Para abrir su película sobre Hillary Rodham Clinton, la cineasta Nanette Burstein le preguntó por su imagen de falta de autenticidad, esa sospecha de que ella en particular, mucho más que cualquier otro político de los Estados Unidos, miente o esconde.
—Lo que ves es lo que hay —le respondió.
Y a lo largo de cuatro horas y 17 minutos Burstein logra mostrar —en Hulu, desde el 6 de marzo— eso que hay, que no es poco dado que se trata de una de las figuras más admiradas y odiadas del país más poderoso de la Tierra, que obtuvo casi tres millones más de votos que Donald Trump en 2016 pero perdió la Casa Blanca en el Colegio Electoral, un ejemplo que acaso refleja exactamente esa complejidad. Desde su infancia hasta su derrota, Clinton hila una historia que no está hecha de elementos predominantemente buenos o predominantemente malos, sino de ambos a la vez, y en ocasión de elementos intermedios, y también ambiguos. “Lo que ves es lo que hay” suena tan arrogante como revelador en la apertura de Hillary.
La narración presenta a la ex secretaria de Estado como alguien a quien la opinión pública consideró problemática desde el primer momento de exposición: cuando Bill Clinton asumió como gobernador de Arkansas y ella seguía usando su apellido de soltera y no tenía hijos y trabajaba a tiempo completo como abogada, por lo cual ganaba más que él. El climax, desde luego, llega con la memoria del gran escándalo de la presidencia de su marido, la relación extramatrimonial con Monica Lewinsky que casi lo arrastró a un fin ignominioso de su carrera.
La gran mayoría de las cosas que cuenta Hillary son conocidas: es difícil la sorpresa cuando alguien ha sido la esposa de un presidente de dos periodos, una funcionaria pública, una senadora y una candidata en un momento en que la polarización amplificó el escrutinio. La novedad está en cómo se cuentan las cosas.
Hay algunos momentos en que Clinton parece arrepentirse del modo en que lo hace: “No éramos perfectos, teníamos desafíos como todas las parejas”, comenzó a hablar sobre el primer affair que se conoció públicamente de su marido, con Gennifer Flowers. Y de inmediato cerró: “No me voy a extender más”. Y hay otros en los que parece no preocuparse por ese cómo: “No le gusta a nadie. Nadie quiere trabajar con él”, abrió fuego contra Bernie Sanders. “Nunca hizo nada. Es un político de carrera. No trabajó hasta los 41 años, y entonces lo eligieron”.
Burstein —que exhibió su documental el 25 de enero en el Festival de Sundance— tuvo acceso no sólo a una larga entrevista en profundidad a Hillary Clinton, sino también a su marido, a su hija, a sus colegas (Barack Obama entre ellos), a muchos miembros del equipo de gestión y de campaña de ella, a sus amigas de distintas épocas pasadas, a los archivos personales y familiares de la política y a 2.000 horas de filmación del backstage de su campaña 2016. Esos materiales siguen una línea de tiempo que corre paralela a la entrevista a lo largo de cuatro episodios: The Golden Girl (La muchacha de oro), Becoming a Lady (Convertirse en una dama), The Hardest Decision (La decisión más difícil) y Be Our Champion, Go Away (Sé nuestra líder y vete).
En esas idas y vueltas cronológicas se destaca algo: Hillary Clinton despertó suspicacias siempre y también siempre se destacó por su pragmatismo, o como ella misma declaró a Burstein: “Estuve decidida a trabajar dentro del sistema”. Al seguir la historia, sin embargo, es difícil atribuirle a ella todo el mérito o demérito del asunto: hay muchos factores sociales, como la generación o el género, determinantes.
Por ejemplo: cuando va a dar el examen para entrar a la carrera de Derecho, los estudiantes varones la acosan como a las pocas otras mujeres que se presentaban:
—¿Qué haces aquí? Si entras y me quitas mi lugar me mandan a pelear a Vietnam —le dijo uno.
Era injusto que pretendiera negarle el acceso a la educación, mucho menos al borde de la segunda ola de feminismo. Y también tenía razón sobre su destino potencial de cadáver joven en la guerra. Entonces ella tenía un novio que era objetor de conciencia.
