El viernes 17 de julio, pasadas las 10:30 de la noche, había muy poca gente en el McDonald’s de Lake Wales, una localidad ubicada en el centro de la península de la Florida, Estados Unidos, unos 85 kilómetros al sur de Orlando. En la ventanilla para pedidos desde el automóvil, el empleado vio acercarse un vehículo al carril y dijo mecánicamente:
—Bienvenidos a McDonald’s, ¿puedo tomar su orden?
En ese mismo momento, a 15 kilómetros hacia el sur, en el camino de tierra que da al lago Streety, en el pueblo de Frostproof, Cyril Rollins escuchaba las que serían las últimas palabras de su hijo Brandon, al que encontró acribillado. No las entendía; apenas captaba fragmentos, sílabas. Brandon, que había salido a pescar con sus amigos Keven Springfield y Damion Tillman, lo había despertado con una llamada poco antes. Pero al atenderlo no había escuchado nada.
—Brandon, dime. ¿Estás ahí?
—Socorro —oyó al fin, y de nuevo silencio.
Se vistió como pudo y corrió hasta el lago donde solían ir los jóvenes. Olvidó su celular en la casa. Al llegar vio dos camionetas —la de Brandon y la de Damion, reconoció— que lucían como un mal presagio, con las puertas abiertas en el medio de la nada de un camino de tierra roja, distinguibles apenas cuando las iluminaba con los faros de su automóvil.
—10 hamburguesas dobles con queso y dos McPollos —dijo entonces Robert Wiggins, en el drive-thru del McDonald’s. Lo acompañaban solo dos personas más, pero tenían apetito, o estaban nerviosos, o las dos cosas: se los acusa de haber dejado los tres cadáveres a orillas del lago Streety.
A su lado, su hermano “TJ” —la persona que había disparado la lluvia de balazos, según la policía del condado de Polk— asintió. Y agregó, dirigiéndose a Mary Whittemore, su novia, sentada en el asiento trasero, y a Robert:
—Nunca estuvimos allí.
—¿Disculpe? —preguntó el empleado del McDonald’s, que no había logrado escuchar con claridad por el intercomunicador.
Terminaron la ceremonia del pedido —que si papas fritas o no, que si el combo tal o cual, que si ketchup o mayonesa, que si bebidas extragrandes o normales— y avanzaron hasta la ventanilla donde pagaron y retiraron su comida. Regresaron al parador de casas rodantes donde vivían, estacionaron el vehículo que les había prestado una familiar de los Wiggins, y cenaron más o menos a la misma hora en que los paramédicos recogían los tres cuerpos en Lake Streety Road.
El sábado siguiente al triple homicidio, el sheriff del condado de Polk, Grady Judd, decidió ofrecer una conferencia de prensa en la misma escena donde habían sucedido los hechos: el caso había comenzado a resonar en la prensa de los Estados Unidos. “Este es Lake Streety Road, y es lo más lejos que se puede llegar en estos bosques”, comenzó. “Es una zona tranquila. Hay un lago hermoso en el que tres amigos muy cercanos vinieron a pescar anoche. Y los tres están muertos. Fueron asesinados. Peor que eso: masacrados”.
Dio sus nombres, previa autorización de las familias; estableció una secuencia de hechos (que luego fue corregida) y pidió la cooperación de los vecinos. Había una línea para pistas anónimas, había una recompensa de USD 5.000 (que pronto creció a USD 30.000) por información veraz. “Es algo horroroso”, dijo Judd. “He estado en muchas escenas del crimen, y esta se clasifica entre las peores”.
No se hallaron indicios de que se tratara de una operación de drogas que se hubiera descarrilado; las familias tampoco podían imaginar un móvil para el asesinato de tres jóvenes —Tillman, 23 años; Rollins, 27 y Springfield, 30— que no tenían dinero ni enemigos. Parecía un asesinato múltiple sin sentido. O había una historia oculta. Para eso pedía la cooperación de la comunidad, un área rural de 3.200 habitantes en la que todo el mundo se conoce.
La línea para pistas anónimas y el teléfono del sheriff comenzaron a repetir un nombre: Tony, o “TJ” Wiggins.
—Pero ¿usted tiene algún dato concreto? ¿Usted lo vio? —preguntaban los policías.
—No, no pero...
“En esta pequeña comunidad, él es el sospechoso principal para cualquier cosa”, diría luego Judd en su última conferencia de prensa, en la que anunció la detención de los hermanos Wiggins y de Whittemore. “A los 26 años, acumula 230 imputaciones de delitos graves. El primero lo cometió a los 12 años. Actualmente está libre bajo fianza por romperle el brazo a un hombre con una barreta. Robo a mano armada, hurto, agresión con lesiones, resistencia a la autoridad, golpes a un anciano... Es salvaje y hostil”.
Eso, sin embargo, no constituía una base razonable para interrogarlo. Entonces uno de los investigadores encontró cerca de la escena del crimen una bolsa de la tienda Dollar General con un recibo.
