Samuel Umtiti fue una de las piezas claves del equipo francés campeón del mundo. Contra la extendida creencia de que el equipo francés está repleto de extranjeros, es uno de los dos jugadores del plantel que nació fuera de Francia. De haber aceptado una tentadora oferta que recibió tres años atrás hoy no estaría celebrando haber alcanzado la gloria, la eternidad futbolística.
Llegó al Barcelona hace dos años sin demasiada prensa y por sólo 25 millones de dólares, se asentó como titular y parte imprescindible en el equipo de Messi, gracias a su constancia y potencia. Umtiti es rápido, sólido, con un físico rocoso y aparenta poseer menos ductilidad de la que en realidad tiene. Su porcentaje de pases correctos es altísimo -aún si eliminamos de esa cuenta los pases protocolares, de oficinistas, que integran el actual repertorio de todos los centrales del mundo-, tiene buen juego aéreo defensivo y mucha velocidad, virtud fundamental para jugar en un equipo ofensivo y algo desguarnecido como el Barcelona actual. Otro de sus rasgos principales es la personalidad.
Debutó en la selección francesa en medio de la Eurocopa pasada, sin haber jugado amistosos y nunca más dejó el equipo titular. Sin demasiados goles en su carrera, su obstinación hizo que convirtiera de cabeza el tanto que le dio a Francia el pase a la final. Algunos viejos futboleros, ajenos a las estadísticas, a las cámaras tácticas y al análisis de videos, dirían que otra de sus fortalezas es su cara: nariz de boxeador, gesto reconcentrado, labios carnosos y apretados. Es feo, tiene cara de malo, una de las virtudes que proclamaba Alfio Basile para sus centrales -aunque la misma historia del Coco contradijera esa afirmación picaresca: su compañero eterno de zaga, Roberto Perfumo, con cara angelical, elegancia parisina y fiereza ninja, se convirtió en uno de los más grandes marcadores centrales de la historia.
Elegido en el equipo ideal de este Mundial por la gran mayoría de los periodistas -sólo le puede pelear el puesto el veterano capitán sueco o su compañero de equipo el colombiano Yerry Mina, Umtiti integró con Raphael Varane una sólida pareja de centrales. Ambos, acostumbrados a jugar en los grandes de España, cuentan con la experiencia y la prestancia necesarias para afrontar partidos importantes a pesar de su corta edad. No llegan a los 25 años (Passarella y Ruggeri lideraron las defensas de nuestros campeones del mundo con esa edad también). Aún con las constantes subidas de los laterales Pavard y Hernández, se debe reconocer que tuvieron una labor más sencilla que en La Liga. Menos espacio a cubrir gracias a los planteos reticentes de Deschamps y rivales que llegaban desfallecientes luego de tener que sortear a Mautidi, Pogba, Giroud (el centrodelantero trabajó muchísimo defensivamente) y en especial a ese Pacman de menos de 1, 70 de altura que es el deslumbrante Kanté. Sin embargo esto no le quita méritos al trabajo de Umtiti. Al empezar el Mundial parecía que este no sería su mejor torneo. Una mano insólita suya permitió el empate transitoria de Australia. Pero de allí en adelante todo mejoró para Samuel.
Un aspecto no demasiado transitado en los análisis de este torneo fue la dificultad que encontraron los centrodelanteros para hacer su trabajo. Muy pocos se destacaron. Y los que lo hicieron tuvieron rendimientos pobres en los partidos definitorios. Lukaku potente, inteligente y generoso deslumbró con su entrega y su sentido de juego colectivo contra Japón y Brasil pero no pudo destacarse en los últimos dos encuentros. En la semifinal perdió el duelo personal con Umtiti. Algo parecido le pasó al goleador del torneo, al inglés Kane. Gabriel de Jesús defraudó al igual que los nueves argentinos, Agüero e Higuaín. A Suárez no se lo vio cómodo. El elegantísimo y eficaz Lewandowski fue una sombra. Y Alemania no encontró el reemplazante de Klose. Giroud fue un caso extremo: el centrodelantero del campeón no sólo no convirtió, ni siquiera pateó al arco en los siete partidos. Debe ser un récord (aunque para hacer justicia se debe reconocer que no jugó para nada mal y fue muy importante para el juego de su selección). Tal vez el mejor centrodelantero del Mundial -si acaso lo fuera- ha sido Cristiano Ronaldo, un goleador rapaz e implacable.En este Mundial en el que los centrales ahogaron a los delanteros, Umtiti estuvo entre los más destacados.
Samuel Umtiti nació en Yaundé, la capital de Camerún. A los dos años toda su familia se instaló en Francia. Allí, Umtiti creció, estudió, forjó amistades y jugó al fútbol. Representó a los galos en todas las categorías juveniles posibles, llegando a coronarse campeón mundial Sub 20 en 2013 tras la final en la que superaron a Uruguay. Sin embargo, ese paso por las selecciones juveniles no le garantizaba ocupar en el equipo mayor, plagado de súper estrellas que integraban los planteles de los equipos más poderosos de Europa. Sólo para tener una idea del poderío francés: para el Mundial 2018, Didier Deschamps dejó fuera de los 23 a pesos pesados como Benzema, Rabiot, Lacazzette, Martial, Coman o Payet.
