En el barrio de Chelsea, en Manhattan, una escultura de la cabeza de Josef Stalin invita a los paseantes a pagar USD 25 (USD 20 en caso de ser niños, estudiantes o adultos mayores) para mirar unos 3.500 artefactos e imágenes del KGB Spy Museum (Museo de Espías de la KGB). Los visitantes pueden adentrarse en una parte del mundo secreto internacional que desafió a la ficción entre 1917 y 1995.
También pueden participar si, por caso, eligen dejarse atar a un sillón de interrogatorios o vestir el uniforme y sentarse al escritorio de un jefe del NKVD, la agencia anterior al Komitet Gosudarstvennoy Bezopasnosti (Comité para la Seguridad del Estado). Desde la Cheka al FSB, las agencias de inteligencia del Kremlin se suceden en la exhibición.
Educativa e instagrameable, la muestra permanente de este museo privado —cuyo inversor se mantiene anónimo, acorde al tema sobre el que expone— se sumó a una ola de cultura popular cuyo pico máximo fue la serie The Americans, de FX, sobre una pareja de espías soviéticos infiltrados en Washington. Y también coincidió con algunos hechos de la realidad que parecen renegar de la idea de fin de la historia.
En diciembre, María Butina, una rusa de 30 años, se declaró culpable de conspiración como agente extranjero, y su acuerdo con la fiscalía incluyó el reconocimiento de que había espiado para funcionario rusos. Meses atrás, cuando Sergei Skripal, un ex espía de 66 años residente en Gran Bretaña, y su hija Yulia fueron envenenados con el agente nervioso novichok, la primera ministra Theresa May dijo que era "altamente probable" que Rusia estuviera detrás del ataque. Y en 2016, según investigan todavía las autoridades de los Estados Unidos, hubo operaciones del Kremlin para influir en las elecciones presidenciales.
El KGB Spy Museum tiene como curadores a un padre y una hija lituanos, Julius Urbaitis y Agne Urbaityte, que hicieron un emprendimiento original en un refugio nuclear, llamado Atomic Bunker, en su país. De allí, y de otras colecciones privadas, provienen las máquinas de codificación automática de mensajes, las cámaras escondidas en bolsos, los dispositivos de escucha clandestina y un paraguas como el que se utilizó en Londres, en 1978, para asesinar con un dardo embebido en ricino al disidente búlgaro Georgi Markov.
Broches de corbata con funciones secretas, una pistola disimulada en un lápiz labial, un gramófono que perteneció a Stalin y una cámara oculta en una cajetilla de cigarrillos son otros de los objetos que se mezclan con posters de propaganda anti nazi, ejemplares del periódico soviético Pravda y teléfonos negros con sistema de disco para marcar los números.
Urbaityte enfatizó ante The New York Times que el museo es apolítico: "Es sobre la historia y sobre el progreso tecnológico". Pero la naturaleza del tema es difícilmente eludible. Masha Gessen, la autora de The Future Is History: How Totalitarianism Reclaimed Russia, criticó en The New Yorker: "Este es, en pocas palabras, el problema con el museo, cuyo folleto promete a los visitantes 'un paseo por el socialismo de ayer": es despreocupadamente neutral en términos morales".
La colección del KGB Spy Museum reúne tres décadas de búsqueda obsesiva de Urbaitis, quien primero se interesó en objetos de la Segunda Guerra Mundial y luego se especializó en espionaje soviético. "Tengo espíritu de coleccionista", dijo el lituano a The Wall Street Journal (WSJ). "Cada uno de los artefactos se siente como un logro cuando uno lo halla, como un cazador que mata un lobo. En especial los que son únicos en el mundo".
Aunque se negó a revelar el valor estimado de la colección completa, dijo que hasta el más modesto de los objetos vale muchos miles de dólares. La intriga es parte de la rivalidad entre coleccionistas del periodo, evaluó WSJ.
"En una venta reciente realizada en Aston's Auctioneers & Valuers, de Gran Bretaña, Urbaitis se disfrazó para pujar por una cámara de espías escondida en un paquete de cigarrillos John Player, que se vendió por USD 36.000", citó el periódico. El lituano se abalanzó luego sobre dos cámaras inusuales, por las que pagó USD 10.000.
"Vengan a conocer la historia secreta de una organización clandestina que ha tenido una influencia duradera y abarcadora en la política mundial", invita el sitio del KGB Spy Museum. Porque además de desplegar "una colección nunca antes vista de objetos únicos en su especie, muchos de los cuales sólo ahora se hacen públicos", la institución "revela las vidas secretas de prominentes agentes del KGB, mostrando las estrategias detrás de muchas de las operaciones de espionaje más secretas de la historia".
El tour comienza en la oficina del jefe del servicio, donde un maniquí con un uniforme del KGB se sienta a un escritorio con una bandera soviética a sus espaldas y una lámpara de escritorio hecha en bronce que perteneció a Stalin. Uno de los objetos más antiguos, destacó el Times, es una central telefónica de 1928, cuyos operadores eran reclutados directamente por el NKVD.
Las puertas originales de una prisión del KGB se presentan con un anuncio ominoso: "La gente que no toleraba psicológicamente el proceso de interrogatorio iba a celdas acolchonadas, donde recibían drogas que convertían a una persona políticamente idealista en un vegetal".
Los visitantes prefieren objetos menos cargados en apariencia, como los de espionaje. En distintas vitrinas se muestran los micrófonos y las cámaras que se ocultaban en anillos, relojes, cinturones, gemelos y zapatos, que evocan más a James Bond —o a Maxwell Smart— que a Lavrenti Beria. Y que en la era de los smartphones pueden parecer risibles, pero también un eslabón en la historia de la tecnología electrónica.
El KGB se ocupó de recolectar información en el bloque del este y en Occidente; de supervisar la policía secreta, de custodiar las fronteras de la Unión Soviética y de monitorear y reprimir el disenso interno. Su historia tiene tanta atracción actualmente que el KGB Spy Museum no está solo: también en Nueva York se halla el Spyscape Museum, y en Washington DC, el International Spy Museum, que este año se mudará a una sede más amplia.
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