Hasta los fuera de serie del deporte necesitan contextos fértiles para brillar y pocas veces Lionel Messi los tuvo en la selección argentina. Incluso, con alguna derrota significativa a flor de piel, manifestó sus ganas de dar un paso al costado pero ese portazo definitivo nunca llegó. Soportó quedarse sentado en el banco con 19 años en Alemania 2006 y el equipo pésimamente diseñado cuatro años después en Sudáfrica, donde ya era Balón de Oro. Rozó la gloria en Brasil pero después resistió los constantes cambios de entrenadores y las finales perdidas, e intentó sacar petróleo en contextos caóticos, como en Rusia.
En Cataluña, su segunda casa, siempre fue diferente. Los proyectos deportivos solían acompañarlo. Pero sus 33 años, el Messi del Barcelona se cansó de las frustraciones, de remar contra la corriente, y dijo basta. Hace tiempo que expresó a la directiva blaugrana su deseo de formar parte de un plan ganador y no fue escuchado. Tiró del carro con su talento pero se agotó. Algunos títulos domésticos maquillaron esa fragilidad estructural pero esta temporada la burbuja explotó con el 8-2 ante el Bayern Múnich en Lisboa, el partido que puso fin a la primera campaña en la que el Barça no suma al menos un título desde la temporada 2007/08, el golpe de nocaut para el mejor jugador del mundo.
Al Messi del Barcelona, que hizo 633 goles en 731 partidos y deslumbró al fútbol mundial en cada una de sus 16 temporadas con la camiseta azulgrana, le motivan los trofeos más que nada en el mundo. Es su mayor combustible. Esencialmente, la Champions League. Y en su camino de rosas, hay tres grandes espinas que se dieron en el marco de esta competición continental que La Pulga ganó cuatro veces pero que lo ha esquivado los últimos cinco años: Roma, Liverpool y el Bayern en Lisboa.
ROMA: UNA DERROTA ABSURDA
En abril del 2018, el FC Barcelona viajó a Roma para terminar un trámite y volver a unas semifinales de la Champions League después de tres temporadas. Su última vez había sido en 2015, cuando impulsado por la ‘MSN’ llegó hasta la final de Berlín y conquistó Europa. Esa fue la última vez que Lionel Messi tuvo en sus manos a La Orejona. Su trío explosivo con Luis Suárez y Neymar arrasó con Manchester City, PSG y Bayern Múnich para luego liquidar a la Juventus en la capital alemana. Pero dos eliminaciones más tarde, ante el Atlético de Griezmann y la Juve de Dybala, ese trofeo ya sabía a poco. Con el 4-1 a favor conseguido en el Camp Nou en el partido ida, todo indicaba que pasarían de ronda. Leo llegaba pleno tras marcar un hat-trick ante Leganés en el partido previo al viaje a Italia.
Era el primer año de Ernesto Valverde en un Barça que llevaba un par de temporadas inestables en el plano continental. La Messidependencia ante la falta de automatismos y recursos individuales que resultaran determinantes cuando el astro argentino era controlado por los rivales. Nada quedaba de esa convicción colectiva instalada en la época de Guardiola y aquel 10 de abril de 2018 el Estadio Olímpico fue testigo de la versión más alejada de ese ADN. Jamás se le vio al Barcelona tanta falta de confianza y seguridad para proteger la pelota como en ese partido.
Hubo mucho mérito en la planificación de Eusebio Di Francesco quien cambió el 4-1-4-1 que practicó AS Roma en el partido de ida por un 3-4-3 más agresivo que dejó paralizados a los jugadores blaugranas. Les anularon la construcción del juego de raíz, tapándoles carriles de pase a Ter Stegen, Piqué, Umtiti y Busquets. El posicionamiento defensivo del elenco giallorossi en aquel partido marcó la diferencia y Leo Messi no encontró terreno fértil entre tanta vorágine. Fue uno de esos partidos en los que todo el mundo espera que él mágicamente resuelva los problemas pero nadie atina a interpretar qué papel juega el contexto. Nadie del Barça fue capaz de darle un pase entre líneas y encontrarlo en sus zonas de mayor influencia.
“Nos confiamos, nos dormimos, nos meten un gol tonto, por decir algo, que no fue ni una jugada sino un pelotazo a la espalda y nos meten el primero”, dijo Messi posteriormente en una entrevista con Mundo Deportivo, graficando como la AS Roma había ganado 3-0 sin hacer nada excesivamente extraordinario en ataque, con balones directos, imponiéndose en las segundas jugadas y respirando con apoyos exteriores. “Ellos agarraron confianza, nosotros entramos en la dinámica de no poder salir, de no encontrarnos, y ellos con la presión de su gente, con la ilusión de poder conseguirlo, de ver que podían, fueron para arriba y nosotros hacia abajo. Queda la bronca por caer otra vez en cuartos, después de haber hecho un año impresionante, porque si te fijas perdimos solo tres partidos, en dos no pasó nada (en Copa ante Espanyol y en Liga ante el Levante) y en este perdimos y nos dejó fuera de la Champions”, agregó Leo, quien omitió las dos caídas ante Real Madrid en la Supercopa de España al iniciar el curso.
