Pocos quieren pensar en eso ahora: los días son largos y soleados, hay playas y parques para disfrutar de las vacaciones, los restaurantes y los hoteles cumplen con protocolos de seguridad sanitaria. Incluso se habla de una vacuna contra el COVID-19 en el horizonte. Sin embargo, en los Estados Unidos, donde el brote del coronavirus no está controlado (basta con que mejoren las estadísticas en un lugar para que haya un pico en otro) se avecina el invierno.
Invierno equivale a resfríos, gripes, infecciones de garganta y otras enfermedades del tracto respiratorio que complicarán el sistema de salud que, mientras tanto, continuará combatiendo la pandemia de SARS-CoV-2, que seguirá siendo amenazante. Pronto muchos lugares, sobre todo en los estados del norte, perderán los espacios abiertos: el frío no los permitirá ya hasta la primavera de 2021.
“A menos que los estadounidenses aprovechen las semanas, cada vez más escasas, entre el presente y el comienzo del ‘clima de interiores’ para reducir la transmisión en el país, este invierno podría ser sombrío como en una novela de Charles Dickens”, sintetizó Stat la opinión de los expertos en salud pública que consultó sobre qué hacer ante la posibilidad de una segunda ola de COVID-19, cuando todavía sigue dando vueltas la primera.
“Creo que noviembre, diciembre, enero y febrero van a ser meses duros en este país, sin una vacuna”, pronosticó Michael Osterholm, director del Centro de Investigación y Políticas para Enfermedades Infecciosas de la Universidad de Minnesota. Aun si en ese momento se hubiera aprobado una vacuna, lo cual sería un récord histórico para la ciencia, “hay pocas perspectivas de que una gran cantidad de estadounidenses sean vacunados a tiempo”, estimó la publicación sobre medicina.
Los coronavirus que afectan a los humanos, primos lejanos del SARS-CoV-2, que causan resfríos, circulan todo el año; si embargo, los meses cálidos son la temporada baja de transmisión. “Deberíamos tener como objetivo llegar a una transmisión cero antes de abrir las escuelas y poner a los niños en peligro”, dijo Caroline Buckee, subdirectora del Centro sobre Dinámica de las Enfermedades de Transmisión en la Escuela de Salud Pública T.H. Chan de Harvard.
Se corrigió: “A los niños, a sus maestros y a quienes los cuidan”. Y si eso significa “cero gimnasios, cero cine, que así sea”, enfatizó. “Parece que privilegiamos las actividades recreativas antes que la seguridad de los niños dentro de un mes. No puedo comprender que se cambie una cosa por la otra”.
A diferencia de otros países del hemisferio norte que sufrieron la primera ola de este coronavirus a comienzos de 2020, los Estados Unidos no lograron controlar la transmisión. Así los países asiáticos y Europa se preocupan, y se preparan, para la segunda ola, mientras que cada día más de 50.000 estadounidenses reciben un diagnóstico positivo de COVID-19. Esa cifra, desde luego, no incluye a los infectados que no saben que lo están, porque no tienen síntomas y no se confirman como casos.
“Para ponerlo en perspectiva, a este ritmo los Estados Unidos acumulan más casos en una semana que todos los que el Reino Unido ha acumulado desde el comienzo de la pandemia”, comparó Helen Branswell, editora especializada en infecciosas de Stat.
Si bien la transmisión del virus es menos probable en ámbitos abiertos, en particular si se usa una mascarilla y se mantiene la distancia social, una de las cuestiones críticas es, precisamente, que la población no sigue las indicaciones para prevenir el contagio. Kristen Ehresmann, del Departamento de Salud de Minnesota, puso como ejemplo un rodeo que se realizó durante tres días en su estado: a los organizadores se les informó que debían limitar la cantidad de asistentes a 250, pero se negaron a hacerlo.
