Por qué será que siento más emoción ahora, en este mismo momento en el cual evoco todo lo vivido que cuando lo fui viviendo hace cerca de 50 años. La “Tragedia de Los Andes”, tal como fue denominada entonces formaba parte de la angustia de cada día desde el viernes 13 de octubre de 1972 hasta un infinito que jamás nos abandonará. La noticia conmocionaba al mundo y perforaba por igual a todo ciudadano que respirara el aire del Río de la Plata.
Era así de doloroso y así de simple: un avión Fairchild de la Fuerza Aérea Uruguaya Serie 571 había caído con 45 vidas a bordo, casi todos eran jugadores del club de rugby Old Cristians y los acompañaban algunos pocos familiares y amigos. Se trató de un error humano del copiloto a cargo del comando quien equivocó el rumbo y estrelló al avión contra un pico nevado al intentar atravesar una tormenta. El impacto fue tan brutal que las alas y la cola se desprendieron del resto y el fuselaje tras deslizarse sin control por más de 750 metros en plena nieve comenzó a escribir su mítico milagro: 29 muertos, 16 sobrevivientes.
La búsqueda duró 8 días y la lucha por la vida de los sobrevivientes –heridos, fracturados, enfermos o agonizantes– se prolongó por 72 días más durante los cuales se perdieron otras 13 vidas. Entre quienes luchaban por vivir se formó lo que con acierto el brillante escritor uruguayo Pablo Vierci llamó “La sociedad de la nieve”. Ese imperdible libro –próximo a convertirse en película dirigida por Juan Antonio Bayona y producida por Netflix– cuenta toda la odisea. Y es especialmente fascinante la descripción de cómo Parrado y Canessa salieron a buscar sonidos humanos luego de ascender sin equipo 4650 metros, fueron heroicos 10 días de esperanza y fatiga hasta encontrar al arriero Sergio Catalán –fallecido en el 2020 a los 92 años– quien los condujo a la “resurrección…”.
Eso ocurrió el 23 de diciembre de 1972, 80 días después del siniestro y yo me propuse, desde la revista El Gráfico lograr una entrevista con algún sobreviviente. Eran deportistas y el espíritu deportivo –especialmente el del rugby– pensé, tuvo que tener incidencia en la tipología de los actores para sostener la convicción y la adversidad.
Fue por ello que escribí –parece mentira– esta nota que al releerla me conmueve más. La vida nos ha pasado medio siglo. Los estudiantes son profesionales, los solteros casados, los casados padres, los padres abuelos... Y ellos, los que lograron salvarse, nunca dejaron de expresarse y admitir todo cuanto hicieron en su afán por vivir, aún la antropofagia. La mayoría recorrieron muchos países del mundo explicando el milagro y algunos aun hoy, 50 años después y ejerciendo su profesión de médicos, abogados o docentes, ofrecen charlas motivacionales a empresas o a delegaciones deportivas antes de algún gran evento. Esa entrevista con dos de los héroes se publicó el 23 de enero de 1973 en la edición 2781. Las fotos las sacó mi entrañable compañero Juan Manuel Fernández y aquel texto decía:
— Habría que estar ante la barba de Pancho Delgado o traspasar la mirada triste pero firme de Roberto Canessa para comprender bien esto. Por más fiel que yo sea, será difícil que todos entendamos dos cosas que son primordiales. Primero, el espíritu de esta nota que procura demostrar la importancia que tuvo el deporte en la hazaña de los muchachos uruguayos; y, segundo, la dimensión de ejemplos que leídos pueden parecer pequeños, pero trasladados al momento y a esa especial circunstancia tuvieron un gran valor.
Si yo dijera “que un partido termina a los 90 minutos”, además de no descubrir nada nuevo, me dejo caer en el lugar más común del fútbol. Para Alfredo Delgado Salaverri, procurador, a un año de recibirse de abogado (obviamente recibido y extrañamente alejado hoy del núcleo de los sobrevivientes), esa frase hecha, vulgar, ordinaria y casi en desuso marcó el primer objetivo de fe y esperanza. Cuando el avión también era nieve y el grupo humano sólo distinguía el cielo, Pancho repetía:
“En el fútbol se sabe que el partido termina a los 90 minutos cuando el referí da la pitada final. Dios es nuestro referí y nos está dejando jugar; él y sólo él dará por terminado el partido. Mientras tanto hay que luchar para ganar…”
La entrevista la realizamos el viernes pasado en la casa de Roberto Canessa Urta (notable ciudadano, médico que llegó a ser candidato para presidente de la Republica), uno de los protagonistas fundamentales de la hazaña. Con él y Delgado hablamos varias horas sobre el episodio que conmovió al mundo. (Y jamás dejará de conmoverlo).
