Desde hace unas semanas, el grito de “¡Dina asesina! Dina asesina!” ha recorrido las calles de varias de las ciudades más grandes de Perú. Para desgracia de la presidenta del país, su nombre de pila rima con “asesina”. Dina Boluarte es la jefa de Estado legal y constitucional. Pero desde que asumió el poder el 7 de diciembre, al menos 58 personas han muerto durante las protestas, 46 de ellas civiles en enfrentamientos con las fuerzas de seguridad, según la oficina del Defensor del Pueblo. Su nombre se ha vuelto tóxico, y para muchos peruanos su gobierno ha perdido toda legitimidad.
Perú está sufriendo una explosión de conflictos en las calles del tipo de los vividos en Chile en 2019, en Colombia en 2021 y en Ecuador el año pasado. El de Perú ha sido especialmente violento, sedicioso y peligroso. También tiene un matiz racial: la población indígena del país lleva mucho tiempo en desventaja y ha estado al frente de las protestas. Lo que está en juego es la supervivencia de la democracia. La sociedad se ha polarizado tanto que algunos peruanos hablan de una inminente guerra civil, por descabellada que parezca.
Al menos diez personas han muerto como consecuencia de las acciones de los manifestantes en el bloqueo de carreteras. Un policía murió quemado y 580 de sus colegas resultaron heridos, algunos de gravedad. Decenas de carreteras, sobre todo en la sierra sur, permanecen bloqueadas y varias grandes minas y el ferrocarril turístico a la ciudadela inca de Machu Picchu cerrados. Varios aeropuertos estuvieron fuera de servicio durante gran parte de enero. En algunas ciudades escasean los alimentos, la gasolina y el oxígeno para los hospitales. La intimidación a los viajeros y a las empresas que desafían los bloqueos de carreteras y las órdenes de paralización es generalizada.
Según el Ministerio de Economía, hasta finales de enero el conflicto había costado unos 625 millones de dólares en pérdidas de producción, además de los daños causados a las infraestructuras públicas y a las fábricas y explotaciones agrícolas. El centro de Lima está fantasmagórico tras las vallas protectoras levantadas por la policía; las tiendas de baratijas vacías de turistas. Casi todas las noches los manifestantes intentan llegar al edificio del Congreso. Grupos de jóvenes armados con palos afilados, piedras, hondas y cócteles molotov atacan a la policía. El 28 de enero murió un manifestante, la primera víctima mortal en la capital.
El desencadenante inmediato del conflicto fue el anuncio, el 7 de diciembre, de Pedro Castillo, presidente de izquierdas elegido por un estrecho margen en 2021, de que iba a ordenar el cierre del Congreso y la toma del poder judicial. La medida fracasó y Castillo fue detenido. Fue el eco de un “autogolpe” más exitoso, el de Alberto Fujimori en 1992, que gobernó Perú como autócrata electo hasta el año 2000. Por este motivo, muchos sectores de la izquierda, así como los opositores conservadores de Castillo, lo denunciaron inicialmente. El Congreso votó rápidamente su destitución por 101 votos a favor, 6 en contra y 10 abstenciones, y nombró a la Sra. Boluarte, su vicepresidenta.
Pero el Sr. Castillo y sus partidarios difundieron rápidamente una narrativa alternativa en la que el autor de un golpe se convertía en su víctima. Líder de un sindicato de profesores y de ascendencia indígena, como presidente gobernó mal, nombrando a más de 70 ministros diferentes, pocos de los cuales sobrevivieron más de unas pocas semanas. Según los fiscales, él y su círculo eran corruptos, aunque él lo niega. Colocó a muchos activistas de extrema izquierda mal cualificados en puestos estatales. Sus defensores sostienen que la derecha y la élite limeña nunca le dejaron gobernar. Sus adversarios afirmaron, sin pruebas, que había ganado fraudulentamente, e intentaron destituirle desde el principio.
Conservó el apoyo de cerca del 30% de los peruanos, principalmente en los Andes, que se identificaban con él. “El mundo rural está alejado, desatendido, y tenían un presidente al que reconocían”, dice Carolina Trivelli, ex ministra de Asuntos Sociales. “Era un inútil, un corrupto, lo que se quiera, pero era uno de ellos”. Ahora, según Alfredo Torres, encuestador, cerca de la mitad de los peruanos -y dos tercios en los Andes- creen en su falso victimismo y piensan que Boluarte es una usurpadora que se ha aliado con la derecha. Cuatro presidentes de izquierdas de América Latina, cuyos gobiernos se han negado a reconocer a la Sra. Boluarte, se hacen eco de esta opinión. Los diplomáticos peruanos consideran que se trata de una intervención injustificada en los asuntos internos del país y una traición a la democracia.
