Si en Argentina el fútbol nació en los potreros, en Estados Unidos el básquet nació en los playgrounds. Piso de cemento, dos aros generalmente con redes con cadenas, líneas pintadas y una pelota. Todo al aire libre a la vista de todos. En esas canchitas de barrio tan típicas de aquel país, ecosistema de tantos jóvenes, este deporte se desarrolló en su esencia más pura y llegó a niveles míticos por el talento innato que brota de sus urbes. Justamente allí, en las calles, el juego creció a la par de su popularidad, en especial entre los afroamericanos, protagonistas de picados que convocaban a miles de personas y quedaron en la memoria colectiva de aquellos ciudadanos de a pie que se convocaban, sin pagar un peso, lo más cerca posible de los límites del campo juego para ver a esos talentosos que despertaban admiración.
Antes de que el básquet llegara a los estadios y se organizaran competencias millonarias, el show estuvo en la calle. Allí nacieron estrellas que aun hoy son mitos vivientes, algunas de las cuales ni siquiera jugaron en las ligas profesionales -casi como siguiendo un guión de Hollywood- pero tuvieron épicos duelos con las estrellas en esos playgrounds y todavía hoy viven en el imaginario colectivo de mucha gente. Con ellos crecieron famosas historias de actuaciones y partidos que hoy se recuerdan como anécdotas únicas que se trasladan de generación en generación. Y tal vez, en ese mundo tan especial, no haya figura más recordada -y venerada- que Joe Hammond, un flaquito sin pinta de crack que es considerado el mejor jugador callejero de básquet que nunca jugó profesionalmente. Autor de las hazañas más grandes en Rucker Park, el potrero más famoso del mundo, ubicado en la intersección de la calle 155 y la avenida 8 en el barrio de Harlem, Nueva York. La casa de las leyendas más grandes, cada una con apodos llamativos que han trascendido en el tiempo, como Earl “The Pearl” Manigault, Wilt “The Stilt” Chamberlain, Julius “Dr. J” Erving, Connie “The Hawk” Hawkins, Herman “Helicopter” Knowlings, “Pee Wee” Kirkland y “Fly” Williams.
Hablamos de alguien tan talentoso que fue capaz de llegar al segundo tiempo del partido callejero más importante de siempre y anotar 50 puntos en la cara del mismísimo Doctor J. Alguien que fue elegido en el Draft nada menos que por los Lakers, pero se dio el lujo de rechazar la oferta de la NBA porque “ganaba más dinero en la calle”, jugando y vendiendo drogas… En esta nota, la historia de The Destroyer -El Destructor-, un mito viviente, el mismo al que New York Times eligió en 1990 como el mejor jugador callejero de la historia…
No hubo un anotador como Hammond. Era flaquito, no parecía fuerte y media poco más de 1m90, pero sus piernas le permitían volar hacia el aro y tenía una característica: le gustaba tirar con tablero. Una vez, todos recuerdan, logró el récord de puntos en Rucker, con 73. Y poco después, en otra actuación cautivante, se dispuso a romperlo y lo hizo, llegando a 74. Kevin Durant, para muchos el mejor jugador ofensivo de la historia, fue una vez a esa canchita y le salieron todas. Así y todo llegó a 66, quedando a ocho de la marca de Joe. Hay demasiadas historias de cómo Hammond mandó a la escuela a varias figuras nacionales. Richie Adams, estrella de la Universidad de Las Vegas, confesó que, cuando tenía 19 años y estaba en su plenitud de juego, fue a Rucker y recibió una paliza de Hammond, que tenía 14 años más. “Ni me conocía y me pregunto si jugaba al básquet. Cuando le dije que sí, me invito a traer mi equipo. Fui con Gary Springer (figura de Iona) y no olvidaré jamás aquella lección”, reconoció.