– Yo quisiera que ustedes me expliquen qué importancia le atribuyen al deporte o qué vinculación tuvo el deporte con la epopeya cumplida por ustedes.
Esta fue la pregunta base. Con la aclaración de que íbamos en procura de una nota que tal vez no existiera.
Canessa, 20 años, estudiante de medicina, wing tres cuartos de rugby Old Christians, y Pancho Delgado, ex jugador de la 5ª de Nacional, Universitario, últimamente de Loyola y también jugador de rugby de Los Cuervos, se entusiasmaron ante la propuesta. Y ambas respuestas fueron categóricas:
Delgado dijo: “Lo principal fue la ubicación filosófica y la creencia en Dios frente al problema. Con esos elementos empezamos la lucha, pero de nada hubiera servido si en el grupo no hubiera dominado una mentalidad deportiva”.
Dijo Canessa: “El deporte nos enseñó a absorber grandes esfuerzos. Incentivamos un espíritu de sacrificio que nos acostumbra a grandes cambios. Sabemos ganar y sabemos luchar contra la adversidad. En el rugby, además, aprendimos a apoyar al compañero necesitado, a socorrer el sector flojo, a solidarizarnos con quienes haga falta para que lo colectivo sea más importante que lo individual. Esto mismo lo explicamos en la Cordillera. Hicimos de un grupo de desahuciados un equipo que se disponía a ganarle a todas las dificultades. Y lo logramos”.
Hasta aquí la introducción a una nota que empezaba a tener a tener sentido. A partir de aquí, algunos ejemplos que lo demuestran.
Cuentan Canessa y Delgado que desde el primer día cada uno tenía una función. Delgado, que en el impacto se había roto los ligamentos de la pierna izquierda y era casi seguro que tenía fractura de fémur, fue el “fabricante de agua”. Un proceso que permitía a través del deshielo poder abastecer los tres litros diarios que consumía cada uno de los sobrevivientes. Canessa, por su condición de estudiante de medicina, se entregó a curar a los enfermos con los elementos que tenía. Otro ileso, Maspons, trabajó con Canessa en el ordenamiento original del grupo. Lo mismo que Parrado, pieza fundamental de la hazaña. Antes del alud –el 29 de octubre– una especie de comité de selección había elegido a los hombres que saldrían en procura de encontrar vida. Ellos eran Parrado y Canessa. ¿Por qué ellos? Porque habían rendido varias pruebas. La principal fue la aptitud física. Dos jugadores de rugby que en varios test les demostraron a los demás conformar todos los “requisitos”. No se trataba solamente de tener resistencia o vigor, había que complementar eso con factores de carácter que ayudaran a la convivencia durante el tiempo que estuvieran solos. Delgado los definió bien: “Parrado era el hombre fuerte, con una gran capacidad física, capaz del esfuerzo más increíble; Canessa, el inteligente que lo iba a compensar con lucidez y entereza. Porque en otra vinculación con el deporte –seguía Pancho Delgado– quiero contar esta anécdota:
“Parrado juró ante el cadáver de su madre que volvería a ver su padre. Aunque ése fuera el último acto de su vida. Vería al padre y moriría en sus brazos por agotamiento. Para nosotros, Parrado, era el maratonista al que sólo le importa la meta. Aunque la cruce y se muera. Su obsesión era llegar hasta su padre. Y aunque eso por un lado garantizaba su lucha inclaudicable, por el otro carecía de estrategia o de la cuota de frialdad necesarias en los momentos en que fuera imprescindible. Por eso su compañero sería Canessa, el hombre ideal para frenarlo, para hacerlo descansar, para serenarlo”.