Del mismo modo que luego del affair de su esposo con la becaria ella decidió seguir adelante con él (“Me sentí tan agradecido de que ella pensara que teníamos lo suficiente para aguantar”, dice él a la cineasta: “Dios sabe la carga que llevó por eso”) ella decidió seguir adelante con su ambición. Aun si eso le costaba la vida a otro. No tenía ella la responsabilidad de que las cartas fueran tan malas para todos.
Amor por la política, amor por Bill Clinton
Como si el candor de la infancia pudiera contener en una semilla una vida entera, Hillary cuenta una historia de Hillary pequeña, en un suburbio de clase media republicana de Chicago, mientras pierde en un juego de cartas con su padre:
—¡Cuando crezca me voy a casar con un demócrata!
Era lo peor que se le ocurría decirle sin sentirse en problemas al domingo siguiente en la iglesia metodista a la que asistía. Fue allí donde, cuando ya había crecido un poco, un pastor le abrió los ojos “a lo que pasaba fuera de la comodidad del barrio”. Eran los años del movimiento por los derechos civiles. Un día asistió a un acto de Martin Luther King Jr. y se quedó de una pieza: nunca había escuchado algo así.
En su escuela las chicas no querían sacar mejores notas que sus novios. Ese problema desapareció cuando fue a Wellesley College, una universidad para mujeres. Pero entonces en su graduación apareció el senador por Massachusetts Edward Brooke, republicano, con un discurso de celebración de las jóvenes educadas que ahora debían quedarse en el hogar y tener hijos. Ella, que había sido votada para dar el discurso por el alumnado, dejó a un lado sus notas y e improvisó una respuesta: no las harían a un lado porque eran jóvenes y eran mujeres.
En Yale, donde ingresó para estudiar Derecho como una entre sólo 27 mujeres, conoció a Bill Clinton en 1969. “Ella tenía como un aura”, dice él, notablemente envejecido, sereno, como se lo ha visto últimamente. “Tenía algo magnético”. Aunque quería andar un tiempo solo tras romper una relación, sintió que estaría con ella. Cuando la presentó a su madre, las dos mujeres se sacaron chispas. “Ma, ella se parece a ti más de lo que piensas”, le dijo.
Se recibieron y viajaron a Europa; él le pidió matrimonio. Pero ella no quería ir a Arkansas, donde él soñaba con hacer carrera política. Se siguieron viendo cada tanto. Ella se instaló en Washington DC, donde buscó trabajo en el Congreso y encontró uno muy importante: fue de los talentos jóvenes que participaron en la preparación de los artículos de impeachment contra Richard Nixon por el escándalo de espionaje Watergate, que llevaron a la renuncia del presidente republicano.
Al fin siguió su corazón —como expresó— a Arkansas. Las amigas se escandalizaron: ¡con su potencial! En cualquier caso, entonces su vida comenzó a tomar la forma que se conoce hoy.
Little Rock - Washington DC
En Arkansas Bill Clinton fue elegido fiscal general y ella comenzó a trabajar en Rose Law Firm: fue la primera mujer que contrató ese estudio de abogados y con los años se convertiría en la primera socia. “Cuando iba a los tribunales era el perro que hablaba”, recordó el asombro de los jueces al ver a alguien que no fuera varón haciendo eso.
En 1979, cuando Bill Clinton asumió como el gobernador más joven del país, ella fue la primera primera dama de Arkansas que tenía un trabajo de tiempo completo. Se culpó por eso cuando él perdió, en 1980. Pero entonces había nacido la hija del matrimonio, Chelsea Clinton, y no tuvo demasiado tiempo para lamentos. Y cuando él volvió a presentarse aceptó cambiar su nombre:
—Pensé que podría ser Martha Washington —bromeó ante la prensa, y pocos se rieron.
Se convirtió en Hillary Clinton.
Se puso lentes de contacto. Se cambió el pelo, llenó su ropero de vestidos. Hizo política, sí, pero detrás de él. Y eso funcionó.
