La familia del joven de 27 años estuvo de acuerdo: donarían el cerebro de su hijo a los neurocientíficos del Centro de Encefalopatía Traumática Crónica (CTE, por sus siglas en inglés) de la Boston University para su estudio. El hombre había estado en prisión hasta tres días antes, donde decidió quitarse la vida colgándose en su celda. Pero el traslado de ese órgano no fue el habitual para este tipo de exámenes. El misterio en torno a ese proyecto comenzaba a crecer.
El cerebro arribó a la universidad en abril último, una noche después de la muerte de su "dueño". Unas pocas personas -a cargo del estudio- estuvieron al tanto de su procedencia. Llegó al laboratorio en perfecto estado, pero no por la puerta principal. Lo hizo de manera particular: por unos túneles reservados solo para cuestiones secretas. Incluso, el órgano recibió un seudónimo y apenas tres científicos sabían cómo identificarlo.
Sin embargo, quienes debían examinarlo a fondo juramentaron no poner sobre la mesa las cuestiones sobre el auge y caída de este famoso hombre de 27 años. Sus antecedentes no debían interferir con el estudio. No habría debate entre ellos respecto de si era una buena o mala persona. Debían evaluar las ramificaciones de su cerebro despojados de prejuicios que pudieran condicionar su práctica. Accedieron y así lo hicieron.
"No comparé su comportamiento con su enfermedad", indicó la neuropatóloga que examinó el cerebro. El nombre del criminal era conocido no solo por los investigadores, sino por el resto de la población de New England y Estados Unidos. Al colocarlo sobre su fría mesa de acero, notaron que en apariencia era como cualquier otro. Su peso: 1.573 gramos. El normal para un joven de esa edad. A simple vista, no presentaba anormalidades. No era grande ni pequeño; ni deformado ni extraordinario. Parecía saludable: las meninges, las capas de membranas translúcidas que recubren y protegen el cerebro, todavía lo hacían de manera natural. Tenía un brillo normal, según reportó The New York Times.
Los científicos -liderados por Ann McKee– comenzaron a diseccionarlo. Lo cortaron en láminas para iniciar el proceso detallado de su investigación. Y fue en ese momento cuando vieron que algo raro ocurría con el órgano que estaban estudiando. Por ejemplo, el septum pellucidum, la membrana entre las dos mitades del cerebro, estaba atrofiada. Lucía frágil. Demasiado para un joven de 27 años. El paralelo que encontraron para compararlo los sorprendió: era como el cerebro de un boxeador a los 46 años. Algo no estaba del todo bien. El fórnix también estaba dañado. Y lo mismo el hipocampo. Esa situación ni siquiera se repetía en los órganos que habían estudiado en personas con edad mucho más avanzada.
Los neurólogos se quedaron pensativos. ¿Qué podía haber atacado de manera tan drástica el cerebro de un joven de 27 años que aparentaba ser el de un enfermo de Alzheimer de avanzada edad? Mediante el uso de anticuerpos diseñados para decolorar una proteína específica, se les hizo evidente qué había sido lo que lo provocó: la proteína Tau, que se propagó por todo el cerebro matando a sus células.
La proteína se manifestó sobre todo en la corteza frontal del hombre que decidió quitarse la vida colgándose de la prisión en la que purgaba su sentencia. Esa parte de la cabeza es la que controla la toma de decisiones, el impulso y la inhibición. También se desparramó en la amígdala cerebelosa -regula la ansiedad y el miedo-, y en el lóbulo temporal, que se ocupa de algo clave como la comunicación humana, el lenguaje.
La neuropatóloga no solo halló esa proteína en varias partes del cerebro del examinado. También notó microhemorragias y cicatrizaciones alrededor de los ventrículos. Era el órgano más dañado en alguien de 27 años que había visto en toda su carrera. En una escala de daño del 1 al 4, la científica lo colocó en la número 3.
El cerebro seguirá siendo estudiado durante años. Quedó archivado en perfectas condiciones en la Boston University y serán varios los científicos que dedicarán horas a tratar de determinar qué pudo causar ese deterioro tan visible en cortezas claves.
* El cerebro que los neuropatólogos de la prestigiosa casa de altos estudios examinaron a fondo -pese a que la nota original de The New York Times no lo nombra de manera explícita, ni a la científica a cargo del estudio- era nada menos que el de Aaron Hernández, una superestrella del fútbol americano (NFL) condenado a prisión perpetua por el asesinato de una persona, quien se suicidó el 19 de abril pasado en su celda de un penal de Massachusetts.
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