Despedir a un ser querido siempre ha sido doloroso. Pero en tiempos de COVID-19, es aún más desgarrador.
Desde su auto, y a una distancia de seguridad de 15 metros, Michael Tokar observó por la ventanilla cómo sepultaron a su padre en el Cementerio Mount Richmon, en Staten Island. Por una cuestión de seguridad, no le permitieron salir del vehículo ni acercarse más a la tumba. Él fue el único doliente que acudió a darle al difunto un último adiós.
“Es difícil. Es simplemente, es extraño. Mi padre nos dejó, y nadie puede venir a despedirlo”, dijo Michael Tokar a la agencia AP, que publicó un reportaje del entierro. “Sabía que era un hombre mayor y era consciente de que un día se marcharía. Pero no estaba preparado para esto. Ahora no estoy preparado”, añadió.
A principios de abril, su padre, David Tokar, presentó síntomas de tos y fiebre. A pesar de que fue hospitalizado, no pudieron hacer nada por él, y falleció solo dos días después. En el parte de defunción, los médicos indicaron como causa de la muerte “COVID-19”.
Aunque en las calles de Nueva York impera un silencio apocalíptico, en el Cementerio Mount Richmon domina el ruido. Allí, la Asociación Hebrea de Entierro Gratuito da sepultura a los judíos de bajos recursos económicos; y los enterradores trabajan a contrarreloj para atender el inabarcable número de cuerpos que llegan a bordo de remolques refrigerados. Cavan sin descanso, ayudan a colocar los cadáveres en las tumbas, y con un letrero blanco indican que la parcela está ocupada.
Sentado en el asiento del conductor de su auto, Michael Tokar escuchó al rabino, Shmuel Plafker, a través del celular.
“Voy a ayudar a los hombres a bajar el cuerpo”, le dice Plafker, antes de comenzar el sepelio.
Vestidos con trajes blancos de protección, guantes, y mascarillas, los sepultureros y el rabino utilizan correas naranjas para tender el cuerpo del fallecido en el nicho. Aunque La Torá exige que los entierros se realicen lo antes posible, cumplir este mandamiento resulta difícil por la pandemia, que ha saturado las morgues de los hospitales y ha atestado de víctimas los cementerios.
“Ahora vamos a cubrirle”, explica el rabino a través del teléfono.
Cuando Plafker le preguntó si quería decir unas últimas palabras, Tokar contó que su padre tenía 92 años. Le gustaba coleccionar sellos, amaba el hipódromo y adoraba a sus nietos. Después, el rabino leyó un salmo y afirmó que David Tokar permanecerá siempre en los corazones de aquellos que le amaron. Antes de terminar, dijo que esperaba que esta “terrible plaga” terminara por fin.
En total, la ceremonia duró alrededor de 10 minutos. A unas filas de distancia, Thomas Cortes preparó la siguiente tumba.
“Hay una tristeza tremenda”, contó a la agencia AP. “Si no fuera por esto, estarían vivos. Algunos saludables, otros no tan saludables, pero estarían vivos”, dijo.
Hasta el momento, en Nueva York se han confirmado 256.272 casos de coronavirus, y 19.410 muertes. Muchas de estas víctimas mortales hablaron con sus familiares por última vez por videollamada, antes de que los médicos de la Unidad de Cuidados Intensivos (UCI) les colocaran el respirador. La mayoría de ellos murieron solos, o con suerte, sujetando la mano de un sanitario que escondido bajo el traje de protección, y con el corazón roto, le acompañó en sus últimos momentos.
Algunos fueron enterrados en fosas comunes de Nueva York, o apilados en refrigeradores portátiles como ocurrió en el hospital Sinai-Grace, en Detroit. Otros llegan a velatorios vacíos, a los que nadie acude por las restricciones del aislamiento. Mientras que otros, son despedidos por un hijo que llora desde un auto en la distancia. Imágenes desoladoras que nos recuerdan la devastación de una enfermedad que ha separado para siempre a cientos de miles de familias.
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