Con un fenómeno como el nuevo coronavirus, para el cual los seres humanos no tienen inmunidad natural, ni vacuna, y que se contagia tan intensamente que ha causado una pandemia, los estudios científicos debieron comenzar literalmente de cero. Cada día se suman certezas y nuevas incógnitas, explicó Justin Lessler, profesor de epidemiología en la Escuela Bloomberg de Salud Pública de la Universidad Johns Hopkins, especializado en modelos de transmisión de enfermedades.
Una de los elementos que presentaron, a la vez, confirmaciones y nuevas incógnitas es la edad de la población que puede sufrir COVID-19. Al comienzo, recordó a The New Yorker, se creía que el segmento vulnerable era el de adultos mayores mientras que los niños y hasta los jóvenes parecían tener una respuesta diferente. Hoy, sin embargo, se comprendió que los niños también se infectan: “No desarrollan enfermedades clínicas en la misma proporción que los adultos, pero en tanto más y más gente se está infectando, queda claro que no están protegidos de manera universal. Hemos comenzado a ver algunos casos graves en niños pequeños”, agregó.
Niños, jóvenes y asintomáticos
“No sabemos exactamente cuánto contagian en comparación con los adultos, ni cuánto contagia en general la población asintomática”, presentó el segundo gran tema que destacó entre los aprendizajes recientes de la ciencia. “Pero creo que resulta cada vez más claro que los asintomáticos juegan un papel importante en la transmisión en general”.
Asintomático, aclaró, es “un término difícil de aprehender”. Significa, a la vez, “no detectado” y “probablemente no detectable”. Dos cosas muy diferentes si se quiere calcular cosas elementales como tasa de infección o tasa de mortalidad del nuevo coronavirus. Lo cierto es que “si se observa la forma de las curvas de la epidemia, es difícil explicarlas sin que los niños y los jóvenes asintomáticos no contribuyan a la transmisión”.
No obstante, ese conocimiento viene acompañado por una nueva duda: si bien es posible distinguir una persona con síntomas, no solo es menos fácil identificar una asintomática sino que sobre todo no se puede decir “tú, la persona sintomática, eres tres veces más contagiosa que la persona asintomática”, ilustró. “No hemos llegado a eso todavía. Pero creo que entendemos que las personas asintomáticas, entre las que se incluyen las personas con síntomas leves que no reconoceríamos como infectadas o súper enfermas, pueden transmitir y probablemente ayuden a impulsar la epidemia”.
No, el verano boreal no hará que el coronavirus desaparezca
Mientras el hemisferio sur se dirige hacia el invierno, y por eso a enfermedades estacionales como la gripe, con la amenaza adicional del SARS-CoV-2, en el hemisferio norte, tan golpeado por el COVID-19, muchos tienen la esperanza de ver menguar la pandemia simplemente por la inminencia del verano. El especialista de Johns Hopkins no se cuenta entre ellos: “No hay mucha evidencia”, señaló.
“Existen indicaciones de que en otros coronavirus puede haber una incidencia estacional, así que eso apoyaría esa idea”, siguió Lessler. “La estacionalidad, si existe, puede reducir la cantidad de infecciones en el verano y conseguirnos un poco más de tiempo, y amplificar los efectos de los cierres y las medidas de distanciamiento social para, quizás, empujar la segunda ola de la epidemia más adelante hacia el otoño. Pero creo que la idea de que de alguna manera nos salvará y eliminará la enfermedad es una quimera”.
En primer lugar, argumentó, se comprobó que el COVID-19 se expandió en lugares cálidos: “Hubo un contagio significativo en lugares como Singapur y Tailandia, donde todo el año hay calor y humedad”. Pero además, por su profesión, sabe que no hay un ejemplo previo de una enfermedad que se haya erradicado por combinación de clima cálido con medidas de salud pública como la distancia social. “En realidad sólo existen dos enfermedades erradicadas: la viruela y la peste bovina, y la peste bovina ni siquiera es una enfermedad humana. Con la polio estamos cerca de la erradicación. Pero en todos esos casos tuvimos una vacuna con la que trabajar. Así que no creo que debamos pensar que esto desaparecerá”.
¿Cuántos casos de COVID-19 hay realmente?
Entre las lecciones aprendidas Lessler destacó que “las medidas de distanciamiento social que hemos tomado en este periodo parecen funcionar en muchos lugares”. Pero eso no sólo no permite saber la capacidad de contagio del SARS-CoV-2, sino que en algún punto incluso oscurece la investigación: “Creo que es un poco decepcionante la magnitud de la incertidumbre que seguimos teniendo sobre la verdadera carga subyacente”. Él confiaba en que, a estas alturas, se tendría “una idea más exacta de la cantidad de infecciones ahí fuera”. Pero la cuestión permanece como “la mayor incógnita de todo este asunto”.
Esa “carga subyacente” es, en palabras sencillas, el número total de infecciones, con o sin síntomas. “Sabemos que registramos una cantidad particular de muertes, es una cifra en la que podemos confiar razonablemente. La cantidad de personas hospitalizadas también es algo en lo que podemos confiar. Pero la cantidad de casos confirmados, en cambio, ¿cuánto nos dice? Porque el testeo se ha incrementado mucho en el último mes, y muchos de esos aumentos en casos confirmados se deben en realidad a que se hicieron más análisis”, no a que el COVID-19 se haya expandido en esa medida.
Es algo comparable a los delitos que no se habían tipificado o que las personas no querían denunciar por cuestiones de intimidad: una vez que la ley los enmarca o el tabú desaparece, da la impresión que se genera una ola de esos delitos, cuando en realidad sólo hay una ola de denuncia. El delito ha existido antes, aunque invisible o silenciado.
