Tengo coronavirus... pero sospecho que nadie quería contar mi caso

La periodista de Infobae radicada en Miami contó el largo proceso que atravesó hasta que finalmente le confirmaron que tenía COVID-19

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La periodista Soledad Cedro en
La periodista Soledad Cedro en su casa de Miami. Se enteró este miércoles por la tarde que había contraído coronavirus (Soledad Cedro/ Infobae)

(Miami, Florida) Tengo coronavirus. Lo sospecho desde hace varios días, pero lo confirmé hace un par de horas. Soy de las afortunadas que enfrentan síntomas leves, nada más grave que una gripe normal. Conocer si tenía o no el virus era importante para mí, no porque me negara a hacer las dos semanas de cuarentena preventiva, sino porque estoy convencida de que lo grave del coronavirus es el efecto social –lo rápido que se contagia y lo fácil que puede llegar a personas cuyas vidas corren riesgo-. Creo que todos tenemos derecho a saber si estamos enfermos o no y que la sociedad tiene y debe saber cuántas personas enfermas tiene para que juntos actuemos en consecuencia. En mi caso personal, hasta ahora, el COVID-19 no me generó grandes malestares, pero el proceso para enterarme que tenía el virus fue un vía crucis.

El viernes pasado me enteré de que una persona con la que había estado en contacto directo dos días antes había recibido la noticia de que tenía coronavirus. Esta persona no tenía síntomas al momento de nuestra reunión ni sospechaba de que pudiera tener el virus. De inmediato llamé a mi médica de cabecera, que me recomendó una autocuarentena para mi y mi familia (si yo tenía el virus, mi esposo y mi hija muy probablemente lo tendrían también).

Me dijo, además, que no podía hacerme la prueba porque había un número limitado de kits de pruebas disponibles, y el protocolo indicaba que no podía hacérselo a nadie que no tuviera fiebre. Absolutamente entendible, pero esta fue la primera alerta de que como sociedad estamos fallando en la respuesta ante esta crisis sanitaria. Si sabemos que es un virus que muchas veces se presenta de manera asintomática, ¿cómo puede ser que no estemos preparados para controlar a los que estuvieron expuestos al virus?

El siguiente paso fue llamar al Departamento de Salud de mi estado. Allí encontré la segunda alerta de que las cosas no estaban funcionando bien. Hay una línea establecida para atender cuestiones relativas al COVID-19. Quien me atendió, muy amablemente, escuchó mi caso y me recomendó monitorear mis síntomas y seguir con mi vida normal. Creí haber entendido mal, y repregunté si es que me estaban recomendando no hacer una cuarentena. Para mi sorpresa, la respuesta fue que era innecesario aislarme si no tenía síntomas. Como mi médica, y el sentido común, me había hecho otra recomendación, decidí hacer oídos sordos a la recomendación oficial del Estado y quedarme en mi casa sin salir.

Esa misma noche empecé a sentir una fatiga que no era normal y un dolor de cabeza raro. Se lo adjudiqué a que estaba somatizando, me estaba “haciendo la cabeza”. El sábado transcurrió igual y se agregó un poco de tos. Había síntomas, pero todo era tan leve que no era candidata para recibir el examen que me quitaría de dudas. El domingo amanezco con una fiebre leve, apenas por arriba de los 38 grados, pero mi marido tenía fiebre muy alta. En ese entonces era claro que algo teníamos. Vuelvo a contactar a mi médica primaria y me recomienda comunicarme con la sala de emergencias de alguno de los hospitales grandes de nuestra ciudad.

Así lo hice. Por teléfono escucharon el caso y nos dijeron que nos acercáramos hasta la emergencia, que tenían previsto un operativo especial para tratar los casos de coronavirus. Allí comenzó lo complicado.

Soledad Cedro juega con su
Soledad Cedro juega con su hija en su casa de Miami. Toda su familia está en aislamiento por haber contraído COVID-19 (Soledad Cedro/ Infobae)

Con fiebre, jaqueca y dolores en el cuerpo, un marido con fiebre muy alta y una niña de dos años (que no podíamos dejar con nadie, porque asumimos que si nosotros teníamos algo, ella también lo tenía y, por ende, podía contagiar) llegamos a la emergencia. Tuvimos que esperar una hora bajo el sol, porque a aquellos de quienes se sospecha que tienen coronavirus no los dejan entrar al hospital (algo absolutamente entendible). Allí pidieron detalles del caso, lo evaluaron y decidieron que cumplíamos con los requisitos para ser vistos por el personal médico y ser testeados para el COVID 19.

El protocolo indica que primero hay que estar seguro de que los síntomas no son consecuencia de otro tipo de virus. Algo que también es entendible. Cuando los resultados de la prueba de la gripe y de estreptococo dieron negativos, una enfermera vino a decirnos que teníamos que irnos a nuestra casa y continuar con la cuarentena sin seguir investigando el caso. Nos negamos, alegando que nos habían dicho que recibiríamos la prueba del coronavirus, y esto molestó tanto a esta profesional que salió de nuestra sala gritando "ahora cualquiera que tiene una congestión se cree que tiene COVID-19. Claramente no era nuestro caso.

Una colega se disculpó y nos ofreció hacernos un scan de otros virus, pero no el del coronavirus. Ya llevábamos cuatro horas dentro del hospital y cada vez era más claro que dependiendo de con quién habláramos la versión sería diferente. Mi marido, que seguía con una fiebre por encima de los 40 grados, se negó a seguir allí si no lo iban a testear por lo que probablemente tenía, y decidió volver a casa, donde por lo menos estaría más cómodo (y evitaría contagiar a alguien del virus que tenía, al cual aparentemente era imposible ponerle nombre). Para evitar que nos fuésemos, vino una médica infectóloga a explicar que no podían hacernos la prueba porque ese hospital (uno de los más grandes de la ciudad) no contaba con la capacidad para realizar ese tipo de exámenes. Para este punto ya llevábamos cinco horas allí y, sinceramente, la explicación (que era contradictoria con lo que nos habían dicho al llegar al hospital) no nos satisfizo.

En el momento en el que llegamos a la puerta del hospital sonó nuestro celular. Era la enfermera encargada del área de infectología, que no estaba en el hospital y que no sabemos cómo tomó contacto con nuestro caso, para decirnos que había un error y que sí podían hacernos la prueba. Volvimos a entrar, el proceso llevó otras dos horas, pero finalmente nos testearon por el coronavirus.

Nos fuimos sin un número de caso y sin ninguna recomendación acerca de cómo actuar frente a los síntomas, pero con la certeza de que si no hubiésemos reclamado con la fuerza que lo hicimos, jamás nos habrían hecho la prueba. Debíamos esperar para conocer el resultado. A los tres días, la misma enfermera que mágicamente apareció por teléfono el domingo nos llamó para confirmar lo que sospechábamos. Mi prueba había dado positiva. Si no fuera por esta mujer, dudo de que hubiésemos podido saber si teníamos o no el virus.

Leo en internet cientos de quejas iguales. Esto no fue un problema de un hospital. No es un tema en una ciudad. No es inoperancia de ningún profesional –que están haciendo lo que pueden y más, inclusive arriesgando su salud y la de sus familiares–. Es un sistema que evidentemente no está funcionando. Una sociedad que no está preparada para reaccionar ante lo que nos está ocurriendo. El problema de que no nos hagan la prueba es que sin ella nunca vamos a saber cuántos somos los infectados, y por ende no vamos a conocer la real magnitud de esta pandemia. Y esa es una falla que como sociedad vamos a pagar caro.

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