La cámara de seguridad mostró a Tillman haciendo una compra; mientras esperaba para pagar, alguien le hizo un comentario. Tillman se dio vuelta, tuvo un intercambio aparentemente amable, y entonces la persona entró en el cuadro de la cámara: era “TJ” Wiggins.
El empleado que los había atendido los recordaba: Damion —sabía quién era, solía comprar allí— le había dicho al hombre, que se apuró a pagar detrás de él, que iba a ir a pescar al lago, donde se encontraría con Springfield. Todos se conocían. Pocos se llevaban bien con “TJ”: “Siempre fue difícil, desde que era un chico”, dijo luego, llorando, la madre de Brandon Rollins. “No podía dejar de pensar en que había sido él”.
Al salir de la tienda —eran las 9:56 de la noche del viernes 17 de julio— “TJ” le dijo a Robert, que conducía, que quería pasar por el lago Streety antes de regresar al parador donde tenían su vivienda precaria, una suerte de casa rodante que nunca conoció la carretera, sin agua corriente ni electricidad, por lo cual dependían de un generador.
Los muertos no eran más prósperos. De hecho, las páginas en las redes sociales de las víctimas y de los asesinos muestran un estilo de vida similar: los cortes de pelo, los tatuajes, las barbas se parecen; en las fotos hay bebés en espacios humildes; las camionetas podrían ser intercambiables. Todos vivían en la zona que va de Frostproof a Lake Wales, que si fuera un círculo tendría 20 kilómetros de diámetro. La oficina del sheriff invitó a la comunidad a donar dinero para los funerales de Rollings, Tillman y Springfield.
—Si alguien tiene la intención de ayudar a estas personas a enterrar a sus seres queridos, será muy apreciado. Porque no hay nada peor que tener que enterrar a un hijo, excepto tener que enterrar a un hijo y no tener dinero.
Robert, de 21 años, obedeció a su hermano mayor y manejó hasta Lake Streety Road, donde se divisaban las camionetas —roja la de Tillman, blanca la de Springfield— de los amigos que habían ido a pescar: Tillman había llegado solo, los otros dos, juntos. Mientras “TJ” se bajaba, Brandon hacía lo mismo, del asiento del acompañante de la pick up blanca, y apuntaba una linterna para ver quién estaba detrás de ellos. El camino de tierra no era un sitio por el cual la gente pasara de pura casualidad.
“TJ” se le tiró encima y lo empujó contra el vehículo, según la policía. Sacó un arma, una Smith & Wesson de 9 milímetros, y le apuntó a la cabeza mientras le preguntaba:
—¿Dónde está Keven?
En el forcejeo, la linterna iluminó el interior de la camioneta: Wiggins vio a Springfield en el asiento del conductor, inmóvil.
Brandon volvió al asiento del acompañante, acaso pensando en que Keven y él podrían escapar más fácilmente de ese modo; Damion se acercó, vio los movimientos y comenzó a gritar:
—¡Baja el arma! ¡Baja el arma!
Junto a la puerta del conductor de la pick up blanca, “TJ” apuntaba a Keven y repetía:
—¡¿Dónde está mi camioneta?! ¡¿Dónde está mi camioneta?!
—No sé de qué me hablas —dijo Keven.
—Claro que sabes, ¿dónde está mi camioneta? Tú vendiste el motor de mi camioneta.
Según la reconstrucción posterior de la policía, Wiggins acusaba a Springfield de haberle robado su pick up con ese fin.
—No sé de qué me hablas —volvió a decir Keven, y “TJ” lo golpeó dentro del vehículo.
Damion comenzó a caminar hacia el suyo mientras seguía gritando:
—¡Baja el arma, baja el arma!
El miércoles 22, en la conferencia de prensa para anunciar la detención de los hermanos Wiggins y de Whittemore, el sheriff resumió: “‘TJ’ está descontrolado, repite: ‘¿Dónde está mi camioneta?‘, y comienza a disparar a Keven y a Brandon, que están ambos dentro de la pick up. Se estima —todavía está bajo investigación— que disparó unas nueve o diez veces. Las heridas eran tan graves que, incluso si hubiera habido una sala de emergencias enfrente, no podrían haberles salvado las vidas”.
Siguió: “Entonces ‘TJ’ se da vuelta y comienza a dispararle a Damion, que está en su camioneta. También varias veces. Vuelve a la de Keven para buscar el magazine de su arma, que cree que se le cayó allí. Abre la puerta del conductor y Keven rueda al piso; así lo encuentran los paramédicos”. Wiggins recuperó el magazine y lo guardó.
Robert observó a su hermano desde el asiento, al igual que Mary. “Eso dijo —agregó Judd, con incredulidad—: Cuando vio a su hermano sacar el arma, iba a bajarse, pero todo sucedió muy rápido”. Mary ni siquiera habló de la escena: “No coopera con la policía ni para que escriban su apellido correctamente, que tiene una grafía infrecuente. Calla y miente para proteger a su novio”.
