Cuando el presidente ruso, Vladimir Putin, invadió Ucrania el 24 de febrero de 2022, se propuso acaparar territorio, privarla de soberanía, acabar con la idea misma de su identidad nacional y convertir lo que quedaba de ella en un Estado fallido. Tras meses de feroz resistencia ucraniana, su condición de Estado y su identidad son más fuertes que nunca, y todo lo que Putin pretendía infligir a Ucrania está afectando a su propio país.
La guerra de Putin está convirtiendo a Rusia en un Estado fallido, con fronteras descontroladas, formaciones militares privadas, una población que huye, decadencia moral y la posibilidad de un conflicto civil. Y aunque ha aumentado la confianza de los líderes occidentales en la capacidad de Ucrania para resistir el terror de Putin, crece la preocupación sobre la propia capacidad de Rusia para sobrevivir a la guerra. Podría volverse ingobernable y caer en el caos.
Consideremos sus fronteras. La absurda e ilegal anexión por parte de Rusia de cuatro regiones de Ucrania -Kherson, Donetsk, Luhansk y Zaporizhia- antes incluso de que pudiera establecer un control total sobre ellas, la convierte en un Estado con territorios ilegítimos y una frontera fluida. “La Federación Rusa, tal y como la conocemos, se está autoliquidando y entrando en una fase de Estado fallido”, afirma Ekaterina Schulmann, politóloga. Su administración, señala, es incapaz de llevar a cabo sus funciones básicas. La anexión no disuadirá a las fuerzas ucranianas, pero creará precedentes para las propias regiones intranquilas de Rusia, incluidas las repúblicas del Cáucaso Norte, que probablemente se dirijan a la salida si el gobierno central empieza a aflojar su control.
Otra característica de un Estado en descomposición es la pérdida del monopolio del uso de la fuerza física. Los ejércitos privados y los mercenarios, aunque oficialmente prohibidos en Rusia, están floreciendo. Evgeny Prigozhin, un ex convicto apodado “el chef de Putin” y testaferro del Grupo Wagner, una operación mercenaria privada, ha estado reclutando abiertamente prisioneros y ofreciéndoles indultos a cambio de unirse a sus fuerzas. Wagner, dice, no desea ser “legalizado” ni integrado en las fuerzas armadas. Lo mismo podría decirse de la fuerza controlada por Ramzan Kadyrov, antiguo señor de la guerra checheno y actual presidente de Chechenia. Incluso las agencias de seguridad del gobierno ruso sirven cada vez más a sus propios intereses corporativos.
El Estado ruso está fracasando en la función más básica de todas. Lejos de proteger la vida de su pueblo, representa la mayor amenaza para él, al utilizarlo como carne de cañón. El 21 de septiembre, ante la derrota militar en el campo de batalla de Ucrania, Putin ordenó la movilización de unas 300.000 personas. Mal entrenados y mal equipados, su única función es obstaculizar el avance de las fuerzas ucranianas. Es poco probable que muchos de ellos sigan vivos el año que viene por estas fechas.
La movilización causó en Rusia una conmoción mucho mayor que el propio comienzo de la guerra. Algunos de sus efectos ya son visibles: se incendiaron centros de reclutamiento y al menos 300.000 personas huyeron al extranjero (además de las 300.000 que se marcharon en las primeras semanas de la guerra). La mayoría de ellos son jóvenes, educados y con recursos. El impacto total de su marcha en la economía y la demografía del país aún está por ver, pero la tensión social va en aumento.
Mientras los urbanitas huyen, decenas de miles de sus compatriotas más pobres son detenidos y enviados a las trincheras. Al traer a casa su “operación militar especial”, Putin ha roto el frágil consenso en virtud del cual la gente acordó no protestar contra la guerra a cambio de que la dejaran en paz. Ahora se les dice que luchen y mueran por el bien de su régimen.
Putin no puede ganar, pero tampoco puede permitirse poner fin al conflicto. Tal vez espere que haciendo que tanta gente colabore en su guerra, y sometiéndola a más de su venenosa propaganda fascista, podrá alargar las cosas. Si lo consigue, o si el flujo de bolsas de cadáveres, unido al descontento de la élite, provoca su caída, determinará cuántas personas más morirán y hasta dónde caerá Rusia.
Como dijo Alexei Navalny, líder de la oposición rusa encarcelado, en una de sus comparecencias ante el tribunal: “No hemos podido evitar la catástrofe y ya no nos deslizamos, sino que volamos hacia ella. La única cuestión será con qué fuerza tocará fondo Rusia y si se desmoronará”. El año que viene dará alguna indicación de la respuesta a esa sombría pregunta.
*Arkady Ostrovsky es editor para Rusia de The Economist
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