“La epidemia progresa y también hacemos más pruebas”, siguió Lessler. Esas medidas directas son necesarias pero, a la vez, “provienen de un grupo de personas infectadas que no vemos, y no sabemos cuán grande es ese grupo”.
—¿De qué manera se puede calcular ese grupo? —preguntó The New Yorker.
—Hay dos maneras de llegar hasta esa población que no se ve. Una es conocer la letalidad del virus, o cuánta gente que se puede detectar luego se convierte en casos clínicos. Y todavía no sabemos eso. La incertidumbre en la tasa de mortalidad por infección creo que se ubica entre un extremo superior de 1 sobre 100 (1%) y uno inferior de 1 sobre 1.000 (1‰). La otra manera es hacer un tipo de test distinto del que estamos haciendo.
Actualmente la detección del SARS-CoV-2 se concentra en el virus: encontrar si alguien está infectado en un momento determinado. En cambio, “las pruebas serológicas, que buscan anticuerpos para determinar si alguien ha estado infectado alguna vez”. Aunque ya muchos países están realizando estos tests (que, a diferencia de los otros, requieren una mínima muestra de sangre, no un hisopado de garganta o nariz), no son los suficientes. “Así que no sabemos realmente cuántas personas han estado infectadas. Pero es probable que los estudios serológicos respondan a la pregunta de forma más definitiva, y más pronto que tarde”, alentó el especialista.
Si alguien estuvo infectado, ¿es inmune?
“Tiene que existir alguna inmunidad, porque de algún modo logró eliminar el virus”, razonó. Si alguien sacó el coronavirus de su cuerpo, es porque su sistema inmunológico trabajó y lo logró. En ese caso, la respuesta inmunológica deja anticuerpos específicos para el virus. Y por esa razón, la persona tiene “al menos algo de inmunidad y protección”, agregó, pero la cuestión principal sería otra: “Cuánta inmunidad y protección sigue siendo una pregunta abierta. Podría ser lo que llamamos inmunidad esterilizadora o completa, en la que ni siquiera es posible reinfectarse con el virus”, siguió Lessler. Pero también podría ser “una inmunidad muy débil que se desvanece rápidamente y tal vez atenúa los síntomas pero no detiene la infección”.
Por ahora, siguen las grandes dudas: cuánta protección alcanza para no reinfectarse, cuánto tiempo dura, qué importancia tiene para interrumpir las transmisiones. Y qué diferencia la protección de alguien que superó el coronavirus sin síntomas de alguien que estuvo al borde de la muerte y se recuperó.
“Creo que en la mayoría de los casos es probable que la inmunidad sea un poco más fuerte si alguien tuvo síntomas, porque muchos de los síntomas de enfermedades como esta no son causados por el virus en sí sino por la respuesta inmunológica. Por ejemplo, la fiebre es algo que impulsa el cuerpo al luchar contra el virus", ilustró. “Así que es probable que las personas con síntomas tengan una inmunidad un poco más fuerte que las que no los tienen, pero el nivel de variación es algo que no conocemos del todo. Y hay mucha complejidad potencial en ello. Las interacciones inmunológicas son cosas complejas. En algunos casos pueden incluso empeorar las segundas infecciones”. Pero, en general, el caso es el opuesto.
Si hubiera que tener esperanza en algo, sería que el virus se diseminara rápidamente y fuera mucho menos letal de lo que se cree que es: “Hoy ese sería el mejor escenario, uno en el cual básicamente en el mundo hay mucha más gente infectada de lo que creemos, de manera tal que hayamos acumulado grandes niveles de inmunidad comunitaria, o de grupo, que nos proteja de olas subsecuentes”.
La segunda ola
En general las enfermedades infecciosas suceden en olas (la gripe española, por ejemplo, tuvo tres) y la necesidad de reabrir las economías nacionales, dada la intensidad sin precedentes de la crisis económica, podría acelerar una segunda ola, motivada por la reducción del distanciamiento social y el fin de las órdenes de quedarse en casa.
“El impacto de esas medidas consiste en producir un cortocircuito en la transmisión de la enfermedad, antes de que exista la oportunidad de que la población desarrolle una inmunidad significativa”, explicó Lessner. “Así que si la gente empieza a volver a la normalidad, la población continúa, al menos parcialmente, en riesgo de infección. Podríamos ver una gran segunda ola”.
Por eso es necesario un plan para la era posterior a estas instancias, que permita la reapertura de la economía, la circulación de las personas “y aun así prevenga la transmisión general del virus y la sobrecarga del sistema de salud”, propuso. “Por ahora creo que la única estrategia razonable que tenemos, con las herramientas con las que contamos, es una del tipo testeo-rastreo-aislamiento, en la cual hacemos análisis en abundancia y, cuando alguien da positivo, rastreamos sus contactos para encontrar a los potencialmente infectados. En ese caso sólo tendríamos cuarentena y aislamiento para esas personas”. Algo por el estilo, agregó, funcionó en Corea del Sur.
Tres lecciones críticas
El epidemiólogo de Johns Hopkins eligió tres conocimientos adquiridos en la lucha contra el COVID-19 como los esenciales de las últimas semanas. “Una cosa que hemos aprendido es que si no se hacen esfuerzos para combatir esta enfermedad, el sistema se abruma. Estas son las lecciones de Italia y España, y de los primeros días en Wuhan”.
La segunda enseñanza crítica de estos tiempos inéditos, siguió, “es que el distanciamiento social, a nivel de órdenes de permanencia en casa y cierres, funciona”. Eso se vio, señaló, en China, “aunque pueden haber alcanzado niveles de encierro y distanciamiento social que no estamos dispuestos a implementar” en los países occidentales. “Y la tercera cosa —cerró— es que puede haber un camino centrado en los tests: es, creo, la lección es de Corea del Sur”.
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