Pero la historia más famosa fue aquella que sucedió en julio de 1971. Rucker se vistió de fiesta para el duelo más esperado de la historia. Cuentan los que estuvieron que había gente hasta donde daba la vista: subidos a los árboles y postes de luz, colgados de las cercas, subidos a los techos y observando con binoculares desde las ventanas de edificios cercanos. Pee Wee Kirkland, otro talento que era el compañero de Hammond en las hazañas en Rucker con el equipo llamado los Milbank Pros, había desafiado a una estrella NBA, Charlie Scott. “Si sos tan bueno, trae a tu equipo y vení a jugar a Rucker”, le dijo. Scott llevó a sus Westsiders, como llamaban a su banda, que tenía, entre otros, a Julius Erving, la famosa figura de la NCAA que tenía destino de superestrella -meses después promediaría 27.3 puntos y 15.7 rebotes en su primera temporada en la ABA, la liga que competía con la NBA- y, con el tiempo, también se convertiría en un mito de Rucker.
La expectativa fue creciendo con el correr de los días hasta transformarse en el único tema de charla en Harlem y sus alrededores. “Todos me preguntaban cómo me iría contra Julius y yo les decía que deberían preguntarme como le va a ir a él contra mí. Joe, incluso, ni siquiera quería jugar. Me lo dijo…”, contó Bob McCullough, otra figura callejera que luego sería el comisionado de Rucker.
Allí comienza una leyenda que, para algunos, fue creciendo con el correr de los años. Las dudas sobre si Hammond asistiría se confirmaron cuando el partido comenzó sin él mientras las 6000 personas se preguntaban qué le habría sucedido... Los Westsiders, con Kirkland y Erving manejando las acciones, sacaron ventaja de 12 para el entretiempo... “De repente, cuando estábamos por comenzar el segundo tiempo, escuchamos un ‘haaaaaaa”, la marea de gente se abrió como el Mar Rojo y vimos ingresar a Joe desde la entrada del costado”, recordó McCullough. Hammond, quien dicen bajó de una limusina blanca, insistió que no fue una acción calculada -aunque pareció-, que solo se había equivocado de hora porque, básicamente, estaba muy ocupado jugando a los dados. Lo cierto es que su tardía llegada le dio un toque hollywodense al duelo que paralizaba Harlem.
“Cuando miré el tablero, dije ‘a la mierda’. Pero puse manos a la obra”. Peter Vecsey, mítico periodista que en ese momento escribía en el diario Daily News, estuvo en el lugar como reportero y su artículo, con fotos, es la principal referencia de aquel duelo. “La diferencia se evaporó más rápido que las anfetaminas”, escribió sobre el show de Hammond, quien asegura anotó 50 puntos en el segundo tiempo para forzar dos alargues y terminar siendo el mejor de una tarde que, igualmente, no terminó como el barrio quería... En el tiempo extra, Scott fue el mejor, llevando a los Westsiders al triunfo por 117-108, con Erving terminando con 39.
“Fue tanta la rivalidad y lo que generó el partido que, cuando terminó, estábamos en un costado de la cancha y un amigo de Joe me dijo ‘buen partido, pero nunca más pases la calle 116 porque vas a morir’”, contó Scott, pese a que era nativo de Harlem. Pero, claro, él había elegido otro camino -la NCAA con North Carolina y luego la NBA, desde donde llego al Hall of Fame-, totalmente distinto al de las estrellas callejeras. “Por supuesto que nunca más volví a la zona luego de ese comentario. Mucha gente se tomó muy en serio ese partido”, completó.
Aunque salió derrotado, lo de Hammond fue una verdadera exhibición, demostrando que tenía potencial para jugar entre los mejores y ser incluso superior a ellos. También puso a Rucker Park en el mapa, entre los mejores lugares para jugar y ver el mejor básquet. Y no cualquier básquet, el callejero, que de repente había dejado de ser ya solo un pasatiempo o una vía de escape para muchos, sino que podía ser un lugar del que saliesen profesionales y de altísimo nivel.