“Y muchas veces ocurrió –dice Canessa– que Parrado quería seguir con la noche encima. Era una imprudencia. Cuando yo lograba que descansáramos él lo reconocía y me decía: ‘Hicimos bien en parar, no daba más’”. De todo lo que leímos, de todo lo que escuchamos, había un punto que quedaba por aclarar: los diez días y las diez noches que Canessa y Parrado buscaron vida civilizada. Canessa lo cuenta así y esto también tiene connotación con el deporte:
“El espíritu de equipo no se vulneró nunca. Entre todos juntamos la ropa que llevaríamos Nando y yo. Me puse cinco pulóveres, cuatro pantalones y un jean encima, tres pares de medias, una campera, un par de zapatos de fútbol, un cinturón de seguridad del avión para atarnos a los cruces de ríos, toda la soga que pudimos unir, un par de guantes para nieve que por suerte llevaba, un saco de dormir y un palo muy largo para ir tanteando cada paso. No olvidábamos que un compañero nuestro murió por haber pisado en el vacío. De manera que nuestra marcha fue muy lenta. Caminábamos entre seis y ocho horas diarias y antes de pisar tanteábamos con el palo. Luego, íbamos pateando sobre la montaña para hacer escaleras con el hielo y asegurar nuestros pasos. Todo era muy lento, pero muy seguro. Y cada día, desafiando a Parrado, que no quería parar por nada del mundo, lográbamos el descanso apoyando nuestros cuerpos en la ladera de la montaña. Nos poníamos uno detrás del otro y así nos quedábamos unos 45 minutos. Luego uno masajeaba al otro para evitar que el congelamiento atrofiara los músculos. A veces cambiábamos este sistema por el de mover los brazos como boxeadores cuando realizan sombra. Esto duró exactamente seis noches. Recién cuando estuvimos abajo y vimos el río pudimos dormir adentro del saco apoyándonos en la tierra. La temperatura lo permitía. Una vez que divisamos el río seguimos su curso. Sabíamos que íbamos a encontrar vida. Y teníamos una obligación con el resto: jugarnos por ellos hasta las últimas instancias. Así lo habíamos jurado y así teníamos que hacerlo. Con una contra muy grande: el reloj. Teníamos compañeros que morían si no llegábamos a tiempo. Ese era el caso de Rey Harley, que ya estaba engangrenado. Y aunque parezca mentira, un espíritu netamente deportivo fue el que nos guio en todo momento: ‘Nuestro equipo dependía de nuestra actuación: no podíamos fallar’. Y aun cuando éramos dos, entre nosotros ese espíritu siguió imperando más que nunca. Yo tenía fatiga y estaba muy cansado; Parrado llevaba mi mochila y por un momento también quería cargarme a mí sobre sus hombros. Haberlo hecho hubiera sido negativo: cuando un partido depende de dos jugadores y uno se lesiona es mejor esperar que vuelva al campo y no seguir con uno solo”.
Canessa también dice que hubo otros jugadores “sacrificados” como Turcati y Maspons, que salieron primero para hacer reconocimientos. Incluso el propio Vizintín, que fue con él y Parrado y al tercer día debió regresar. Cuenta Delgado que cuando lo vieron aparecer a Vizintín solo después de tres días pensar que a Canessa y Parrado les había pasado lo peor. Vizintín regresó por un problema de aptitud física, pero cumplió con su parte: él ayudó al estudio de los equinoccios para establecer la orientación del sol y decidir el itinerario que iban a seguir luego Parrado y Canessa.
