Un neoyorkino de origen puertorriqueño, editor de la sección de policiales de un diario hispano, me contó la última semana que la cuarentena del coronavirus desató el consumo de drogas en todo Estados Unidos y que la dificultad de los narcos para transportarlas, así como el aumento de la demanda, llevaron los precios a cifras inauditas. Un gramo de cocaína cuesta 153 dólares, la heroína 1.168 dólares el gramo y el fentanilo 1.600. La marihuana, siempre más barata, llegó ya a los 100 dólares por bolsita de diez gramos. Del otro lado de la frontera, en México, que es de donde proviene la gran mayoría de esas drogas, el fenómeno está fortaleciendo a los carteles del narcotráfico. No solo están recibiendo más dinero por menos droga, sino que la pandemia les dio la oportunidad de mayor control de territorio y compra de voluntades. La crisis del coronavirus tiene consecuencias de todo tipo, pero ésta de las drogas puede ser una de las más letales y perdurables.
Los decomisos de cocaína, metadona, fentanilo, heroína, cannabis y metanfetamina en Estados Unidos aumentaron 44 por ciento entre marzo y mayo, después del cierre de fronteras por la pandemia, de acuerdo con cifras de la Oficina de Aduanas y Protección Fronteriza (CBP). Pero el aumento de los precios y la demanda, compensaron las pérdidas y la ecuación monetaria no se modificó. Los estadounidenses aportan a los carteles mexicanos entre 120 y 145 mil millones de dólares al año. La Universidad de Oxford calculó que los adictos constituyen entre tres y cuatro de cada cien ciudadanos; y al menos seis de cada cien muertes son provocadas directa o indirectamente por el uso de alguna droga. La última medición, de 2017, indica que fueron al menos 172.566 las personas fallecidas por consumir. El 90 por ciento de los que necesitan tratamiento por el consumo de drogas no lo recibe, según la Asociación Médica Estadounidense.
Los estadounidenses aportan a los carteles mexicanos entre 120 y 145 mil millones de dólares al año
Un análisis publicado en el American Journal of Managed Care, muestra que la pandemia también “ha proporcionado un refugio inesperado para la formidable epidemia de opioides” que ya estaba sacudiendo a Estados Unidos. Es el consumo de analgésicos que se utilizan para el tratamiento del dolor, recetados legalmente por médicos, y que tienen un altísimo grado de adicción. Más de 66 millones de estadounidenses consumen opioides como OxiContin, Percocet o Vicodin por sufrir dolores crónicos. El 20% se convierte en adicto. “La cuarentena empujó a las personas que luchan contra esa enfermedad al aislamiento y disminuyó el acceso al tratamiento. Por lo tanto, el distanciamiento social está ocultando una oleada de abuso de opiáceos, y la morbilidad y mortalidad resultante, más grande que cualquiera que hayamos visto antes”, dice el informe. El New York Times, informó que la comunidad científica está alarmada por “el clima epidemiológico actual que se convirtió es un factor de riesgo para la recaída por abuso de sustancias. La pandemia de coronavirus está siendo un desencadenante nacional de recaída en las drogas”.
Los opiáceos son legales y los laboratorios continúan haciendo campañas publicitarias para que aumente el consumo. Pero los adictos necesitan mucho más que recetas de su médico. Y ahí entran los carteles mexicanos que están proveyendo toneladas de fentanilo, un opioide sintético que es de 80 a 100 veces más potente que la heroína o la cocaína, según la Agencia de Control de Drogas, la DEA. El fentanilo, es más fácil y barato de producir que la heroína. Los narcos lo compran en China por 4.000 o 5.000 dólares el kilo y después de un simple refinamiento puede generar 1.600.000 dólares en el mercado estadounidense. Las organizaciones del cartel de Sinaloa y de Jalisco Nueva Generación son las mayores proveedoras. Incluso, le están cediendo mercados de la venta de cocaína a los colombianos, para dedicarse a este nuevo producto mucho más rentable.
Hay otro episodio político que estaría contribuyendo a la expansión de las operaciones de narcotráfico en Estados Unidos y es la salida forzada de Geoffrey Berman, el fiscal del Distrito Sur de Nueva York, que tenía a su cargo las principales investigaciones de las actividades de los carteles mexicanos. Tuvo que renunciar por presiones del secretario de Justicia (Attorney General), William Barr, para que deje de investigar supuestos casos de corrupción en el entorno del presidente Donald Trump. Esto hizo que varios casos pasaran a manos de otros fiscales y que los procesos quedaran en un limbo jurídico. Y cuando la justicia deja un resquicio, el narcotráfico lo aprovecha de inmediato.
