Hay una historia que cuentan en Kabul para explicar por qué el país no logra vivir en paz: “Cuando Alá hizo el resto del mundo, vio que había quedado un montón de desechos, fragmentos, trozos y restos que no encajaban en ninguna otra parte. Tras reunirlos, los arrojó a la Tierra y eso fue Afganistán”. Esas partes resquebrajadas son las que se enfrentaron desde siempre e hicieron que las tierras que se extienden a los pies de la cordillera de Hindu Kush vivan casi en permanente guerra interna. Aunque hay una cualidad de los afganos que logra ensombrecer esa lucha fratricida. Ante un enemigo externo, se unen hasta derrotarlo. Antes, absorben su cultura y la suman a su legado. De esa manera constituyeron un pueblo distintivo, parecido a otros de la región y al mismo tiempo muy diferente. Lo hicieron con los conquistadores persas, árabes, con el macedonio Alejandro Magno, Gengis Khan, Babur, el Imperio Británico y hasta el Ejército Rojo soviético. Ahora, en el siglo XXI, lo vuelven a hacer con Estados Unidos.
Firman un acuerdo de paz para deshacerse del último contingente de soldados extranjeros en su territorio. Expulsan al invasor para continuar disputando el poder y las formas entre ellos. Ahmed Rashid, el periodista que mejor conoce Afganistán, escribió en su magnífico Los Talibán: “La historia y el carácter de los afganos presentan enormes contradicciones. Son valientes, magníficos, honorables, generosos, hospitalarios, amables y bien parecidos; pero tanto los hombres como las mujeres pueden ser taimados, mezquinos y sanguinarios. En el transcurso de los siglos, persas, mongoles, británicos, soviéticos y, en fecha más reciente, paquistaníes convirtieron en un bello arte y juego de política del poder el intento de comprender a los afganos y su país. Pero ningún forastero los ha conquistado ni convertido jamás. Sólo los afganos han sido capaces de mantener a raya a dos imperios, el británico y el soviético, en el Siglo XX. Pero en los últimos veintiún años de conflicto (1979-2000) han pagado un precio enorme: más de un millón y medio de muertos y la destrucción total del país”.
En ese contexto, en 1996 aparecieron los talibanes a imponer la paz. Y lo hicieron, al menos en Kabul y el sur del país. Eran jóvenes estudiantes de las madrazas, las escuelas coránicas levantadas en territorio paquistaní, al otro lado de la frontera, por mullahs afganos escapados de la violencia. Esos centros de estudio terminaron siendo cuarteles de adiestramientos ideológico y militar. Constituyeron una fuerza poderosa dispuesta a imponer la sharía, la ley islámica del siglo XII, y pacificar el país. Tenían las armas que había dejado la CIA estadounidense a los mujahaidines que enfrentaron al invasor ejército soviético. Primero conquistaron Kandahar, la segunda ciudad afgana. Y pronto enfilaron sus camionetas blancas Toyota hacia la capital. En pocos meses tomaron el control de Kabul y comenzaron a imponer su régimen brutal. Las mujeres absolutamente sometidas y tapadas con sus burqas de pies a cabeza, las niñas sin poder ir a la escuela, el adulterio pagado con la muerte y ejecuciones públicas en el entretiempo de los partidos de fútbol. Fue cuando cometieron el grave error de dar cobijo a Osama bin Laden, el saudita que había organizado Al Qaeda, la fuerza de combatientes extranjeros que habían ido a ayudar a derrotar a los soviéticos y que después se convirtió en una poderosa red terrorista ramificada por el mundo. Osama levantó varios campos de entrenamiento y organizó los ataques del 11/S a las Torres Gemelas y el Pentágono. Tres meses más tarde, el poder militar estadounidense se descargaba contra los milicianos de Al Qaeda y el régimen talibán.
Bin Laden, el mullah Omar (el líder talibán), el resto de la nomenklatura y los combatientes huyeron a las montañas. Fueron a espera la siguiente guerra. Y cada verano, cuando la nieve se escurría, bajaban a atacar a los marines. Fue una ocupación y una guerra de 18 años, la más larga de la historia estadounidense. Medio millón de civiles afganos perdieron la vida. También, 2.300 soldados americanos y otros 20.000 quedaron heridos. Washington gastó más de un billón de dólares en la aventura. Y si bien, finalmente, Bin Laden fue eliminado, así como muchos de sus socios, y no se produjeron más ataques de ese tipo dentro de su territorio, Estados Unidos nunca pudo estabilizar a Afganistán y sus sucesivos gobiernos “democráticos” no se podrían haber sostenido sin su apoyo. Barack Obama lo prometió pero nunca pudo retirar definitivamente a las tropas. A Trump no le importan mucho los términos. Quiere terminar con la sangría de sacrificio de soldados y dinero a toda costa y firma un acuerdo con los talibanes a pesar de que sabe que no será el fin de la violencia en Afganistán ni el país se encuentra definitivamente encaminado a convertirse en una república democrática.
