Mientras Donald Trump entraba a la historia como el tercer presidente en ser sometido a un juicio político en 230 años de democracia, miles de seguidores lo ovacionaban en un estadio en Battle Creek, Michigan. El mandatario decidió seguir la votación del jueves a la noche en la Cámara de Representantes dando “el mejor discurso” de su vida, según sus propias palabras.
Por lo menos fue el más largo: duró dos horas y un minuto, récord para él. Quería estar en el escenario cuando los congresistas votaran el impeachment. “No se siente como si nos estuvieran enjuiciando”, dijo. “No sé ustedes, pero yo la estoy pasando muy bien. Es una locura”.
Cuando un asistente le acercó un papel con el resultado exacto de la votación, Trump festejó. “Cada uno de los republicanos votaron por nosotros. Vaya, y tres demócratas votaron por nosotros”, dijo con una sonrisa en el rostro. “El Partido Republicano nunca estuvo tan unido”, agregó.
El Presidente no impostaba la tranquilidad con la que vive un proceso que sería traumático para cualquier jefe de Estado. Tiene buenas razones para vivirlo sin preocupación. El juicio que lo sentó en el banquillo de los acusados es político, no jurídico. Eso significa que las probabilidades de ser condenado son inversamente proporcionales a su capital político. Y a Trump parece sobrarle.
Si bien es repudiado por la gran mayoría de los votantes demócratas y por buena parte de los independientes, recibe una adhesión casi monolítica entre los republicanos. Eso tiene un correlato al nivel de la dirigencia política. Efectivamente, ninguno de los 197 legisladores oficialistas apoyó el juicio político, y se espera que lo mismo ocurra en el Senado, donde además son mayoría. Por eso, parece imposible que los demócratas reúnan los 67 votos —dos tercios— necesarios para destituirlo.
Lejos de tomar distancia del presidente, Mitch McConnell, líder republicano en la cámara alta, anticipó que coordinará con la Casa Blanca las reglas con las que se desarrollará el impeachment. El rechazo a esa falta de autonomía es lo que llevó a Nancy Pelosi, presidenta de la Cámara de Representantes, a demorar el envío del caso al Senado. Quiere ciertas garantías de que se realizará algo parecido a un juicio antes de soltar el expediente.
“Debido a varios aspectos de nuestro gobierno y de nuestra estructura geográfica, los congresistas republicanos han sido capaces de retener el poder a pesar de que solo apelan a una minoría de votantes en todo el país. No necesitan interpelar a los votantes independientes o demócratas para permanecer en el cargo, por lo que tienen poco incentivo electoral para no presentar un frente unido. Esto era diferente en la década de 1970, cuando había muchos más republicanos elegidos en distritos que podían fácilmente cambiar a los demócratas”, dijo a Infobae Nicholas Goedert, profesor de ciencia política de la Universidad Virginia Tech.
Lo que está pasando con el enjuiciamiento a Trump contrasta con lo que le sucedió a Richard Nixon hace 45 años. A medida que se conocían las revelaciones del escándalo Watergate, el presidente republicano iba perdiendo el respaldo de sus votantes. La presunción de que muchos de los senadores de su propio partido podían acompañar el juicio político lo llevó a renunciar el 9 de agosto de 1974.
“Era una época diferente, en la que el partidismo no era tan intenso como ahora y las cuestiones sociales todavía no definían tanto a los partidos, que eran más amplios. Había demócratas conservadores y republicanos más liberales. Eso ya no es así. Entonces, un juicio político parece mucho más un ataque partidista que en 1974. Sin embargo, los republicanos tardaron un tiempo en volverse contra Nixon, y necesitaron de una larga serie de audiencias televisadas. Ni siquiera hubo apoyo público para destituirlo hasta cerca de su renuncia. El proceso se está moviendo mucho más rápido esta vez”, explicó David P. Redlawsk, profesor del Departamento de Ciencia Política y Relaciones Internacionales de la Universidad de Delaware, consultado por Infobae.