Luego de cinco periodos como gobernador, en 1992, Bill Clinton se postuló como precandidato presidencial: “¡Juntos podemos hacer que los Estados Unidos sean grandes otra vez!”, dijo, como luego diría Trump. Y ya durante la campaña electoral se comenzó a consolidar, a nivel nacional, una idea sobre ella: que era la estratega y él su títere.
Según denuncia Hillary, la campaña por la reelección de George W.H. Bush le dijo que esperase a 1996, que si se presentaba lo destrozarían en lo personal. De manera coincidente, sugiere el documental, surgió Gennifer Flowers diciendo que había sido su amante durante 12 años. “Todo el mundo se preguntaba cómo lo aguantaba Hillary”, dijo a Burnstein uno de los colaboradores del ex presidente.
Esa pregunta volvió a surgir con el caso Lewinsky.
La historia de la becaria
En las elecciones de 1992, cuando Bill Clinton ganó la presidencia, también muchas mujeres entraron al Congreso. En la ceremonia de los Oscars de 1993, Liza Minelli cantó una oda a “la cuota equitativa de poder”, que decía en el estribillo: “Hillary será la guía en el camino". Al asumir, el primer mandatario dijo: “Quiero agradecer a mi esposa, quien creo que será una de las primeras damas más grandes de esta república”.
Pero todos sus grandes logros como tal —haber sido la primera que tuvo una oficina no sólo en el Ala Este sino también una en el Ala Oeste, es decir la política, de la Casa Blanca; haber llevado adelante el comité y la campaña por el seguro de salud accesible— quedaron sepultados en la pelea partidaria. Según Burnstein, dado que Bill Clinton llevó el gobierno hacia el centro, y no hacia la izquierda, privó de argumentos políticos a los republicanos, que entonces cambiaron de estrategia: se inclinaron por el escándalo.
El documental cuenta la investigación y el sobreseimiento de los Clinton por una estafa inmobiliaria en Arkansas, el caso Whitewater, y el surgimiento del caso Lewinsky a partir de la denuncia de otra mujer, Paula Jones, quien dijo que el presidente se le había insinuado. El juez del caso pidió la declaración del presidente; Bill Clinton accedió sin esperar el grado de detalle de las preguntas.
—¿Se quedó a solas con la señorita Lewinsky en el Salón Oval?
—No recuerdo.
—¿Tuvo un romance extramatrimonial con Monica Lewinsky?
—No.
También le mintió a su mujer. Hasta que, al borde del abismo, le dijo la verdad: “Me destrozó. No lo podía creer. Me sentí tan herida”, le contó ella a la cámara de Hillary.
Eso es novedoso: el resto es historia. Que él confiesa ante el país. Que se van de vacaciones y ella no le habla. Que la hija se pone, literalmente, entre ambos, y toma una mano de cada uno: “Eso fue tan increíble, tan fuerte, tan sabio”, dice Hillary Clinton en el documental. Pero ese reconocimiento no cambió que, al fin de cuentas, fue ella quien decidió que el matrimonio continuaría. Y allí se cimentó, acaso para siempre, la idea de que ella miente: el 79% de los estadounidenses creía que la primera dama conocía el affair y había mentido para proteger al presidente.
“Se aman”, dijo a Burnstein una colaboradora de ella. “Todo resultaría mucho más fácil si no fuera así”.
Las Hillaries pasadas, iguales a esta Hillary
Esa decisión, que bajó la imagen positiva de Hillary Clinton (ascendida a los cielos desde la denuncia contra él), parece uno de los rasgos de identidad que destacó el documental. “Una cosa era el impeachment y otra el matrimonio”, dije ella para explicar por qué se opuso al juicio de destitución antes de evaluar qué haría de su vida. Más aún: ella hizo campaña para las elecciones parlamentarias cuando su esposo era poco menos que radiactivo, y los demócratas ganaron a pesar de todo.