Los manifestantes piden la dimisión de Boluarte, el cierre del Congreso y la convocatoria inmediata de elecciones generales. Unas elecciones este año pueden ser la única forma de restablecer la calma. Pero también quieren una Asamblea Constituyente para redactar una nueva constitución. Y quieren que el Sr. Castillo sea liberado, aunque esta demanda se está desvaneciendo. Muchas de estas causas gozan de gran popularidad. Casi el 90% de los encuestados en un sondeo publicado el 29 de enero por el Instituto de Estudios Peruanos, un instituto de investigación, desaprobaba al Congreso y el 74% piensa que la Sra. Boluarte debería dimitir. Estas demandas reflejan y a la vez aceleran el colapso del sistema político en un país que durante gran parte de este siglo pareció una historia de éxito latinoamericano.
Las semillas de la ira
En los años ochenta, como hoy, Perú llegó a un callejón sin salida. Sufrió una hiperinflación, una recesión económica y la insurgencia terrorista de Sendero Luminoso, un grupo maoísta fundamentalista fundado en Ayacucho, una ciudad de los Andes. Para muchos, Fujimori rescató al país. Su gobierno autoritario acabó con los terroristas. Sus políticas de libre mercado, reflejadas en una nueva constitución en 1993, desencadenaron más de dos décadas de rápido crecimiento económico. La renta per cápita aumentó a una tasa media anual del 3% entre 1990 y 2013, frente a una media latinoamericana del 1,7%. Mientras que alrededor del 55% de los peruanos eran oficialmente pobres en 1992, en 2014 ese porcentaje había caído al 23%, la reducción más rápida de la región.
Pero Fujimori, que cumple condena por abusos contra los derechos humanos en la misma prisión en la que se encuentra Castillo, también sembró algunas de las semillas del malestar actual. Su régimen practicó el soborno y la corrupción para salirse con la suya. No tenía tiempo para los partidos políticos. Y en cierto modo debilitó al Estado. El crecimiento económico y las políticas de libre mercado continuaron bajo gobiernos democráticos desde 2000. Pero la corrupción floreció y el sistema político decayó.
El crecimiento no fue acompañado de desarrollo institucional. Tres cuartas partes de la población activa trabajan en la economía informal de empresas no registradas. En los últimos años, la actividad económica ilegal se ha expandido. Según Carlos Basombrío, ex ministro del Interior, hasta 200.000 personas trabajan como mineros ilegales, principalmente de oro y cobre. Los negocios ilícitos, incluidos la minería y el narcotráfico, generan al menos 7.000 millones de dólares al año (o el 3% del PIB), calcula. Otros estiman que la cifra es mucho mayor.
La inestabilidad política se ha intensificado. Boluarte es la sexta presidenta desde 2016. Ninguno ha tenido mayoría legislativa. Seis de los nueve presidentes desde 2001 han sido acusados de corrupción. El sistema de partidos se ha fracturado: los 130 miembros del Congreso están divididos entre una docena de partidos. Muchos de ellos son gestionados como empresas por los titulares de su registro legal. Para muchos peruanos, el Estado es una presencia tenue. Con una economía informal tan grande, “el papel de los partidos se vuelve irrelevante”, afirma Carlos Meléndez, politólogo.
Una descentralización mal diseñada ha contribuido a reproducir muchos de estos vicios a nivel regional. Los gobiernos locales carecen de personal capacitado. Entre 2019 y 2022 las administraciones regionales y municipales dejaron sin gastar unos 10.000 millones de sus presupuestos de inversión. Varios gobernadores regionales han sido elegidos por coaliciones de constructoras, en busca de contratos, y negocios ilegales, según Meléndez.
Las protestas reflejan este panorama. Expresan “el cansancio estructural con la política y la falta de respuestas del Estado” a los problemas de la población, afirma Raúl Molina, asesor de la Sra. Boluarte. Este cansancio es especialmente agudo entre la población, mayoritariamente indígena, de las zonas rurales del sur de los Andes, que se ha beneficiado menos del crecimiento económico y cuyas explotaciones agrícolas han sufrido las consecuencias de la sequía y de que Castillo no importara fertilizantes el año pasado. La tasa de pobreza subió al 30% en 2020 y se situó en el 26% en 2021.