A partir de ese duelo, ya nada fue igual para Hammond. Su fama se disparó, Rucker se transformó en un lugar de culto y, pocos meses después, nada menos que los Lakers usaban una elección de draft para seleccionarlo. Pero, claro, eran tiempos oscuros para él. Desde chico, inducido por su tío, había entrado en el mundo de las drogas, ya no solo del consumo, sino también del tráfico. Algunos de sus amigos, para alejarlo de ese ambiente, lo empujaron a tomar la opción de jugar durante un tiempo en los Allentown Jets de la Eastern Basketball Association (EBA), una de las ligas que pululaban en ese momento buscando un lugar preferencial entre la gente. Pero Joe no sentía el básquet organizado y todo lo que él acarreaba. No había jugado en el secundario, tampoco en la universidad y no quería ir a la NBA. Al punto, cuentan, que no iba a jugar partidos a los que se sabía que asistirían scouts de la liga profesional. Nada parecía seducirlo ni interesarle. Le gusta estar en la calle y jugar en la calle…
Por eso tampoco se conmovió cuando supo de la elección de los Lakers, el equipo sensación que había logrado formar un tridente de estrellas como el conformaban Jerry West, Elgin Baylor y Wilt Chamberlain. Los angelinos habían ganado 48 de los 82 juegos y sólo los había frenado Milwaukee Bucks, con Kareem Abdul-Jabbar, en la final del Oeste. Hammond era la pieza que faltaba para terminar de formar una ofensiva tan creativa como devastadora. La franquicia, entonces, decidió elegirlo con el #5 del Hardship Draft, una selección alternativa que se armó con aquellos jugadores que no habían completado sus estudios universitarios. Le ofrecieron, entonces, 50.000 dólares, una casa, un auto y tres años de contrato. Mucho más que al resto de los jugadores. Para Hammond era la chance de asegurar el futuro, de confirmar todo lo que había mostrado en la cancha, de jugar con estrellas y hasta de salir campeón, como pasaría con ese equipo en 1972, tras vencer a los Knicks en la final... Pero Joe ignoró todo eso, lo dejó pasar.
La explicación la dio él mismo. “Aquellos tipos debían pensar que le estaban ofreciendo el mundo a un miserable negro del ghetto, pero yo no necesitaba para nada su dinero. Vendía drogas y jugaba a los dados en la calle desde que tenía 10 años. Con 15 tenía una cuenta secreta de mi padre en el banco de 50.000 dólares y cuando los Lakers me hicieron la oferta yo ya tenía 200.000 en mi apartamento. Ganaba miles de dólares vendiendo heroína, cocaína, crack y marihuana. ¿Para qué necesitaba los 50.000 de los Lakers? Lo único que hice fue decirles que yo merecía lo mismo que sus jugadores porque en realidad era mucho mejor que la mayoría de ellos, pero rechazaron pagarme más. Ellos no podían entender cómo un pordiosero podría estar regateándoles así y por supuesto tampoco yo les dije por qué”, comentó sin pelos en la lengua.
Así se cerró definitivamente la puerta de la NBA, porque cuando los otros equipos conocieron la respuesta de Hammond, también lo descartaron rápidamente. Los Nets de Erving lo intentarían, nuevamente, en el 73, pensando que tal vez jugar con un rival que Hammond había respetado en las calles podía ser una opción. “Joe fue Magic antes que Magic”, afirmó Lou Carnesseca, dueño de los Nets por aquel entonces. Ni con ese elogio logró convencerlo. Joe volvió a desechar una oferta de tres años para seguir dedicándose a jugar en la calle, vender drogas -a esa altura había heredado el negocio del tío- y quemar el dinero en mujeres, fiestas y más drogas.
De a poco, fue perdiendo su lugar en el mundo del tráfico y del básquet. Y quedando cada vez más solo, en especial cuando el dinero dejó de llegar y no paró de irse, cuando la fama de las canchas ya no alcanzó para darle de comer. Ni para detener a la Policía. Hammond pasó 11 años en distintas prisiones de Estados Unidos y, para cuando salió, ya estaba acabado. En todo sentido. Le quedó la calle, su lugar. Allí pedía limosnas y vivía de lo que le daban aquellos que todavía recordaban lo grande que había sido como jugador.
Dicen que se “limpió”, que a los 73 años anda mejor que nunca, que está recuperado… Todavía hoy se lo puede ver por las calles de Harlem. Todavía lo paran, lo felicitan, le agradecen, les cuentan sus hazañas, sobre todo aquella de los 50 puntos en un segundo tiempo, tarde que él describe “como el show más grande de la Tierra, una historia que es más grande que el mismo básquet”. Asegura no arrepentirse de nada. “Imagino que yo estoy hecho de otra madera de la que están hechas las leyendas, pero lo seguro es que no soy el bastardo que le quisieron hacer creer a la gente que soy”. Una leyenda que vivió y jugó a su manera, como quiso y donde quiso. Y que todavía hoy es recordado como un mito.
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