Un apoyo que parece inquebrantable
“El Partido Republicano se ha convertido en la última década en una fuerza que está unida en torno a una identidad cultural particular, predominantemente blanca, cristiana, mayor, rural y no urbana —dijo Goedert—. Las críticas a sus líderes se ven como ataques a esta cultura más amplia en sí misma, así que los detalles no importan mucho. La lealtad partidista estadounidense se ha comparado durante mucho tiempo con el apoyo a un equipo deportivo. Aunque tu equipo haga una serie de malas jugadas, no vas a apoyar al otro. El alcance del Partido Republicano se ha vuelto cada vez más estrecho y sus miembros se han puesto cada vez más a la defensiva para proteger lo que queda de él”.
A comienzos de septiembre, cuando empezó a hacerse pública la trama por la que Donald Trump será enjuiciado, el 41% de los estadounidenses aprobaba su gestión y un 53% la rechazaba, según el promedio de encuestas que realiza FiveThirtyEight. Esos niveles estaban casi congelados, con mínimas variaciones intermensuales, desde el comienzo de la presidencia.
La tendencia podría haber comenzado a virar cuando los medios estadounidenses contaron que había un informante dentro del gobierno denunciando maniobras irregulares de la administración Trump. El soplón dijo que el Presidente estaba presionando al nuevo gobierno de Ucrania para que investigue a Hunter Biden —hijo de Joe Biden, ex vicepresidente y principal aspirante a la presidencia del Partido Demócrata— por presuntos hechos de corrupción vinculados a su participación en la compañía energética ucraniana Burisma.
En los días siguientes, se supo que Trump había ordenado frenar un importante desembolso en concepto de ayuda militar hacia Ucrania, y que también había decidido postergar una reunión con el flamante presidente Volodymyr Zelenski. Ambos eran considerados por el informante como actos de presión para que el gobierno ucraniano investigue a Biden.
Por pedido del Congreso, la Casa Blanca difundió el 24 de septiembre un memorándum con una transcripción parcial de una llamada telefónica clave entre Trump y Zelenski, fechada el 25 de julio de 2019. En ella, Trump le pide expresamente que investigue a Biden. Fue el disparador para que Pelosi anunciara el comienzo del proceso de juicio político.
En octubre, varias semanas después de que el tema se instalara en la agenda de los medios de comunicación, los números de Trump seguían exactamente igual: 41% a favor y 54% en contra. Las últimas mediciones de diciembre, que llegaron a capturar el efecto de que el Comité Judicial de la Cámara de Representantes votara a favor del impeachment —anticipando lo que iba a suceder en el pleno este jueves—, muestran incluso una suba de Trump. El 43% aprueba ahora su gobierno, el punto más alto del año.
“Gran parte de esto se debe a un sesgo de razonamiento. Los partidarios del presidente creen profundamente en él, por lo que aceptan interpretaciones favorables de lo ocurrido. Estas son proporcionadas por sus voceros, así como por Fox New, que ofrece un giro conservador en las noticias políticas. Los hechos son lo suficientemente turbios como para permitir que la gente crea lo que quiera creer”, sostuvo Gerald Wright, profesor de ciencia política de la Universidad de Indiana en Bloomington, en diálogo con Infobae.
Donde sí se registró un impacto de las novedades del caso es en el apoyo al juicio político. A principios de septiembre, el 39% estaba a favor y el 51% en contra. Al mes siguiente, el respaldo al proceso subió a 49% y el rechazo cayó a 43 por ciento.
No obstante, cuando se mira la postura de la opinión pública según las preferencias partidarias se encuentra un enorme contraste. Si bien entre los republicanos hubo una leve suba en el apoyo al impeachment entre septiembre y octubre, se mantuvo en niveles ínfimos: pasó de 7 a 13 por ciento. El cambio se debió principalmente a que el 83% de los demócratas y el 44% de los independientes pasaron a estar a favor —antes eran 69% y 34%, respectivamente—. Esto muestra que el vuelco se produjo esencialmente entre quienes nunca simpatizaron con Trump.
Las mediciones más recientes muestran una paridad casi total entre los que quieren que se enjuicie a Trump y los que no: los primeros se imponen por 47 a 46 por ciento. Entre los republicanos, el respaldo cayó de 13% a 9%, casi el mismo nivel de septiembre.