Porque —sugirió Burnstein— ella simplemente sabe lo que quiere y ejerce su derecho a procurarlo. Y esa parece haber sido —como se titula el tercer episodio de la serie, y se podría titular la serie entera— la decisión más difícil: hacer lo que quiere. Aunque otros se perjudiquen, como cuando entró en Yale. Porque, como dijo famosamente en una Conferencia sobre la Mujer de las Naciones Unidas: “Los derechos humanos son los derechos de las mujeres y los derechos de las mujeres son derechos humanos”. Desde que volvió a elegir su matrimonio, y hasta la campaña 2016, tuvo adherentes y detractores, por partes iguales y de enorme intensidad.
Uno de los integrantes del staff de Hillary Clinton sintetizó que la mayor fortaleza de un candidato suele ser también su mayor debilidad. En el caso de ella, dijo, su capacidad para gestionar —es decir, para pensar en pasos posibles para realizar algo— cayó ante el discurso incendiado de Sanders y, sobre todo, de Trump. Por ejemplo: cuando Sanders decía “universidad gratuita”, ella contestaba “Tengo un plan mejor”. Y lo detallaba. Y el electorado se dormía del tedio. “¡Simplemente di ‘universidad gratuita’!”, le rogaba su equipo. Y ella se negaba.
Lo mismo se puede decir de otro rasgo fuerte de su identidad que emana de Hillary: cierta clase de feminismo. Ella está tomando un café antes de debatir con Sanders y alguien de su equipo le pregunta:
—¿Vas a salir con esos zapatos?
—Con una mano en el corazón: ¿crees que alguien le habla a Bernie Sanders sobre sus malditos zapatos?
Al comienzo del documental cuenta que hizo un cálculo: a razón de una hora por día, durante la campaña perdió 25 días de su vida en maquillaje y peinado. Precisamente lo que le reprochaban cuando era joven: no se pintaba, usaba anteojos enormes, no se vestía como una buena muchacha.
“Soy una persona reservada. Es importante ser reservado en la arena pública”, dice, para no seguir hablando del tema, y argumenta: la extrema exposición puede ser letal, de lo contrario. Hablaba sobre los tiempos del escándalo de Flowers, pero sus palabras se aplicarían a su presente. Al igual que lo que dice a continuación: “No me podía dar cuenta de qué querían de mí”. Se callaba y la criticaban, pero si hablaba, la criticaban también.
De su historia a otros presentes
El documental tiende puentes entre el pasado y el presente de Hillary Clinton. El primer capítulo narra el escándalo de la campaña alrededor de los emails que envió desde un servidor privado en sus días de secretaria de Estado. “Fue un error, algo idiota, ahora sigamos adelante”, dice que pensó, con el mismo pragmatismo de tantas veces. Pero el tema no se evaporó y la campaña republicana lo convirtió en un ejemplo de cómo una vez más los Clinton “hacían lo que querían”.
De manera similar, al explayarse sobre el “odio subyacente en los simpatizantes de Bernie”, Clinton evoca —sin poder saberlo— la actualidad del estreno de la película, días después de que otra precandidata demócrata con muchos votos en las primarias, la senadora Elizabeth Warren, renunciara a sus aspiraciones.
Otra incursión del presente es el momento de las primarias en Nevada (cuando Burnstein muestra cómo las mujeres inmigrantes “realmente conectaban” con Clinton) y en Carolina del Sur (cuando se destaca el apoyo de los afroamericanos): cosas que otro candidato envidiaría y que, sin embargo, a ella no le alcanzaron, y para la cámara las recuerda desde una suerte de retiro, que parece el lugar de enunciación del documental para ella.
Más allá de algunas escenas muy llamativas —en el set de Saturday Night Live, practicando el guión con su mejor imitadora, Kate McKinnon, muertas de risa; o hablando con su equipo, cuando todos, incluida ella, subestiman a Sanders, menos uno— algo tiene más peso en el documental: mostrar que Hillary Clinton probó con un perfil bajo y probó con un perfil alto y nunca pudo tener éxito. ¿Es el techo de cristal que cubre a las mujeres? ¿Son sus características individuales? “Soy la persona inocente más investigada en este país: hay un tema cultural profundo, ahí”, se la escucha decir. La directora parece confiar en que los espectadores pueden sacar conclusiones propias.
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