en torno a cada partido, gana el que tiene mayor capacidad de movilizar a su propia base electoral y –si se juega sucio– el que logra desmotivar a los simpatizantes del adversario.
El perfil del votante estadounidense
Si la tasa de participación electoral fuera pareja en todos los estratos sociales, el impacto de un aumento o una disminución generalizada tendería a ser nulo. Pero la distribución de la abstención está muy lejos de ser homogénea.
“Distintos grupos sociodemográficos votan a niveles muy diferentes en Estados Unidos. Los más bajos se encuentran típicamente entre los jóvenes, que tienden a tener lazos partidarios más débiles y aún no han desarrollado el hábito de votar, y entre los que tienen menores estudios, que tienden a sentirse menos conectados con el proceso electoral. Los grupos étnicos también varían en cuanto a la participación electoral, ya que los blancos y los afroamericanos acuden a las urnas en mayor medida que los latinos o los asiáticos americanos”, explicó Donald P. Green, profesor de política estadounidense en la Universidad de Columbia, consultado por Infobae.
Si se divide a los votantes por el grupo de edad se encuentran diferencias muy significativas. En 2016, por ejemplo, sufragó solo el 43,4% de los votantes registrados de entre 18 y 29 años, según datos de The United States Elections Project, el portal especializado del profesor Michael McDonald, de la Universidad de Florida. Entre los 45 y 59 años, la participación ascendió al 66,2%, y entre los mayores de 60, superó el 71 por ciento.
La distancia es aún mayor cuando se considera el nivel educativo de la población. Entre las personas con secundario incompleto, solo votó el 30,7% en 2016. Entre los que lo terminaron, la tasa subió al 48,8 por ciento. Pero el mayor salto se vio en los estratos superiores: votó el 68,6% de los universitarios y el 85% de quienes tienen estudios de posgrado, casi el triple que entre los que no completaron el secundario.
La misma tendencia se verifica cuando se divide a los ciudadanos por el nivel de ingresos familiares. En promedio, votó en 2016 el 41,4% de los que viven en hogares que reportan menos de 10.000 dólares al año, según una encuesta de la Oficina del Censo de los Estados Unidos. En el otro extremo, quienes informan ingresos por más de 150.000 dólares al año tienen una tasa de participación de 80,3 por ciento.
“La participación está influida por la demografía, las leyes electorales, factores actitudinales y los esfuerzos de movilización. Ciertamente hay otras consideraciones, incluido el clima del día de las elecciones, pero ésas son probablemente las más consistentes. En lo que respecta a la demografía, la educación y los ingresos aumentan los beneficios percibidos de votar y reducen sus costos en lo que respecta a la posibilidad de navegar por los requisitos de inscripción electoral y de adquirir la información necesaria para evaluar a los candidatos y los partidos. También es más probable que voten las personas de edad, en parte porque suelen haber vivido en su comunidad actual durante un período de tiempo más largo, por lo que no necesitan volver a inscribirse, como les pasa a quienes se mudan, y una vez que han votado es más probable que vuelvan a hacerlo”, dijo a Infobae Tom Hansford, profesor de ciencia política de la Universidad de California en Merced.
Este sesgo etario y de clase tiene varias razones. Sin dudas, incide que se vote un martes, un día laborable, a diferencia de la mayor parte del mundo, que vota los domingos. Hay personas que por su jornada laboral no tienen forma de acudir a un centro de votación. Tanto o más decisivo es que el empadronamiento no es automático, y en algunos estados existen muchas trabas que dificultan enormemente la posibilidad de registrarse.
“Hay mucha variación en las tasas de participación de un estado a otro. Por ejemplo, los que tienen niveles de educación superiores al promedio tienden a tener mayor concurrencia, pero esta suele ser menor en aquellos con altos niveles de pobreza. Otro factor importante son las leyes de registro de votantes, porque cada estado es libre de establecer sus propios requisitos, dentro de límites muy amplios. En varios de ellos, se permite a los electores registrarse para votar el mismo día de las elecciones, mientras que en otros deben hacerlo tres o cuatro semanas antes”, contó Thomas M. Holbrook, profesor de gobierno de la Universidad de Wisconsin-Milwaukee, en diálogo con Infobae.
Eso explica que en Estados Unidos, tomando como referencia las elecciones de 2016, esté empadronada menos del 86% de la población en edad de votar, cuando en Alemania, Francia, Reino Unido, Japón, Canadá y España es más del 91%, y en Italia es el 89 por ciento. Obviamente, esas trabas burocráticas no afectan a todos por igual: cuanto menores son los recursos económicos y educativos de una persona, más difícil le resulta moverse en el áspero universo de las gestiones burocráticas.
