Los diplomáticos de vieja alcurnia están escandalizados. Las relaciones entre las naciones, ahora, se ventilan a través de las redes sociales. Por cientos de años, esas comunicaciones se condujeron por canales discretos, repletos de gestos y con pocas o ninguna palabra pública. Como muchos otros supuestos, éste también está en duda. La revolución científica y tecnológica que estamos viviendo modifica el mundo en forma radical y las relaciones internacionales no pueden ser una excepción. La “tweetdiplomacia” o “diplomacia del hashtag” está acá para quedarse. También para crear confusión, trastornar las comunicaciones entre los líderes y aumentar las tensiones globales.
Que la red social Twitter sea utilizada para enviar saludos públicos de cumpleaños o para jactarse del triunfo de un equipo de fútbol no impide que otros mensajes tengan mucha mayor trascendencia. Y también puedan poner en peligro la paz y la democracia. Así lo analiza un nuevo estudio del Centro de Ciencia y Seguridad del King’s College de Londres acerca de cómo los funcionarios y agencias gubernamentales utilizan esa red social durante las crisis globales. Un buen ejemplo de esto es el tuit que envió en 2018 el presidente Donald Trump respondiendo y desafiando a su par de Corea del Norte: “El líder norcoreano Kim Jong Un acaba de declarar que el `Botón Nuclear está en su escritorio todo el tiempo'. ¡Que alguien de su agotado y hambriento régimen le informe de que yo también tengo un Botón Nuclear, pero es mucho más grande y poderoso que el suyo, y mi Botón funciona!”.
Ya sabemos que Trump es el “campeón global” de los mensajes en 280 caracteres. Es su marca de fuego. Hay varios relatos de sus colaboradores que lo describen en el dormitorio de la Casa Blanca, durante la madrugada, respondiendo a notas periodísticas o mensajes de sus pares de todo el mundo. Y eso también lo hace susceptible de respuestas acordes. Durante la crisis entre Estados Unidos e Irán de enero de 2020, el líder supremo iraní, el ayatollah Ali Khamenei, compartió una imagen de la cara de Donald Trump marcada por la mancha enrojecida de una mano, como si le hubieran dado una bofetada.
“Cuando el tweet constituye el mensaje puede estar sujeto a una mala interpretación y la tergiversación. Por supuesto que hay veces en las que demasiados matices pueden interponerse en el camino y un tweet impactante es mejor para transmitir un mensaje clave con la urgencia y la claridad necesaria. Pero estos tweets deben ser usados con moderación para lograr el máximo efecto, de modo que se pueda notar su especial importancia, y mantener en consonancia con otras comunicaciones de alto nivel, incluidas las enviadas en privado a través de canales diplomáticos formales”, escribió Sir Lawrence Freedman, profesor emérito del King´s College en su presentación del “paper” “Escalation by Tweet: Managing the New Nuclear Diplomacy”. “Este estudio muestra también que Twitter es en gran medida una conversación que tiene lugar en el mundo de habla inglesa, y en particular en Estados Unidos (60 millones de cuentas; Trump tiene 29 millones de seguidores). Sin embargo, hay muchas menos cuentas en los países antagonista de Estados Unidos y sus aliados, donde el acceso a los medios de comunicación social es fuertemente controlado. Esto crea una asimetría significativa. Los líderes políticos de estos países pueden intervenir en la conversación americana mientras mantienen sus propias conversaciones relativamente cerradas. Corren menos peligros”.