En todo caso, poco después de la balacera, Robert debió bajarse porque “TJ” le pidió que lo ayudara a trasladar el cuerpo de Damion de su camioneta a la caja de la de Keven. Lo hizo.
“Y se van”, siguió el sheriff. Habían pasado 10 minutos desde su llegada. “Manejan hasta un lugar que no dicen, donde supuestamente desarman el arma y se deshacen de ella. Entonces van al McDonald’s de Lake Wales”.
Brandon recobró la conciencia por un momento y llamó a su padre; cuando Cyril Rollins llegó y vio la escena, quedó tan consternado que no se le ocurrió buscar uno de los teléfonos de los muchachos para llamar a emergencias: volvió a su vehículo y se dirigió a una gasolinera cercana para pedir ayuda. Entonces regresó junto a su hijo, que le habló dificultosamente por unos segundos, hasta que murió.
El sábado, mientras Cyril Rollins estaba en el hospital, descompensado por el impacto emocional, Robert fue a devolver la pick up a la prima que se la había prestado. La mujer se quejó: estaba llena de barro rojo. Entonces, Robert la pasó por un lavadero de autos y volvió a dejarla a su dueña. “TJ” había limpiado el interior, donde habían quedado restos de sangre en el asiento del acompañante, que él había ocupado.
No quería volver a la cárcel. Su largo prontuario lo había conducido a 15 condenas, dos de las cuales incluyeron estadías en la cárcel estatal, aunque la mayoría fueron en la cárcel del condado.
Si se contaran sus días desde que se convirtió en mayor de edad hasta ese viernes de 2020 de los asesinatos, habría pasado tanto tiempo en libertad como en detención. En marzo había pagado una fianza de USD 6.000 luego de haber sido acusado de agresión agravada con un elemento mortal; esperaba la primera audiencia del juicio para el 30 de julio. En general los delitos que cometió habían sido robos con armas o hurtos mayores; también agresiones, ataques agravados, robo en propiedad abandonada. Nunca antes había matado.
“Mary, de 27 años, no tiene historia criminal”, dijo Judd en la conferencia de prensa. “Y Robert cometió un delito menor, eso es todo”.
Pero luego del video en el Dollar General, la policía tenía motivo para querer hablar con ellos. “El lunes llegamos hasta el parador, y los tres mintieron”, siguió el sheriff. “Robert y Mary mintieron repetidamente, para proteger a ‘TJ'. Y ‘TJ’ mintió. Lo único en común que tuvieron todos los interrogatorios fue la compra en McDonald’s”.
Gracias a una orden de allanamiento, la policía de Polk pudo revisar el interior de la casa rodante. Encontraron dos escopetas y dos carabinas semiautomáticas: como ex convicto, ‘TJ’ no podía tener armas. Cuando dieron con un casquillo servido de 9 milímetros, lo detuvieron. Los policías les pidieron a la novia y el hermano que se sometieran a un interrogatorio aclaratorio.
Whittemore dijo que había comprado las municiones el 9 de julio, a pedido de su novio; la policía encontró también el registro de la cámara de seguridad del comercio. También reconoció que había estado en el Dollar General el viernes a la noche. Cuando le pidieron detalles, comprendió lo que sucedía y se negó a hablar hasta estar acompañada por un abogado.
En otro interrogatorio, al mismo tiempo, Robert admitió que conducía y que había devuelto la camioneta a la familiar que se las había prestado; la policía detectó las huellas de sangre en el lado del pasajero, aunque no eran visibles. Cuando le dijeron eso, confesó que había visto desde el volante cómo su hermano asesinaba a los tres.
¿Cuál había sido el motivo que lo había impulsado a matar así?
“Por lo general el asesinato común es por drogas, por dinero, por episodios domésticos”, explicó el sheriff. “No hay evidencia de drogas en ninguno de los vehículos de las víctimas. No hay latas de cerveza, no hay metanfetamina, no hay nada. Tampoco en los sospechosos hay indicios de drogas en absoluto. Lo único que parece suceder es que ‘TJ’ estaba enojado por alguna clase de negocio con una camioneta que sucedió algún tiempo atrás. El único conflicto que vemos es este: ‘¿Dónde está mi camioneta, escuché que vendiste el motor’”. La policía sigue, actualmente, esa pista.
La pericia balística confirmó que el casquillo que apareció en la casa rodante había sido disparado por la misma Smith & Wesson que había matado a los tres amigos. Entonces “TJ” Wiggins fue acusado de homicidio en primer grado, que podría conllevar a la pena de muerte; también de manipulación de pruebas, posesión de armas a pesar de ser un ex convicto y posesión de municiones. La jueza Lori Winstead le impuso una fianza de USD 46.000, pero aun si el sospechoso la pagara debería mantenerse en libertad preproceso, lo cual implica detención domiciliaria con un dispositivo GPS. Para su novia y su hermano, por el momento, las imputaciones se limitan a manipulación de pruebas y complicidad postdelito.
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