“Los politólogos tienen un dicho en Estados Unidos: ‘El partidismo es una droga infernal’ —dijo Redlawsk—. Lo que queremos decir con eso es que la identificación partidaria define mucho de lo que hacen los votantes. En la era Trump, más del 90% de los votantes que dicen ser republicanos votan por él, mientras que el 90% de los votantes que dicen ser demócratas votan por el candidato demócrata. Así que aunque Trump sea escandaloso y viole las normas, para los republicanos es ‘nuestro hombre', y por lo tanto infinitamente mejor que cualquier demócrata”.
Un cambio en los estándares políticos
La reacción de la opinión pública y de la clase política ante el juicio político a Trump es muy diferente de la que se vio ante el escándalo Watergate durante la presidencia de Nixon. La comparación revela una profunda mutación en los estándares de lo que está permitido y lo que no en la política estadounidense.
“Los partidos están mucho más unidos que en los años 70. Hay poca variación ideológica en su interior y apoyan mucho a sus líderes. Otra diferencia es la ofensiva, o al menos la percepción de la ofensiva. Nixon quizás ordenó, pero al menos encubrió activamente, la conexión de la Casa Blanca con lo que había sucedido en la sede del Partido Demócrata. En el caso Trump tenemos un incidente que los demócratas creen que podría constituir un soborno, pero que ciertamente representa una obstrucción del Congreso y un abuso de poder. Los republicanos han argumentado que es el tipo de política exterior que los presidentes emprenden rutinariamente cuando tratan con líderes extranjeros”, dijo a Infobae Andrew J. Taylor, profesor de la Escuela de Asuntos Públicos e Internacionales de la Universidad Estatal de Carolina del Norte.
En junio de 1972 fueron arrestadas cinco personas por entrar ilegalmente al complejo Watergate, donde tenía su sede el Comité Nacional Demócrata. Planeaban instalar micrófonos ocultos, para monitorear las conversaciones en plena campaña electoral. El caso pasó desapercibido en un primer momento y Nixon obtuvo la reelección por paliza en noviembre.
En enero de 1973, G. Gordon Liddy, ex asistente de Nixon y agente del FBI, y James McCord, ex agente de la CIA y ex director de seguridad del Comité para la Reelección Presidencial, fueron condenados por la intrusión. En febrero, el mandatario republicano registró uno de los mayores picos de popularidad de su presidencia: 67% de aprobación y solo 25% de rechazo.
El quiebre se produjo en marzo, cuando se empezaron a acumular evidencias de la participación activa del propio Nixon en la trama original y en el encubrimiento posterior. En el transcurso de dos meses, McCord confesó que el Comité para la Reelección Presidencial había hecho pagos en efectivo a los delincuentes del Watergate, y Nixon tuvo que hablar públicamente del tema, jurando ser inocente.
En junio, dos semanas después de la apertura de un Comité de Investigación en el Senado, la aprobación de su gobierno cayó a 43%, mismo nivel en el que se ubicó la desaprobación. La televisación de las audiencias, en las que distintos testigos y cómplices daban detalles de lo sucedido y contaban las maniobras del gobierno para encubrir el caso, terminaron de derrumbar la popularidad del presidente.
“Me parece que hay diferencias. Primero, Nixon fue atrapado con las cintas dejando su culpa absolutamente clara para todos. Si hubiera grabaciones de Trump diciéndole a su personal ‘retengan la ayuda militar hasta que consigamos que los ucranianos nos den basura sobre Biden que podemos usar en la campaña’, el razonamiento sesgado probablemente se derrumbaría. El segundo factor es que estamos más polarizados que en la era de Nixon. Los demócratas y los republicanos desconfían más unos de otros que en décadas anteriores. Eso hace que el estar de acuerdo con el otro lado en algo como un juicio político sea realmente difícil psicológica y socialmente”, afirmó Wright.
En mayo de 1974, cuando el Comité de Justicia de la Cámara de Representantes comenzó el procedimiento de juicio político, solo el 26% de los estadounidenses apoyaban a Nixon. El 30 de julio, el cuerpo, controlado por los demócratas, aprobó el impeachment por tres causales: obstrucción de la justicia, abuso de poder y desacato del Congreso.