Frente a Trump y su verborragia tuitera, China no podía quedarse muda. Twitter está bloqueado en ese país, pero sus diplomáticos utilizan la red para defender las posiciones del gobierno rompiendo el discurso estereotipado del poder comunista. En diciembre pasado sucumbió a los encantos de los mensajes en 280 caracteres la propia cancillería china. Y envió mensajes nada diplomáticos. “Algunos están dispuestos a tragarse las mentiras más que las informaciones verificadas. ¡Absurdo y preocupante!”, tuiteó el ministerio sobre un supuesto ex espía chino que solicitó asilo a Australia. “¿China se habría enriquecido gracias al dinero de Estados Unidos? ¡LOL! (”laugh out loud”, me mato de risa)”, publicó unos días más tarde, burlándose de las afirmaciones estadounidenses según las cuales Washington tuvo un papel decisivo en el desarrollo económico chino.
Los funcionarios de Beijing alrededor del mundo comenzaron a imitar a su cancillería. La embajadora en Nepal publicó una foto suya delante de templos nepalíes creando mayor controversia con esa nación ocupada, su colega de Sudáfrica publicó poesía occidental diciendo que es mejor que la local y el de Londres defendió con vehemencia al gigante de las comunicaciones Huawei frente a las sanciones. Todo esto mientras el régimen de Xi Jingping mantiene su “Gran Muralla digital” que bloquea el acceso en el país a las redes sociales extranjeras, como Facebook, Twitter, Instagram o YouTube.
Heather Williams y Alexi Drew, loa autores del informe del King´s College dicen que “si bien los tweets de los funcionarios gubernamentales pueden ayudar a dar forma a la narrativa pública y proporcionar una mayor comprensión de la toma de decisiones, también pueden crear graves problemas entre las naciones”. Y agregan: “Twitter permite compartir impulsivamente mensajes contundentes y sin mediación. Evidentemente no es un medio ideal para elaborar mensajes diplomáticos matizados”.
También observan que, dado que los estadounidenses constituyen la mayor base de usuarios de Twitter (con 59,35 millones de usuarios), los ciudadanos y los responsables de las decisiones de Estados Unidos son desproporcionadamente susceptibles a las campañas de desinformación. Y citan, específicamente, la campaña realizada por los hackers que responden al gobierno de Rusia y que influenciaron en la campaña presidencial de 2016 que llevó a Trump a la Casa Blanca. También se sabe de una interferencia realizada por dos ex empleados de la compañía Twitter que utilizaron sus conocimientos internos del funcionamiento de la red para conseguir información sobre disidentes árabe sauditas y la vendieron al gobierno de Ryhad.
Los hackeos llegaron hace unos días hasta las cuentas de algunos de los personajes más famosos, desde Elon Musk y Bill Gates hasta Barak Obama y el candidato presidencial demócrata Joe Biden. Tenían el propósito de realizar una estafa con cryptomonedas (les reportó 116.000 dólares a los ciberpiratas) pero la maniobra podría haberse usado para apropiarse de información sustancial e influir en la discusión global de una manera catastrófica. En 2011, los hackers accedieron a la cuenta de NBC News para publicar noticias falsas sobre un ataque terrorista en la Zona Cero de Manhattan. En esa oportunidad, la reacción de los periodistas y de las autoridades fue casi inmediata y la información no tuvo el efecto esperado. Sin embargo, cuando la cuenta de la Associated Press fue secuestrada tres años más tarde para enviar un tuit en el que se informaba que la Casa Blanca había sido bombardeada, el mercado de valores de Wall Street sufrió una caída estrepitosa, más allá de que fue un sacudón breve.
Sarah J. Jackson, autora del libro “#Hashtag Activism: Networks of Race and Gender Justice”, señala que la red social “alimentó la crítica cultural, las demandas políticas y amplió el conjunto de voces que se deben escuchar, incluidas las de los políticos”. Y agrega que “en los últimos diez años con la explosión de las redes sociales, los políticos que no aceptan ser escudriñados, corren el riesgo de no ser aceptados, no ser votados…Pero todo esto, por supuesto, es un arma de doble filo. Por un lado, te hace popular pero esa popularidad también puede destruirte. Y eso tiene su correlato en las relaciones diplomáticas. Un tuit puede servir para estrechar lazos o para lanzar una guerra nuclear”.