Así fue como un día, luego del Mundial 2014, mientras Umtiti se asentaba en la primera del Olympique de Lyon, Roger Milla, el legendario delantero de Camerún (ostenta el récord de ser el jugador más veterano en hacer un gol en un Mundial), se acercó para tentarlo. Le propuso integrar la selección del país africano. Le dijo, no sin cierta lógica, que en Francia nadie le podría asegurar la titularidad, ni siquiera una convocatoria, que la competencia era demasiado fuerte como para tener alguna certeza. En cambio en Camerún tenía asegurada las convocatorias y, excepto algún bajón demasiado pronunciado en sus rendimientos, la titularidad por largos años. La oferta, que hoy parece ridícula, no lo era en su momento. El ofrecimiento de Milla hubiera sido tentador para cualquier jugador. Asegurarse disputar un Mundial -los antecedentes de Camerún parecían augurar que podrían ser varios consecutivos-, convertirse en el líder de una generación de jugadores nacidos en la misma tierra que él. Sin embargo, Umtiti no consideró la proposición. Ni siquiera parece haberlo pensado demasiado. Deseaba representar a Francia, como lo había hecho desde los 15 años. Los motivos fueron variados y contundentes. Sus ambiciones futbolísticas excedían las de sólo participar en un Mundial, confiaba en sus condiciones técnicas y, principalmente, se sentía y era francés.
En el fútbol de hoy dominan el trabajo, la planificación y el orden. Sin embargo, se suelen dejar de lado algunos factores que tienen influencia. Se suelen subestimar, por ejemplo, los imponderables: esos aspectos azarosos, inmanejables, imposibles de calcular: la multiplicidad de cámaras permite ver que la gran mayoría de los goles se producen por cuestión de milímetros. Una pelota que pasa entre las piernas de un defensor, un mal pique, un roce mínimo en el muslo de un rival (como en el primer gol croata de ayer), un pequeño paso en falso de un arquero (como en el gol de Pogba también de ayer). Pero antes de ese factor que se escurre de la planificación están el talento, la preparación y la determinación. Esas pequeñas decisiones, conscientes e instintivas, que ponen al jugador en esa situación. Umtiti rechazó la oferta de Camerún porque decidió arriesgar, porque apuntó a la consagración deportiva, a ir por todo. Apostó y ganó. Tuvo confianza en sus condiciones: el fútbol es confianza y contagio se suele decir. Quiso emular a sus ídolos infantiles, deseó algo más que fama y dinero. Fue por la gloria. Umtiti no se conformaba con jugar un Mundial, quería ganarlo con su país, Francia. Desde que llegó a esa tierra cuando tenía dos años sólo en un par de ocasiones regresó a Camerún y por unos pocos días.
En los últimos días se viralizó una foto que opone a la formación titular de Francia en el Mundial 86 con la de Rusia 2018. En el primer equipo el único jugador de color era Jean Tigana, un extraordinario mediocampista. En el segundo abundan los negros. El meme tiene una desembozada intención racista. Y no tiene en cuenta que quienes aparecen en la segunda foto, los flamantes campeones del mundo, son todos ciudadanos franceses, nacidos en su abrumadora mayoría en suelo francés. Y quienes no (el arquero suplente Steve Mandanda y Umtiti son los únicos que no nacieron en tierra francesa de los 23 convocados) viven en ese país desde los dos años de edad. Tal vez, dentro de unos años y a la luz de sus últimas declaraciones, hábitos y declaraciones, debamos reconocer que el único extranjero del equipo francés fue Antoine Griezman, quien ya integra esa pequeña pero sólida categoría de franceses orientales o uruguayos galos que encabezan Carlos Gardel y Lautréamont. Casi una tradición.
Esos jugadores franceses, nacidos o nacionalizados, hablan el idioma, recorrieron sus calles desde pequeños, disfrutan de sus costumbres, se sienten parte de un país más allá de que sus raíces culturales sean diversas. Ese plantel representa el multiculturalismo, la diversidad social de un país. Es como si alguien se quejara porque un equipo argentino está integrado por descendientes de italianos y españoles. Estos jugadores franceses representaron a su país, una realidad incontestable aunque la cuestión racial siga molestando a varios que se quejan amargamente y pretenden desmerecer una victoria cabal. Distinta será la historia dentro de cuatro años. Cuando den las alienaciones minutos antes del partido inaugural veremos que la selección local, Qatar presentará una especie de legión extranjera; ese equipo tendrá una variedad étnica que no representará necesariamente a su sociedad, sino que será la manifestación del poder económico de sus dirigentes, reclutadores de jugadores por todo el mundo -forzando la interpretación de leyes- que no nacieron, se criaron, ni comparten costumbres ni ningún rasgo identitario con el pueblo qatarí.
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