“Los estados tienen mucha libertad para establecer las leyes que rigen el proceso de registro y la forma en que se emiten los votos –dijo Hansford–. Por ejemplo, algunos facilitan la votación por correo, mientras que otros no. Ciertos estados permiten que los delincuentes condenados voten tan pronto como salen de prisión, pero otros les impiden votar incluso después de su liberación. Todas estas leyes hacen a lo fácil o difícil que es votar y, por lo tanto, influyen en la tasa de participación”.
Como las desigualdades sociales suelen tener mucha correlación con lo que en Estados Unidos se conoce como desigualdades raciales –más allá de lo problemático del término–, no sorprende que también haya diferencias importantes en la participación de las distintas comunidades étnicas. Entre quienes son clasificados como blancos no hispanos en el censo, la participación fue del 64,7% en 2016, casi cinco puntos más que los afroamericanos (59,9%) y 20 más que los hispanos (44,9%).
Todos estos datos muestran qué sectores terminan incidiendo más en las elecciones, pero de por sí no dicen a qué partido favorece este fenómeno. Si bien no se pueden sacar conclusiones terminantes, hay algunos indicios claros de que el Partido Republicano tiende a salir ganando.
“En el pasado reciente, los patrones de participación han tendido a inclinarse hacia el Partido Republicano. Por ejemplo, sabemos que es más probable que vote la gente con mayores ingresos, y sigue habiendo una correlación positiva entre los ingresos más altos y la filiación republicana, así que esa es una fuente. Por otro lado, los votantes más jóvenes tienden a ser demócratas, y estos han tenido históricamente tasas más bajas que los estadounidenses de mayor edad. Por supuesto que estos patrones pueden ser trastocados en cualquier elección, pero son importantes”, dijo a Infobae Nathan J. Kelly, profesor del Departamento de Ciencia Política de la Universidad de Tennessee.
El primer problema para los demócratas es que tienen una amplia ventaja sobre sus rivales entre los más jóvenes, que votan en menor proporción. El 54% de las personas de entre 24 y 39 años se siente más cerca de ellos que de los republicanos, con quienes se identifica el 38 por ciento, de acuerdo con el Pew Research Center. En el resto de los grupos de edad hay mayor paridad y el partido de Donald Trump tiene una pequeña ventaja entre los mayores de 56 años: de 47% a 46% hasta los 74 años, y de 49% a 48% de ahí en adelante.
Los demócratas pueden revertir en parte esa desventaja por su penetración entre los sectores de mayor nivel educativo. Los republicanos dominan por 48% a 44% entre quienes no completaron la escuela secundaria, y hay paridad entre los que sí, pero no llegaron a obtener un título universitario. En cambio, entre los graduados, los demócratas se imponen por 53% a 40%, y entre los que tienen estudios de posgrado, por 61 a 33 por ciento.
Pero el mayor reto para los demócratas es plasmar en las urnas la abrumadora mayoría que tienen entre las minorías étnicas. Es cierto que entre los blancos no hispanos los republicanos se imponen por 53% a 42%, pero entre los afroamericanos pierden por 10% a 83%; entre los hispanos, por 29% a 63%; y en el resto, por 17% a 72 por ciento.
Estados Unidos 2016 vs Estados Unidos 2020
“Según mis investigaciones –dijo Hansford–, una mayor tasa de participación en las elecciones presidenciales aumenta el porcentaje de votos para los candidatos demócratas y para los retadores. Esto significa que, en promedio, el aumento de la concurrencia no tiene mucho impacto cuando hay un presidente demócrata, porque los efectos se contrarrestan mutuamente. Es lo que pasó en 2016. Pero, cuando hay un presidente republicano, una mayor participación debería beneficiar mucho a un retador demócrata. Es la situación este año. La importante advertencia que hay que hacer es que estas conclusiones se basan en patrones generales de la segunda mitad del siglo XX. Y, como todo el mundo insiste, estos no son tiempos normales ni promedio”.
El nivel de participación general en los comicios de 2016 estuvo dentro del promedio de las últimas tres décadas, lo cual llevaría a pensar que no fue decisivo en el triunfo de Trump. Sin embargo, cuando se analizan los datos más en detalle, es posible llegar a una conclusión diferente.
Por un lado, votó el 64,7% de los blancos no hispanos, un sector en el que el Partido Republicano, y Trump específicamente, tienen una ventaja considerable. Su participación creció tres puntos en comparación con las presidenciales de 2012, una diferencia potencialmente crucial en una elección que se definió por muy poco: Hillary Clinton recibió casi tres millones de votos más en todo el país y Trump se impuso en el Colegio Electoral gracias a ganar algunos estados clave por menos de un punto de ventaja.
Pero mucho más decisiva que la suba en la participación de los blancos fue la baja de los afroamericanos: pasaron de 67,4% en 2012 a 59,9% en 2016. No es casual que Barack Obama ya no fuera el candidato demócrata: 2008 y 2012 fueron las únicas elecciones de la historia en las que los afroamericanos superaron proporcionalmente al resto de los grupos. Es una de las razones por las que Biden eligió a Kamala Harris como su compañera de fórmula.