Los cambios en el consumo de drogas, que ha pasado de estar basado en plantas (en el caso de la heroína) a necesitar a producción sintética en un laboratorio (para la obtención del fentanilo y las metanfetaminas) han distorsionado los mercados. China se incorporó al negocio del narcotráfico en el que reinaban México, Colombia y Afganistán. Los precursores para elaborar el fentanilo llegan desde Asia a los puertos mexicanos del Pacífico de Manzanillo y Lázaro Cárdenas. Desde allí van a los laboratorios que están en las zonas metropolitanas del Distrito Federal, Guadalajara y Culiacán. Luego, en su gran mayoría (el 75%, según la DEA), es trasladado a Estados Unidos a través de los corredores de tráfico de Tijuana y su conexión con San Diego. Allí operan los carteles de Sinaloa y Jalisco Nueva Generación (CJNG).
Las organizaciones delictivas mexicanas también se beneficiaron de esta pandemia al convertirse, en muchos barrios y pueblos, en la autoridad que impone la cuarentena y que entrega ayuda. El precursor fue el Cartel del Golfo que en abril comenzó a repartir cajas de alimentos en Matamoros y Ciudad Victoria, en Tamaulipas. Y en Guadalajara fue Alejandrina Gisselle, la hija mayor del Chapo Guzmán, el narco más famoso del mundo ahora encarcelado en Estados Unidos, la que se encargó de organizar la distribución de cajas con la figura de su padre y el emblema del Cartel de Sinaloa. Los Zetas, se encargaron de hacer lo propio en Coatzacoalcos, Veracruz. Y Los Viagras, en Michoacan. Allí también hizo su “trabajo solidario” La Nueva Familia Michoacana, que repartió cajas con el sello de un pescado y una frutilla. De esta manera todos sabían que provenían de los líderes del cartel, Jhony Hurtado Olascoaga, alias “El Mojarro,” y su hermano, José, más conocido como “La Fresa”. “De esta manera, los narcotraficantes se presentan ante la población como el poder real. El Estado está ausente y ellos ocupan su lugar. Y mandan el mensaje de que `sí, matan, pero también protegen´”, explica Falko Ernst, el analista senior en México del International Crisis Group.
Todo esto se traduce también en más violencia. El 26 de junio fue atacado al secretario de Seguridad de Ciudad de México, Omar García Harfuch. Un nutrido grupo de sicarios dispararon más de 150 veces a su camioneta blindada cuando transitaba por el barrio elegante de Lomas de Chapultepec. Dos guardaespaldas y su chofer murieron. Él sobrevivió a pesar de los tres disparos que recibió. García Harfuch culpó del hecho al cartel Jalisco Nueva Generación que en las últimas semanas había sido atacado en un operativo conjunto del gobierno mexicano y la DEA por el que se congelaron decenas de cuentas bancarias relacionadas con esa organización. Pero los crímenes narcos no se detuvieron. En junio asesinaron a un juez federal de Colima y el 1 de julio a 26 personas que estaban en una clínica de rehabilitación. Y todos los días hay escaramuzas entre los carteles que terminan con dos o tres muertos.
Las organizaciones narco también aprovecharon la oportunidad para traficar medicinas y elementos de protección por la pandemia. En México hubo decenas de robos de barbijos, vestimenta médica y todo tipo de medicamentos para tratar enfermedades infecciosas. Muchos de estos elementos fueron encontrados, luego, en hospitales de la frontera, tanto del lado estadounidense como el mexicano. Casos parecidos sucedieron en Brasil, donde los comandos de la droga robaron un cargamento de 15.000 tests y dos millones de trajes protectores que habían llegado al aeropuerto Guarulhos de San Pablo. En Honduras desaparecieron miles de máscaras N95. En Colombia fue una enorme partida de paracetamol y otra de alcohol en gel. Todo acompañado de la eterna corrupción enquistada en los estados. En Colombia, se investiga el sobreprecio por más de 20 millones de dólares en contratos de gobiernos provinciales y municipales. En Honduras, está en la mira pro el mismo delito la Comisión Permanente de Contingencias (COPECO). Y lo mismo sucede en todos los otros países latinoamericanos.
Las restricciones de movimiento hicieron que algunos grupos delictivos también se volcaran a los cibertaques. La empresa rusa Kaspersky, que se dedica a monitorear este tipo de movimientos en la red, informó la semana pasada que la mayoría de los delitos que se cometen en Internet en América Latina provienen de Brasil, México y Colombia. Aprovechan que las empresas no operan y que están descuidando su seguridad cibernética para meterse en los sistemas, secuestrar información sensible y pedir rescates. “Están diversificando la entrada de dinero para compensar lo que pueden haber perdido por las dificultades para mover los cargamentos”, explica en un informe la empresa IntSights Cyber Intelligence. Aunque también en este rubro de la distribución, la imaginación narco encontró una solución. Hay reportes de varios países en los que se usaron ambulancias y vehículos fúnebres para el traslado de los cargamentos. En la frontera mexicano-estadounidense se realizan velorios y entierros binacionales de gente que murió de coronavirus y los féretros pasan las aduanas sin mayores controles. En un cajón de muerto caben hasta 200 kilos de cocaína o decenas de miles de pastillas de fentanilo.
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