El 1 de octubre de 2017, Stephen Paddock (64 años) se tomó 10 minutos. No para descansar. No para meditar. No para mirar las noticias por televisión. Se tomó 10 minutos para disparar desde su habitación en el hotel Mandalay Bay Resort and Casino con sus dos fusiles R-15 unas mil veces contra una multitud de 22 mil personas que disfrutaban de un concierto de Route 91 Harvest, de música country.
Asesinó a 58. Hirió a 869.
De esta forma se convirtió en el autor de la peor matanza con arma de fuego en la historia de los Estados Unidos. Superó a los tiroteos en campus estudiantiles, como el de Parkland, Florida, o el de la iglesia en Charleston, Carolina del Sur.
Cuando esa noche en pleno concierto comenzaron las detonaciones, muchos creyeron -la inmensa mayoría- que se trataba de fuegos de artificios, parte del show. Pero al cabo de unos pocos segundos, los gritos de desesperación sepultaron la alegría que compartían las más de 22 mil almas que allí se habían congregado.
La confusión impidió terminar rápidamente con la amenaza. La Policía de Las Vegas tardó en identificar el lugar desde el cual se ejecutaba la agresión mortal. Cuando supieron cuál era la habitación del piso 32 del Mandalay Bay, irrumpieron y terminaron con la vida de Paddock.
Mientras tanto, en el parque, miles de personas corrían de un lado a otro. Las escenas de desesperación y heroísmo se repetían en cualquier rincón. Hombres haciendo de escudos humanos para cubrir a quien tuvieran a su lado. Mujeres aplicando torniquetes con ropa desgarrada sobre las heridas de otras víctimas. Niños que corrían protegidos por sus madres, quienes desesperadas corrían en busca de un lugar donde guarecerse.
Finalmente, Paddock cayó abatido. Luego de los infernales 10 minutos que se tomó para masacrar a inocentes fue ultimado por los agentes, que irrumpieron en su búnker de lujo.
La investigación se inició. Se recorrió su vida. Se supo de dónde provenía, con quién había estado casado, cuáles habían sido sus trabajos, quiénes, sus familiares. Se trazó su perfil psicológico en busca de algún indicio que indicara por qué había perpetrado esa matanza sin sentido.
Se interrogó a amigos. Se interrogó a parejas. Ex. Compañeros. Hermanos. Se conversó con todo aquel que alguna vez había estado en contacto en los últimos años con él. Se hurgó en sus cuentas bancarias. En su situación financiera. Nada. Nada. Nada. Ni una minúscula pista se encontró. Paddock no había dejado una carta, una nota, nada que explicara qué motivación había tenido para disparar desde el Mandalay Bay hacia la multitud.
Incluso se realizó un examen post mortem de su cerebro para evaluar sus condiciones psíquicas. Los médicos no hallaron "anormalidades" en su cerebro que pudieran conducir a los peritos a perseguir una pista sobre su salud mental. El sheriff del Condado de Clark, Joseph Lombardo, lo confirmó en una entrevista dada a The Las Vegas Review-Journal. "Todas esas cosas que ustedes esperarían encontrar… no las hemos encontrado", dijo once días después de la masacre.
El misterio crecía y todavía no podían encontrar el porqué.
Un estudio dado a conocer este año por el FBI da cuenta de que todos los tiradores seriales -entre 2000 y 2013- presentaban patrones y "comportamientos preocupantes" antes de cometer sus crímenes. Son expuestos por los allegados a los atacantes una vez que son interrogados por los investigadores. Pero en el caso de Paddock ningún signo floreció antes de su plan, el cual mantuvo en absoluto secreto.
El pasado 3 de agosto, la Policía de Las Vegas cerró la investigación sobre la masacre de la ciudad de las apuestas, las fiestas y la buena vida. En ella explica que no se pudo determinar qué motivó al tirador aquella noche de otoño en los Estados Unidos. Fue un reporte extenso, de 181 páginas, pero sin ninguna conclusión respecto de qué lo hizo a Paddock colocarse sobre aquella ventana y disparar mil veces contra una multitud inofensiva.
El informe dice que los investigadores "no encontraron evidencia de radicalización o ideología para respaldar ninguna teoría de que Paddock apoyó o siguió a ningún grupo de odio ni a ninguna organización terrorista nacional o extranjera".
El jubilado de 64 años no atravesaba tampoco una situación financiera o económica agobiante. Por el contrario. Tenía suficiente dinero como para vivir cómodamente el resto de su vida.
A un año de la masacre, su legado fue siniestro. Pero lo peor para aquellos que perdieron un familiar o un amigo debajo del escenario del festival de música country es que no saben por qué murieron. No saben -y quizá nunca sepan- qué pasó por la cabeza de Paddock esos diez minutos que se tomó en la noche del 1 de octubre de 2017, cuando decidió matar.
Sin sentido. Aparentemente.
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