Desde diciembre, la indignación espontánea ha dado paso cada vez más a la acción organizada y coordinada de una serie de fuerzas de dudoso pedigrí democrático. Empezando por los partidos de la izquierda marxista que apoyaron a Castillo y tienen vínculos con Cuba y Venezuela. También incluyen a los restos de Sendero Luminoso, que se ha reorganizado como partido de extrema izquierda y controla un sindicato de profesores. Está presente sobre todo en Ayacucho y Puno. Según Basombrío, los intentos coordinados de apoderarse de aeropuertos en el sur son propios de Sendero Luminoso. Casi todas las muertes de civiles atribuidas a las fuerzas de seguridad se debieron a sus intentos de defender los aeropuertos.
La población aymara del sur de Puno comparte lazos culturales con los pueblos del altiplano boliviano. Los ayudantes de Evo Morales, ex presidente boliviano de ascendencia aymara, han participado activamente en el sur de Perú en la causa de Runasur, organización que fundó en 2021 con el objetivo de unir a los pueblos indígenas latinoamericanos. Luego están los mineros ilegales, que parecen estar detrás de los bloqueos de carreteras en varias zonas, incluida Madre de Dios, en la Amazonia. Según las autoridades, delincuentes comunes podrían estar detrás de los incendios provocados en 15 juzgados, 26 oficinas de la fiscalía y 47 comisarías.
“Ustedes quieren generar caos y desorden y utilizar ese caos y ese desorden para tomar el poder”, se quejó Boluarte de los manifestantes el 19 de enero. Esa ambición parece estar detrás de la idea de una asamblea constituyente, un dispositivo utilizado por Morales y Hugo Chávez en Venezuela para obtener el poder absoluto, tomando el control del poder judicial y otras instituciones del Estado. Hasta hace poco, pocos peruanos eran partidarios de convocarla. Ahora las encuestas muestran que alrededor del 70% ve con buenos ojos una asamblea de este tipo, quizá porque el Congreso es muy odiado. Un referéndum sobre una asamblea constituyente sería “muy peligroso”, según Luis Miguel Castilla, ministro de Economía de un gobierno de centroizquierda entre 2011 y 2014. La economía se recuperó de la pandemia a pesar de Castillo, porque la Constitución “impone muchos candados”, dice Castilla. Añade que la izquierda quiere resucitar las empresas estatales y los controles de precios de los años ochenta.
Las protestas se ven avivadas por las meteduras de pata de la Sra. Boluarte y un Congreso interesado. Las primeras muertes se produjeron a manos del ejército y la policía cuando comenzaron las protestas en diciembre. La ira estalló de nuevo tras la muerte de 18 personas en Juliaca, donde un destacamento policial muy superior en número aparentemente entró en pánico. El gobierno afirma que la policía tiene órdenes de no disparar, pero en las provincias está peor entrenada y equipada que en Lima. Quizá el mayor error del gobierno haya sido no ordenar una rápida investigación independiente de las muertes. Dice que es asunto de la fiscalía, que trabaja con lentitud. Además, en Lima se produjo una incursión policial innecesariamente violenta en la Universidad de San Marcos, la más antigua de América, donde se alojaban algunos manifestantes.
La Sra. Boluarte es de la sierra y, a diferencia del Sr. Castillo, habla quechua, la principal lengua indígena. Fue funcionaria de nivel medio y es una neófita política. Ha nombrado a algunos ministros competentes, pero en otros aspectos ha metido la pata. “El gobierno está perdiendo la batalla de la comunicación”, afirma Castilla. “La cuestión se ha convertido en los excesos del Gobierno”.
Así que unas elecciones anticipadas parecen la única salida. Pero el Congreso, cuyos miembros disfrutan de lujosos salarios y prebendas, se ha estancado y el gobierno ha tardado en presionar para que se celebren. La necesaria enmienda constitucional debe aprobarse en primera lectura antes del 14 de febrero. Si no se aprovecha esta oportunidad, “Perú se convertirá en un pandemónium”, dice un funcionario. Pero la izquierda insiste en vincular las elecciones a una asamblea constituyente. La derecha quiere elecciones el año que viene. Están jugando mientras Perú arde.
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