El acuerdo es la culminación de las conversaciones de paz que comenzaron en septiembre de 2018, cuando Zalmay Khalilzad, el representante especial de Estados Unidos para la reconciliación afgana, abrió un diálogo con la Comisión Política Talibán. La administración Trump, vio las conversaciones bilaterales -que excluyeron al gobierno del presidente Ashraf Ghani- como el primer paso hacia un acuerdo político entre todas las partes afganas. En enero de 2019, Khalilzad ofreció darle a los talibanes un cronograma para la retirada de las fuerzas militares estadounidenses. A cambio, los talibanes finalmente acordaron dejar de ayudar a Al Qaeda y otros grupos terroristas, reducir la violencia y llegar a un acuerdo político con el gobierno y otros caudillos afganos que pondrían fin a la violencia.
Una serie de enfrentamientos en el campo de batalla provocados por grupos que se oponían al acuerdo –talibanes emboscaron a una patrulla de marines y mataron a un soldado y otras 20 personas, entre otras acciones-, terminaron por desbaratar una inminente firma en septiembre de 2019. Trump tuvo que cancelar a último minuto una elaborada ceremonia de paz que tenía preparada en Camp David. El secretario de Estado, Mike Pompeo, entonces exigió que los talibanes detuvieran la violencia antes de proseguir con cualquier conversación, algo que los talibanes habían resistido ferozmente en el pasado. Las negociaciones se reanudaron en noviembre y continuaron hasta febrero de 2020. El 13 de febrero, Pompeo anunció "un avance bastante importante”. El nuevo líder talibán Mawlawi Haibatullah Akhunzada había aceptado la demanda del secretario de Estado.
A partir de ese momento, se establecieron siete días de tregua. Si no había incidentes, se firmaba el acuerdo. Se prevé que los 13.000 soldados estadounidenses que actualmente sirven en Afganistán se reducirán a 8.600 en 135 días. A medida que esto ocurra, se espera que los talibanes comiencen a cumplir su compromiso de no ayudar a los terroristas y de suspender las acciones militares de cualquier tipo. Dentro de diez a 15 días después de la firma, comenzarían las negociaciones intra afganas sobre un acuerdo político duradero entre los talibanes, el gobierno afgano y otros representantes de la sociedad civil afgana.
Aún así, mucho podría salir mal. La retirada militar estadounidense podría permitir que crezca una amenaza terrorista. El gobierno de Ghani podría negarse a cambiar el liderazgo del país por un nuevo acuerdo político. Y Pakistán, con sus preocupaciones sobre la posible influencia india en Afganistán, podría presionar a los talibanes para que se resistan a cualquier acuerdo que no concuerde con sus intereses. También hay diferencias prácticas entre las partes afganas. Los talibanes rechazan la constitución actual, por ejemplo. Aunque no está nada claro con qué tipo de leyes quieren reemplazarla. El regreso a algo parecido al emirato de la década de 1990 sería inaceptable para Ghani y profundamente incómodo para Estados Unidos. Los talibanes dice ahora, que en lugar de un “emirato”, quieren un estado con una “fundación islámica”. Pero los eruditos islámicos y los líderes talibanes no han podido definir claramente el significado de este término. A veces, parece ser un sinónimo del antiguo emirato. Otras veces, parece significar un estado dirigido por la ley islámica que también podría ser una democracia.
En el medio hay otra disputa que puede echar todo por tierra. El gobierno afgano está atrapado en una grave crisis política. Aún no se produjo la confirmación de la reelección de Ashraf Ghani como presidente de Afganistán. Y el candidato opositor Abdullah Abdullah, el ex primer canciller tras la salida de los talibanes en 2001, se declaró el ganador de las recientes elecciones y amenaza con crear un gobierno paralelo. Los talibanes han expresado su rechazo a la victoria de Ghani y a cualquier gobierno afgano apoyado por Estados Unidos. Ya habían denunciado las elecciones parlamentarias de 2018 como un “proceso liderado por Estados Unidos” para legitimar la ocupación. Realizaron 120 ataques contra actos de campaña y los centros de votación.
Firmar cualquier acuerdo de paz es un acontecimiento sumamente auspicioso, más allá de las circunstancias. Y siempre comienza con fuertes interrogantes. Una firma jamás modificó la realidad. Eso sólo lo logran los hombres con sus acciones. Aquí depende de si los talibanes llegan a un acuerdo de estructura de gobierno y aceptan moderar sus prácticas sanguinarias así como evitar que en su territorio se expandan grupos terroristas como Al Qaeda o ISIS. Las dudas están centradas en la capacidad de los talibanes y otras fuerzas afganas para que no se instalen a la sombra del Hindu Kush campos de entrenamiento del terrorismo internacional. Y si esto sucede, ¿Estados Unidos volverá a bombardear y enviar tropas a la mítica tierra afgana?
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