Aquella mañana de 2015, Jack había dormido más de lo habitual, así que Becky Savage entró en su cuarto y abrió las ventanas para despertarlo. Recogió del piso la ropa que su hijo había dejado tirada, y volvió a pedirle que se levantara. Al pensar que la ignoraba, se acercó. Fueron los primeros minutos de una tragedia desoladora. El mayor temor de cualquier padre.
Jack, de 18 años, yacía inerte en su cama. No respiraba. Su madre, enfermera de profesión, llamó al 911 y sin dejar de llorar, se abalanzó sobre él para comenzar la RCP. Chilló a Nick para que la ayudara, pero Nick, de 19 años, no la escuchó.
Cuando llegaron los servicios de emergencia a la casa, ubicada en Granger, Indiana, continuaron la reanimación. Minutos después, un grito desgarrador estremeció la casa. Era Becky, que imploraba a los paramédicos que no dejaran de intentarlo. Que lucharan por la vida de su hijo. No había nada que ellos pudieran hacer. Estaba muerto.
Aún aturdida, Becky reunió fuerzas para bajar las escaleras y buscar a Nick. El mayor de sus cuatro hijos se había quedado a dormir en el sótano con unos amigos. De pronto, el equipo de paramédicos que había atendido a Jack corrió escaleras abajo.
Le costó entender lo que sucedía, hasta que vio la expresión desconsolada de los amigos de Nick en el sótano. Habían llamado a emergencias: Nick tampoco despertaba. Lo siguiente que recuerda Becky es que uno de los paramédicos llamó a un forense.
Los dos hermanos se llevaban solo 18 meses. Eran dos adolescentes extrovertidos, exitosos en el deporte y en los estudios. "Uno era el mejor amigo del otro", recordó Becky en una entrevista con el diario Chicago Tribune.
La noche antes de aquel dramático 14 de junio de 2015, Nick y Jack habían salido juntos a una fiesta de graduación. El mayor de los hermanos había regresado a casa después de su primer año universitario en Indiana, y Jack se acababa de graduar en el instituto, y había sido aceptado en Ball State University.
Becky les preparó un aperitivo que dejó envuelto en la cocina para cuando regresaran. A medianoche, comprobó que los chicos habían llegado y se fue a dormir. Por la mañana, su mundo se desmoronó.
El 14 de junio de 2015, el esposo de Becky había salido de la ciudad. Estaba con sus dos hijos menores en la casa de campo cuando ella le llamó. Con voz entrecortada, le pidió que regresara de inmediato. Mike Savage no supo lo que había ocurrido hasta que atravesó la puerta principal de la vivienda familiar y vio a los paramédicos. Nunca más volvieron a dormir en esa casa.
Jack y Nick murieron de sobredosis tras mezclar en la fiesta de graduación alcohol con oxicodona, un analgésico opioide muy potente y adictivo que causa la muerte de miles de estadounidenses cada año.
"¿Por qué no dijeron simplemente que no?"
Desde la mañana fatal de 2015, a Mike y a Becky Savage los persigue cada día la misma pregunta: "¿Por qué no dirían simplemente que no? Tras la muerte de sus hijos, repasan lo que sucedió, minuto a minuto, meses antes, minutos antes, el día anterior… Compulsivamente, una y otra vez, buscan respuestas.
"Todavía me persigue", contó Becky a los estudiantes de la escuela St. Charles East High School, en su primera conferencia en la zona escolar de Chicago.
"Eran niños como ustedes", añadió ante el silencioso auditorio. "Eran inteligentes, con futuros brillantes, pero hicieron una mala elección", dijo mientras mostraba fotografías de sus hijos.
En el año 2017, EEUU declaró una emergencia nacional por el consumo de opiáceos. Según cifras del Centro para el Control de Enfermedades (CDC), la sobredosis de ese tipo de analgésicos causó ese año la muerte de 47.600 norteamericanos.
El aumento del consumo de estas sustancias en EEUU empujó a Becky y a Mike a no dar la espalda a lo ocurrido. Una organización comunitaria les pidió que asistieran a una charla sobre el consumo de alcohol en menores. Dudaron, pero finalmente lo hicieron.
Frente a 200 personas, Becky sintió aquella conferencia como una "llamada de atención". De pronto estaba frente "a una habitación llena de gente que estaba aterrorizada de lo que podría pasarles".
Después de aquello, numerosas escuelas pidieron a Mike y Becky que hablaran en eventos con sus estudiantes, para advertirles de las consecuencias reales de consumir opiáceos. Desde entonces, la pareja asiste a escuelas y reuniones con padres para explicarles que "una pequeña pastillita puede matar a cualquiera". Cuentan su historia y esperan que esta ayude a los menores a tomar mejores decisiones y evitar a sus padres el dolor que ellos enfrentan cada día.
Con esta finalidad crearon también la Fundación 525, números que Jack y Nick tenían en su equipaje cuando practicaban hockey. En distintas conferencias, dan a los estudiantes información sobre los opioides y otras sustancias, y animan a los padres a tener con sus hijos la charla que a ellos les habría encantado tener con Jack y Nick.
"Me ayuda a sanar", reveló Mike al hablar de la fundación. "Es un legado para Jack y Nick".