El 5 de agosto la Casa Blanca se vio obligada a publicar las transcripciones de tres conversaciones en las que Nixon se muestra al frente del encubrimiento. Es lo que se conoció como “pistola humeante”, una evidencia tan contundente que fue como si lo hubieran encontrado delinquiendo in fraganti. Tres días después se convirtió en el primer y único presidente estadounidense en renunciar al cargo.
“Tal vez valga la pena recordar que muchos republicanos apoyaron a Nixon hasta la publicación de la ‘pistola humeante’, en la que ordenó el encubrimiento. Jimmy Carter fue elegido presidente basándose en un sentimiento anti Washington similar. Pero los partidos entonces eran mucho más diversos internamente y más similares entre sí de lo que han sido desde los años 90, cuando la actual homogeneización interna y las diferencias interpartidarias se aceleraron realmente. Expresar el desacuerdo con el presidente republicano está cerca de ser una herejía y entraña la amenaza de que a uno lo etiqueten como ‘liberal’ o algo peor. En ese tipo de ambiente la discusión genuina, la deliberación y el desacuerdo respetuoso se vuelven casi imposibles”, dijo a Infobae Karen M. Hult, profesora de la Escuela de Asuntos Públicos e Internacionales de Virginia Tech.
Hace 45 años, había un consenso entre ciudadanos y dirigentes políticos en que era inaceptable que un presidente viole las leyes y abuse de su poder de manera flagrante. Más allá de que se coincidiera o no con sus ideas políticas, la mayoría estaba de acuerdo en que no se podía tolerar.
Ese pacto se rompió. En parte porque en esa época había una confianza quizás exagerada en las instituciones, por la cual las personas tendían a creer en la honestidad de quienes ocupaban cargos de poder. Esa confianza se esfumó. Lo que prima ahora es el rechazo a las instituciones y se sospecha de sus integrantes.
En este contexto, un outsider que se muestra dispuesto a romper las reglas sin demasiado disimulo puede terminar pareciendo un virtuoso para los ciudadanos más enojados con la política tradicional. Eso es Trump. Una especie de vengador, que para sus seguidores tiene permitido sobrepasar ciertos límites, ya que esos límites son los que sostienen un orden injusto e impuro. Es muy difícil que un escándalo conmueva a un apoyo de esa naturaleza.
“Hay que distinguir entre los partidarios intensos de Trump y otros, incluyendo a algunos funcionarios y a votantes republicanos —continuó Hult—. Los primeros generalmente no confían en el Estado ni en los principales medios de comunicación, están de acuerdo con la ‘franqueza’ del presidente y su desdén general por las elites, están satisfechos con la economía, en su mayor parte positiva, y no están convencidos de que haya hecho algo particularmente malo. Muchos funcionarios también parecen temer las consecuencias de estar públicamente en desacuerdo con él. Aún así, una saludable minoría de republicanos está, a menudo en silencio, consternada por sus acciones”.
El impeachment contra Bill Clinton fue una muestra de que algo ya había cambiado hace 20 años. Es verdad que la falta original que cometió estaba en el límite entre lo público y lo privado: haber mantenido una relación extramatrimonial con una pasante de la Casa Blanca, Monica Lewinsky. Pero mentir y entorpecer una investigación del Congreso son delitos de cierta gravedad para un presidente.
En enero de 1998, cuando estalló el escándalo y Clinton negó bajo juramento haber mantenido un romance con Lewinsky al declarar en un caso de acoso sexual, tenía una aprobación pública del 70 por ciento. En agosto, tras testificar ante un gran jurado y confesar que había mantenido “un contacto íntimo inapropiado”, el respaldo cayó al 64 por ciento. Pero subió a medida que comenzó a avanzar el impeachment.
En enero de 1999, luego de que la Cámara de Representantes —controlada por el Partido Republicano— aprobara el juicio político, el 69% decía apoyarlo. Como ocurrió ahora con Trump, ningún legislador demócrata votó a favor. Clinton fue absuelto por el Senado el 12 de febrero. De los 67 votos necesarios para destituirlo, los republicanos solo llegaron a 50. Al mes siguiente, la aprobación de su gobierno se ubicaba en 65% y recién en mayo, cuando el escándalo ya había quedado atrás, cayó a 56 por ciento.
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