El problema también se da en eventos de menor escala, como reuniones de familias o conocidos: la gente baja la guardia, como si la epidemia hubiera terminado. “Otros nunca aceptaron la necesidad de tratar de prevenir el virus”, continuó Branswell. Ehresman y otros agentes de la salud pública están desconcertados por el fenómeno de la gente que se niega a reconocer el peligro que presenta el virus: “Esta idea de ’No quiero creerlo, así que no va a ser verdad’”, dijo. “Honestamente, nunca antes realmente tuve que enfrentar algo así cuando se trata de una enfermedad”.
Michael Mina, director de microbiología clínica en el hospital Brigham and Women’s, de Boston, lamenta que a medida que pasan los días se cierra la ventana para someter al SARS-CoV-2, porque la gente trata de recuperar la normalidad de la vida en lugar de aceptar la realidad de la pandemia. “Seguimos desperdiciando cada oportunidad que tenemos. El mejor momento para aplastar una epidemia es cuando las características del medio ambiente frenan la transmisión. Es la única oportunidad en el año, es una ayuda extra”.
El resto del tiempo, ya se sabe, porque ya sucedió: restricciones, cierres, confinamiento, cuarentena. “Reducir la transmisión requeriría que la gente siguiera haciendo sacrificios, que aceptara que la vida post-COVID no puede seguir normalmente, no mientras haya tantas personas que se mantienen vulnerables al virus”, siguió el artículo. “En cambio, la gente se libera a toda velocidad de las cadenas que representaron los esfuerzos para suprimir el coronavirus, aparentemente convencidos de que un puñado de semanas de sacrificio durante la primavera fue una solución definitiva”.
El país parece haberse estabilizado en un patrón peligroso, según Osterholm: un aumento de casos en una localidad provoca que la gente tome conciencia y practique las medidas de prevención temporalmente, pero apenas los contagios y las muertes comienzan a declinar, se crea la falsa impresión de haber derrotado al virus y las medidas se relajan, y se abandonan, por el deseo —y no la posibilidad real— de volver a la normalidad.
“Como un fenómeno de todo o nada”, comparó Anthony Fauci, director del Instituto Nacional de Alergias y Enfermedades Infecciosas (NIAID) de los Estados Unidos.
Osterholm advirtió que apenas se inicie el ciclo escolar —en muchos estados del país, los niños desde el jardín de infantes hasta el final de la primaria empiezan las clases a finales de agosto— la transmisión va a aumentar, y seguirá así en las semanas siguientes, cuando abran las aulas universitarias. Su estimación es pesimista: “Los próximos picos excederán, y mucho, lo que hemos vivido. El invierno sólo va a reforzar eso”.
Buckee teme que, si el país no cambia la trayectoria en la que se halla, en el futuro serán inevitables nuevos cierres y medidas de confinamiento. “Francamente no veo la manera de que tengamos abiertos los restaurantes y los bares en el invierno. Habrá un resurgimiento. Todo se cerrará de nuevo”, arriesgó.
Fauci se manifestó a favor de un ajuste en las medidas de reapertura, con énfasis en un fuerte mensaje: reducir la transmisión hoy dará buenos resultados más adelante. En particular los jóvenes de 20 a 25 años tienen que comprender que, si bien desde el punto de vista estadístico son los que menos probabilidades tienen de morir de COVID-19, su contagio implicará que sus padres y abuelos se contagien, y ellos sí tienen más chances de sufrir una infección grave y un desenlace fatal. Por otra parte, recordó Stat, dada la complejidad que sigue revelando el cuadro completo que causa el coronavirus, hay problemas de salud de largo plazo que sí pueden afectar a los jóvenes.
“No están solos en un vacío”, dijo Fauci. “Transmiten el virus a aquellos que van a terminar en el hospital”. Por el sistema de red que establece la fácil propagación del SARS-CoV-2, es necesario que la gente coopere junta para lograr que los casos lleguen a un nivel más manejable “si esperamos evitar un invierno desastroso”. Pero sin un esfuerzo total “los casos no van a bajar”, advirtió.
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