Este espíritu deportivo no sólo estuvo demostrado por lo que realizaron sino también por las inquietudes informativas de cada uno. Decirlo ahora puede resultar fácil, pero hay que ubicarse bien en aquel momento y en medio de esas circunstancias para valorar esto que cuenta Pancho Delgado:
“Teníamos una radio chiquita a transistores. Cuando pudimos ordenar todo y comenzamos a revisar el avión encontramos gran cantidad de pilas en el portafolios del piloto. Hicimos un cálculo simple para saber cuántas horas duraba cada pila y de acuerdo a las pilas que teníamos cuántos días podíamos escuchar radio. Sobre todo, cuántas horas por día. Nuestro problema era que de acuerdo a las informaciones de los noticiosos de radios chilenas, el rescate se iba a reiniciar en la segunda quincena de enero, es decir, con el deshielo. Y según nuestras estimaciones las pilas nos durarían hasta el 16 de enero si escuchábamos a razón de una hora y 45 minutos por día. Había que cuidar mucho las pilas y no excederse de ese tiempo diario. Pero hubo dos acontecimientos que nos obligaron a un gasto extra. Y una fue la pelea de Monzón y Briscoe que escuchamos a razón de 1 minuto por round (ganó Monzon por puntos después de estar groggy en el 9° asalto el 12-11). Nos alegramos mucho y esa tarde (un mes después del accidente) celebramos el triunfo del argentino. Y otra cosa que escuchamos fue la final de River y San Lorenzo a razón de tres minutos cada quince. Pero el relator José María Muñoz le dio tanta emoción que cuando llegó el suplementario nos dimos el lujo de escucharlo casi completo. Además teníamos a un compañero, Pedro Alcorta, cuyo padre es miembro del BID y estuvo radicado en Argentina mucho tiempo. Pedro es hincha fanático de San Lorenzo y cuando terminó el partido (ganó 1-0 con gol de Luciano Figueroa) se dio una vuelta olímpica alrededor del avión (llevaban 64 días esperando el recate). La mayoría nos quedamos tristes porque esa tarde todos hacíamos fuerza por River. O sea, nosotros teníamos tanta fe en los milagros que pensamos que Dios haría dos milagros: sacarnos a nosotros y darle el campeonato a River. En cambio cuando nos enteramos que Nacional salió campeón, no fue tan eufórica la cosa. La mayoría éramos de Nacional y estábamos acostumbrados a ganar. Pero la verdad que el tema político y el tema fútbol uruguayo, o algún otro que hubiera producido irritaciones, estaba prohibido. No voy a negar que entre nosotros hubo discusiones y algunas acaloradas. Pero a los diez minutos, así como se acostumbra en los vestuarios de cualquier deporte, uno le pedía disculpas al otro y el asunto terminaba. Política y Nacional-Peñarol eran temas prohibidos.
Cuando fui a Montevideo no sabía si realmente la nota existía. ¿Qué tiene que ver El Gráfico con este episodio?, fue desde el momento en que intentamos a través de Bernardo Larre Borges (ese necesario amigo que ya no nos acompaña) el contacto para llegar a Canessa y a Delgado. Pero vale la pena recordar el entusiasmo con que los entrevistados saturados de reportajes y juramentados de no hablar por ahora del caso, tomaron la nota. Para ellos el tema deportivo era fundamental. Porque en un ranking de factores que ayudaron a su proeza el deporte ocupa el segundo lugar. El primero es de Dios. Y esa mística se prolongó, incluso, hasta mucho después del rescate.
Cuando llegaron a Montevideo ofrecieron una conferencia de prensa. Pancho Delgado fue el designado por sus compañeros para hablar a los periodistas. En medio de cámaras de televisión, fotógrafos, la multitud que esperaba afuera, los hombres de prensa que se disponían a tomar nota, los familiares con su emoción y los muchachos vueltos de la muerte. Pancho se levantó. Un profundo silencio iba a acompañar a sus palabras. En el instante de vacilación, se escuchó a su padre implorarle: “Ponete la celeste, Pancho, ponete la celeste”.
-¿Y vos te la pusiste?
-Cómo me la iba a poner si desde el día del accidente ninguno de nosotros se la sacó nunca…
El milagro de esta historia tiene 5 libros, 6 películas –la primera fue “Viven” en 1974 y se viene “La sociedad de la nieve”, 1 obra de teatro –”Sobrevivir a Los Andes”. 1.000 conferencias de sobrevivientes, filósofos, antropólogos, sociólogos, sicologos… 5 grandes temas musicales desde lo melódico hasta la banda Punk GBH, un museo en la Ciudad Vieja, una Fundación y hasta un circuito organizado en el lugar de los hechos, el “Valle de lagrimas” para los turistas interesados en uno de los hechos universales más conmovedores del Siglo XX.
También lo es para mi que hoy, 50 años después, la pueda evocar, escribir y emocionarme.
Gracias Dios.
Archivo: Maxi Roldán
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