Es muy difícil imaginar a algún tenista que haya personificado la elegancia y la caballerosidad con mayor perfección que Roger Federer. A sus golpes perfectos y su destreza de bailarín para desplazarse en la cancha, se suman su templanza para asimilar las caídas y su sobriedad en la victoria. Cuesta, para la inmensa mayoría que solo lo conoció tras su llegada a la cima, concebir que en algún momento la imagen que proyectaba estaba bien alejada de la estética del caballero de apariencia inmaculada que se cansó de levantar trofeos y pasear su sonrisa triunfal por los estadios de todo el mundo.
Hubo un tiempo que tal vez no fue hermoso para Federer, pero en él fue libre de verdad. Algunas fotos de esa época lo muestran con el pelo rubio, como el que lucía cuando con 17 años venció en la final del Orange Bowl en diciembre de 1998 a un chico argentino que también apuntaba a llegar alto: el Mago Guillermo Coria. El suizo, que terminaría ese año como número 1 del mundo junior, mostraba ya buena parte de las condiciones técnicas que lo llevarían a la cima, aunque le costaba aferrarse a la disciplina necesaria para cumplir su sueño de instalarse en la elite.
Fuera de las canchas, los hábitos de Roger, que a los 16 años dejó los estudios para dedicarse al tenis (“Nunca me gustó mucho el colegio”, admitiría años más tarde), eran los de muchos chicos de su edad, con prioridades más apuntadas hacia el lado de la diversión pasatista que a ser uno de los mejores deportistas de la historia. Escuchaba con devoción el heavy metal, que sonaba en sus auriculares antes de los partidos, y gastaba las horas jugando con la Playstation en su cuarto, donde se desplegaba un poster de la actriz Pamela Anderson, ícono de belleza de los años 90. “Estábamos siempre viendo Baywatch”, explicaría en una nota para la revista estadounidense GQ con un dejo de añoranza.
Claro que ninguna de esas predilecciones implicaba una traba para progresar en el tenis. Lo que sí lo mostraba fuera de centro era, por ejemplo, su dificultad para asumir el esfuerzo que un aspirante a estrella del circuito necesitaba hacer. “Era perezoso”, afirmó el sueco Peter Lundgren, uno de los primeros entrenadores de Federer, en la entrevista que concedió para el libro “Master”, del estadounidense Christopher Clarey, sobre la vida de Roger. Más lejos fue en la misma publicación el argelino Paul Dorochenko, su preparador físico en esos tiempos, que afirmó que “era frágil emocionalmente, incapaz de aceptar la derrota” y que incluso “entrenando era mediocre”. Y agregó en ese sentido: “Era un chico muy simpático, abierto y agradable, y a la vez muy hiperactivo, que no paraba de cantar y hacerse el tonto. Pero no venía a la preparación física y yo tenía que ir a buscarlo, por lo que debía castigarlo una y otra vez”. Estos testimonios llevaron a Clarey a asegurar que “si lo hubiesen analizado en terapia, quizá a Federer le habrían diagnosticado en su adolescencia algún déficit de atención”.
Desde luego, está lejos Federer de haber sido la única estrella del tenis que durante su adolescencia navegó por aguas turbulentas. Antecesor de Roger en muchos aspectos, el sueco Bjorn Borg representó en la década del 70 la corrección dentro de la cancha al límite de la exasperación, al punto de que se lo conocía como El hombre de hielo porque prácticamente no mostraba reacciones. Pero a sus 15 años, cuando ya se adivinaba el gran destino que lo esperaba y estaba por debutar en Copa Davis, tenía modos insoportables. En una entrevista de César Litvak publicada por El Gráfico en enero de 1987, Borg relató que en las prácticas para esa serie contra Nueva Zelanda en 1972, luego de un mal golpe rompió una raqueta y lanzó una catarata de insultos. Su entrenador, Lennart Bergelin, que observaba la práctica desde las tribunas, se lo recriminó y Bjorn le tiró una lata de cerveza vacía. El coach lo llamó entonces a la platea y, cuando lo tuvo cerca, le dio una cachetada que, al decir de El Hombre de Hielo, lo tiró dos escalones hacia abajo. Lejos de lo que semejante salvajada generaría 35 años más tarde, con una probable denuncia por agresión a un menor entre otras cosas, Borg (que jugó los tres puntos en el triunfo de Suecia ante Nueva Zelanda 4-1) se mostraba agradecido a Bergelin y decía que aquel golpe le había mostrado el camino. “Ahí comprendí que sin disciplina, sin mentalidad y sin concentración no llegaría a nada. Si no hubiera sido por él y por ese cachetazo, yo no habría sido nada”, comentaba el exrebelde Bjorn.
Federer empezó a encontrar el camino cuando se metió de lleno en su carrera profesional aunque no faltaron los altibajos, como pudo disfrutar en carne propia el argentino Franco Squillari, uno de los privilegiados que pueden ostentar un récord favorable ante uno de los mejores tenistas de la historia, al que venció sin ceder sets las dos veces que lo enfrentó. Franco Squillari le contó a Infobae los recuerdos del Roger con el que le tocó jugar.
El primer choque fue en Hamburgo 2001, cuando el suizo ya estaba 18° en el ranking. “Ya había pasado su etapa rebelde fuera de la cancha, pero todavía tenía falencias emocionales en los partidos más allá de que estaba creciendo muy rápido”, explicó el semifinalista de Roland Garros 2000 desde Tucumán, donde asistió como director de Desarrollo de la Asociación Argentina de Tenis al Sudamericano para menores de 16 años. “Él no dominaba cuando le jugaban pesado por el revés, y yo al ser zurdo le encontraba con más facilidad ese tiro. Cuando se lo buscaba muchas veces por ese lado, él fallaba y se le derrumbaba toda la estructura en su juego, aunque ya tenía un temperamento muy ganador y te obligaba a jugar con una intensidad muy alta”, precisó.
El propio Federer relataría con el tiempo hasta qué punto lo marcó ese día, en el que destrozó una raqueta a pocos metros del umpire luego del partido, lo que le valió el repudio del público alemán, y se quedó llorando en el vestuario. “Me porté terriblemente mal y en ese momento decidí que no podía seguir así. No podía comportarme de esa manera”, expresó.
Ya de la mano de Mirka Vavrinec, con la que se casaría luego, emprendió un cambio brusco en su personalidad. Se centró en reparar las falencias de su juego y logró darle un cauce positivo a su temperamento ganador para transformarse en un ícono de la elegancia, que despertaba admiración en el público y atracción para grandes marcas, que se peleaban para tenerlo como representante. La indisciplina quedó para siempre atrás y el mundo del tenis se encargó de disfrutarlo hasta los 41 años.
El deporte ya no será igual. Las malditas lesiones le impidieron decir adiós como a él le hubiese gustado, trazando sus golpes elegantes en alguna final de Grand Slam. Pero al fin y al cabo eso será apenas una anécdota en el inmenso legado que dejó para siempre.
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