LIVERPOOL: FANTASMAS EN EL INFIERNO
Las pocas derrotas le permitieron al Barça ganar la Liga y la Copa del Rey con un Lionel Messi reinventándose por enésima vez. De jovencito se inició como extremo y posteriormente se transformó en ‘falso 9’ con Guardiola, regresó a la banda con Luis Enrique, con Valverde derivó en un delantero letal. En un equipo equilibrado pero con las virtudes del juego posicional, el astro argentino se dedicó a marcar el pulso con su talento omnipresente: su punto de partida era generalmente la derecha pero pisaba con frecuencia el centro y activaba con lanzamientos el sector izquierdo. Y sus noches de inspiración eran argumento suficiente para acabar con cualquier rival, incluso con el temible Liverpool de Jürgen Klopp. Porque justamente eso fue lo que sucedió en el Camp Nou el 1 de mayo de 2019.
Ese Barça de líneas compactas y altamente capacitado para contener la intensidad, la presión y los cambios de ritmo de los Reds, con un 4-4-2 muy poco flexible, dispuso aquella velada de Champions League de un Messi sideral. Porque nadie se acuerda que completó solamente el 51% de sus pases. En la retina del mundo del fútbol quedará el tiro libre que estampó en el ángulo de la portería de Alisson Becker desde una muy larga distancia.
Pero otra vez, por segundo año consecutivo, el resultado abultado (3-0) del partido de ida terminó siendo estéril. Solo el chileno Arturo Vidal logró no dejarse acojonar por el miedo escénico del desquite, porque el Liverpool aprovechó la atmósfera infernal de Anfield y salió a asfixiar al Barcelona con mucho ímpetu, presionó en cada rincón donde estuvo la pelota. Y cada pérdida se transformó en un calvario. Los laterales, Alexander-Arnold y Robertson, hicieron muy ancha la defensa del Barça con su amplitud y profundidad. Había fisuras en todos lados y los fantasmas de Roma atormentaron a un equipo que se sabía cada vez más inferior con el correr de los minutos, completamente condicionado por su pasado y el factor ambiental, con un Messi otra vez atado de pies y manos: el argentino volvió a demostrar que es incapaz de gravitar si sus compañeros no recuperan la pelota. Lo suyo es la culminación, no el inicio.
“No me imaginé nunca que podía llegar a pasar lo que nos pasó, ya veníamos de Roma el año anterior, no nos podíamos permitir que vuelva a pasar. Hicimos un desgaste muy fuerte en el partido de ida y lo sentimos, físicamente eran superiores, fuimos (a Anfield) con el miedo de que nos hicieran un gol rápido, se iba a complicar, nos iban a entrar las dudas y pasó. No competimos, nos llevaron por delante en actitud, en ganas”, analizó Leo tiempo después en Fox Sports.
BAYERN EN LISBOA: LA CATÁSTROFE
Cuando el fusible de Ernesto Valverde terminó de quemarse, Messi y compañía cayeron en manos de Quique Setién. Llegó en enero con el Barcelona líder en LaLiga y clasificado a octavos de final de la Champions League. Su desafío fue equilibrar las necesidades del capitán y emblema del club con sus radicales convicciones. El ex DT del Betis intentó hasta el último momento imponer su estilo, hasta quiso reflotarlo en la semana previa al duelo decisivo ante el Napoli de octavos de la Champions, pero ese 3-5-2 de posesiones interminables no prosperó. A la filosofía de Setién se la devoró un vestuario de caudillos con Messi en el núcleo, quienes imponen nombres propios en la columna vertebral del equipo y, por ende, jugar de una manera específica.
Setién y el Barça terminaron asegurándose el pase al Final 8 de Lisboa sin abusar de la tenencia –solo 537 pases completados– y con un Messi endiablado: marcó un gol a puro músculo, le hicieron un penal y estuvo constantemente pendiente del factor anímico. “Tenemos dos goles de ventaja, no seamos pelot..., tranquilos. Vamos a jugar tranquilos que les hacemos otro”, le gritó a los suyos en el túnel de vestuarios durante el entretiempo. La victoria por 3-1 aseguró su viaje a la capital portuguesa para la definición de la Copa de Europa, sin saber que les esperaba un calvario.
Si Roma y Liverpool fueron un golpe a la imagen del Barcelona a nivel europeo, Lisboa convirtió al club catalán en el hazmerreír del continente. Llegó el duelo con el Bayern Múnich y, al encontrar algunas facilidades para llegar al arco de Neuer en el inicio del partido, el equipo de Setién aceptó el golpe por golpe. Y vaya si iba a lamentarlo: encajó cuatro goles en la primera media hora –sufrió 14 remates solo en el primer tiempo–, ocho en total al cabo de noventa minutos. Messi quedó envuelto en la tormenta alemana, además de su resignación e impotencia. Fue una catástrofe.
En su último contrato, firmado en 2017, el astro argentino se guardó la posibilidad de dejar el Barça a final de cada temporada. Nunca hizo uso de la opción… hasta ahora. Ha comenzado la puja con Josep Bartomeu, quien pasará a la posteridad como el presidente del Barcelona que perdió al mejor jugador de la historia del club y uno de los mejores de todos los tiempos en fútbol mundial. Algo que parecía impensado con un Lionel Messi que pega el primer portazo de su trayectoria deportiva, pese a que varias veces tuvo la oportunidad de hacerlo.
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