Los hispanos estuvieron lejos de compensar esa sangría de probables votos demócratas. Subieron, pero muy poco: de 43,1% a 44,9% entre 2012 y 2016, cuando en 2008 habían alcanzado 46,5%, el máximo en el período.
“Las bajas tasas de concurrencia de los afroamericanos en el Medio Oeste ciertamente contribuyeron a las estrechas victorias de Trump allí. No está claro qué pasará en 2020 dadas las inusuales condiciones. Si fueran ordinarias, esta sería una elección de muy alta participación, dado el elevado nivel de interés de los votantes en ambos lados”, afirmó Green.
Es difícil no suponer que las diferencias en los niveles de participación jugaron un rol importante en Wisconsin, Michigan y Pennsylvania, tres estados históricamente azules, en los que Clinton lideraba en las encuestas, pero terminó perdiendo por menos de un punto. Esa diferencia entre lo que mostraban los sondeos y lo que terminó ocurriendo en los centros de votación podría deberse, al menos en parte, a que una porción de los tradicionales votantes demócratas se quedó en su casa.
Christopher H. Achen es profesor emérito de política de la Universidad de Princeton. Junto a Jeremy Darrington, realizó tras las elecciones de 2016 un estudio pormenorizado sobre la participación electoral en esos tres estados, que marcaron el resultado de los comicios: si Clinton los ganaba era presidenta.
“La elección tuvo efectos muy variados en la participación”, explicó Achen, consultado por Infobae. “Bajó la de los afroamericanos, presumiblemente porque Obama ya no se presentaba. En los municipios abrumadoramente blancos, cayó alrededor de dos puntos porcentuales en Wisconsin, subió un punto y medio en Michigan, y subió alrededor de tres puntos en Pennsylvania. Trump hizo crecer un poco el voto republicano logrando que más gente acudiera a las urnas y, en parte, poniendo de su lado a algunos ex votantes de Obama. No hay una relación simple entre los cambios en los niveles de participación y los resultados. Sin embargo, el aumento de la concurrencia benefició a Trump, a veces de manera dramática, en los lugares menos educados. Estimamos con cautela que si el efecto de participación hubiera sido igual para ambos partidos, Clinton habría ganado Michigan y Pennsylvania, y Wisconsin habría sido un empate”.
¿Esto significa que si aumenta la participación en 2020 van a ganar los demócratas? No necesariamente, porque depende de quiénes vayan a votar. Pero, como los blancos no hispanos tuvieron un nivel de concurrencia muy importante en 2016, es probable que si hay un crecimiento general ahora se explique más por un mayor activismo de las minorías, lo que beneficiaría claramente a Biden.
¿Hay razones para esperar un incremento de la participación? Sí. La más importante es que las elecciones de medio término de 2018 tuvieron la más alta afluencia desde 1966. Votó el 47,1% de las personas en edad, una enormidad para comicios en los que solo se eligen legisladores.
Puede haber sido una casualidad o algo circunstancial, pero todo indica que es una consecuencia de la exacerbación de las tensiones políticas en el país. Así como la crisis de 2008, las protestas generalizadas en todo el país y la emergencia de un líder carismático como Obama motivaron a votar a muchas más personas de lo habitual, la división que se abrió en torno a la figura de Trump está consiguiendo algo parecido. Cuando los ciudadanos se interesan por lo que sucede en la esfera política y creen que hay cosas importantes en juego, la participación tiende a aumentar
Es verdad que la pandemia puede desalentar a algunas personas por temor al contagio. Pero lo que se vio en estos meses es un crecimiento exponencial de la movilización política. El aumento de los conflictos raciales por los notorios casos de violencia policial, que desataron las mayores protestas en muchas décadas, el descontento creciente por una economía que se deterioró y la polarización en torno a cuál debía ser la respuesta al coronavirus radicalizaron a una escena política que ya estaba conmovida.
“La gran pregunta de 2020 es si los blancos sin educación universitaria, que acudieron a las urnas en cantidades inusuales para votar por Trump en 2016, lo harán de nuevo, o si la economía deprimida, la pandemia y tal vez la fatiga electoral han disminuido su entusiasmo –dijo Achen–. Los demócratas se mostraron más animados que los republicanos en las elecciones de medio término. No obstante, Biden es un candidato grande, no muy emocionante para la mayoría de los votantes, así que nadie sabe si los demócratas irán a las urnas en mayor número que en 2016. Si no es así, Trump tiene una buena oportunidad de ganar directamente, o de perder el voto popular de nuevo, pero conseguir una mayoría en el Colegio Electoral en los mismos estados del Medio Oeste, y en Florida, que le dieron la victoria la última vez. Ambos bandos están trabajando duro para motivar a su gente, principalmente organizándose a nivel local y tratando de asustar a sus partidarios con imágenes de lo que pasaría si el otro lado ganara”.
MÁS SOBRE ESTE TEMA: