En un mundo en el que muchas veces la negatividad gana el centro del escenario, Roger Federer parece a salvo del odio y los odiadores. Como si la alegría que repartió por la magia mostrada en las canchas de tenis, y su correlato perfecto en la pulcritud y corrección que exhibió fuera de ellas, hubieran alcanzado para convencer a todos de que, si no es perfecto, al menos se acerca mucho a eso. Para esa construcción de la imagen del suizo ayudó mucho su labor humanitaria, con una participación activa para equilibrar, al menos en parte, la balanza de la justicia en un mundo desigual.
“Es bueno ser importante, pero más importante es ser bueno”. La frase es la que eligió Roger como definición para su personalidad, en su perfil en la web de la fundación que creó y preside para canalizar la mayoría de sus obras benéficas. La organización se acerca a cumplir 19 años de vida: comenzó su tarea en diciembre de 2003, cuando el suizo todavía no había llegado al número 1 del mundo y apenas había ganado el título de ese año en Wimbledon, en la primera de sus 20 coronaciones de Grand Slam.
El perfil solidario de Federer quedó claro entonces cuando el mundo recién empezaba a conocerlo, y desde entonces no hizo más que ratificarlo. Como en septiembre de 2005, cuando llevó a subasta la raqueta con la que ganó su segundo Abierto de Estados Unidos para ayudar a la Cruz Roja en la asistencia a las víctimas del huracán Katrina, que dejó más de 1.800 muertos en Nueva Orleans. Ya en abril de 2006, fue nombrado además embajador de buena voluntad de UNICEF.
Más cerca en el tiempo, este año sintió la necesidad de hacer su aporte ante la invasión de Rusia a Ucrania y el desastre humanitario que provocó la guerra. “Mi familia y yo estamos horrorizados por las imágenes procedentes de Ucrania y tenemos el corazón roto por ver a esas personas inocentes tan afectadas. Queremos la paz”, manifestó en marzo pasado el suizo, que anunció a la vez la donación de 452 mil euros para que chicos ucranianos pudieran continuar su proceso de escolarización.
Su fundación es un proyecto alrededor del cual giran las personas de su círculo más íntimo. Lo tiene a él como cabeza, aunque su familia y entorno ocupan lugares importantes: en la administración figuran como miembros su padre, Robbie; su madre, Lynette; su esposa y madre de sus cuatro hijos, Mirka Vavrinec; y también su histórico manager, el estadounidense Tony Godsick. Y la situación en África, uno de los continentes que expone de manera más brutal las asimetrías a nivel global, es uno de sus objetivos centrales.
Federer desarrolló un vínculo especial con el continente, algo que está vinculado a su historia familiar: su madre nació en Kempton Park, a pocos kilómetros de Johannesburgo, Sudáfrica, y parte de la infancia del suizo transcurrió en ese país. Uno de los eventos solidarios más importantes que protagonizó fue en esas tierras a comienzos de 2020, poco antes de que la pandemia de COVID-19 paralizara al circuito tenístico. En Ciudad del Cabo, un partido entre él y Rafael Nadal que incluyó también un encuentro de dobles con el magnate estadounidense Bill Gates y Trevor Noah, presentador de “The Daily Show”, convocó a 51.954 espectadores. Fue el récord histórico de público para un partido de tenis y todo lo recaudado se destinó a la obra benéfica que realiza la Fundación en el Sur del continente.
Pero el espíritu solidario de Federer no se limita a sus tareas específicas en la fundación. También supo ser durante buena parte de su carrera un faro en la defensa de los derechos de sus colegas, como cuando integró el Consejo de Jugadores de la Asociación de Tenistas Profesionales (cumplió allí tareas de 2008 a 2014 y de 2019 hasta 2022). “¿Te imaginas a Messi y a Cristiano Ronaldo reunidos para discutir durante horas sobre los problemas de sus colegas y lo que afecta a jugadores de la segunda división?”, comentó con algo de sorpresa un responsable de la ATP al periodista Sebastián Fest en su libro “Sin Red” (Sudamericana, 2015), que versa sobre la historia de la rivalidad entre Federer y Rafael Nadal. Y agregó: “Ves a Federer, a un día de empezar el US Open, encerrado en un salón de un hotel a las 22:15. Come un sandwich o snacks y debate sobre el control de calidad de la fase previa de un ATP 250 o sobre si el challenger de Sunrise debe jugarse en la misma semana que el Masters 1000 de Indian Wells y cuánto dinero debe repartir”.
Paradójicamente, algunas diferencias acerca de su labor en el Consejo fueron la causa de una de las situaciones más llamativas de su carrera: un distanciamiento momentáneo en 2012 con Rafael Nadal, también miembro del cuerpo, que se molestó al sentirse señalado por algunas declaraciones en las que Federer pidió a referentes del tenis no hablar negativamente del circuito en público. La respuesta del español no se hizo esperar: “La suya es muy fácil. ‘Yo soy un gentleman, que se quemen los demás’. Esto tampoco es así”, disparó en una conferencia de prensa previa al comienzo del Abierto de Australia. Fue el propio Federer el que se encargó de enfriar los ánimos, con ese espíritu elegante que en público solo parecía verse alterado por algún resultado adverso que lo afectara especialmente. Los tiempos terminaron de acomodar las cosas y este viernes la historia de esa rivalidad que dominó al tenis se cerrará como corresponde, en la despedida de Roger del tenis profesional: con él y Nadal juntos en un choque de dobles por la Copa Laver en Londres contra los estadounidense Jack Sock y Frances Tiafoe aproximadamente desde las 17 (hora argentina).
Federer también mostró su espíritu solidario durante su visita a la Argentina en 2013, cuando jugó una exhibición contra Juan Martín Del Potro. Una de las actividades que compartieron ambos por aquellos días fue una clínica en la que pudieron participar de manera gratuita chicos de diferentes escuelas de la zona a los que les tocó disfrutar de un momento inolvidable de su vida junto a uno de los mejores tenistas de la historia.
Más de uno pondrá el acento en la diferencia entre el perfil que mostró Federer durante su vida y el que se conoció de las estrellas de tenis de los años 70 y 80, cuando parecía imposible pensar más allá de lo que ocurría en la cancha. Queda claro que el suizo es también el resultado de una época en que los deportistas tomaron conciencia de que su vida pasa por algo más que las raquetas y las pelotas y que, al cabo, son privilegiados dentro de un mundo en el que la brecha entre ricos y pobres llega muchas veces a niveles obscenos. Por eso no es casual que también se lo vea a Rafael Nadal no solo colaborar económicamente para paliar los efectos de inundaciones en Mallorca en 2018 sino también despejar, guantes y cepillo en mano, los caminos llenos de agua. O a Novak Djokovic apadrinar con su fundación proyectos para garantizar la educación a chicos de familias postergadas en Serbia. Más allá de sus méritos personales, los tres son también el resultado de una evolución: la de un circuito de tenis que ya no ve con buenos ojos a figuras que se apartan de la realidad, muchas veces dolorosa, que los rodea.
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