El frío de esa noche en Santa Fe calaba los huesos hasta el hastío.
Pero las estrellas se esforzaron por iluminar un espacio especial: la celebración virginal de una sensación que hasta entonces le pareció quimérica.
Por primera vez, Carlos Monzón, ahora campeón del mundo, habría de celebrar un cumpleaños con todos, familia y amigos.
Fue en el club Sirio Libanés de la ciudad de Santa Fe. Y él estaba en la puerta del salón junto a su esposa Pelusa, sus hijos Silvia y Abel Ricardo -aún no había adoptado a Raúl- para entregarse al oculto placer de ser un hospitalario anfitrión.
A medida que iban llegando los invitados, les fue permitiendo un hecho poco frecuente: abrazo y beso en la mejilla de cada cual. Y el fotógrafo de la noche fue registrando cada momento para una posteridad frustrada.
Estaban todos sus hermanos, cuñados y sobrinos. Nunca antes se le había visto una sonrisa tan continua y espontánea.
Aquel 7 de agosto de 1973, el anfitrión era quien le había ganado el título mundial de peso mediano a Nino Benvenuti el 7 de noviembre de 1970 y ya llevaba siete defensas de su reinado. Había dejado en el camino al propio Nino Benvenuti, Emile Griffith (x2), Denny Moyer, Jean Claude Bouttier, Tom Bogs y Bennie Briscoe.
Sin embargo, esta celebridad del boxeo mundial debió esperar 31 años para hacer de adulto consagrado famoso y camino a la leyenda lo que no pudo hacer durante su niñez pobre, su adolescencia marginal y su juventud esforzada.
— "¿Sabe qué pasa Tito? –le confesó a Lectoure uno de los invitados especiales a la fiesta– es la primera vez en mi vida que voy a soplar las velitas en una torta de cumpleaños…".
Habremos de transcribir el siguiente capítulo de su libro "Mi verdadera vida". Tal vez desde su lectura entendamos la gloria de aquella noche soñada y el cierre trágico de la parábola de su vida.
Todo está allí. Lo que quiso ser y no pudo y lo que pudo y no supo hacer. Habla Monzón.
Menos mal que me hice boxeador
Ya no me quedaba ninguna duda: tenía que ser boxeador. Muchas veces me preguntaron por qué y muchas veces yo mismo quise saber el porqué. Confieso que nunca lo supe… Quizá por aquellas anécdotas del Gato Aranda… Fue una cosa que me atrajo de golpe, algo así como una posibilidad para empezar una nueva vida. Ni había visto boxear jamás, ni nadie en casa me habló del boxeo.
Era tan ignorante en este sentido que no conocía más que dos o tres nombres de boxeadores famosos: Pascualito Pérez y José María Gatica, tal vez el de Roberto Chetta porque era santafecino. Prefería ir al fútbol a ver a Colón cuando jugaba de local, siempre y cuando pudiéramos colarnos a la cancha sin pagar la entrada, que por entonces costaba nada menos que un peso.
Cuando aquel muchacho Aranda me hablaba de sus anécdotas y veía que llevaba buena ropa y siempre tenía algún mango en el bolsillo, comencé a recorrer el mundo imaginario. Había visto fotos de Gatica en una “vaturé” Mercury del 46 y todo el mundo hablaba de su pasado pobre y de su presente rico. Fue algo fulminante: me vi reflejado en él y en cualquiera de aquellos héroes que los diarios destacaban a cada momento. Pelear era lo que menos costaba, no puedo ser tan sádico de decir que sentía placer al pelearme, pero sí aseguro que no tenía ningún temor, ni me resultaba complicado enfrentarme a cualquiera. Tendría –ya lo sabía- grandes oposiciones tanto en mi mamá como en el viejo. Pero era una época en que había superado el mandato paterno: me manejaba solo y hacía lo que quería. Muchas noches me la pasaba soñando despierto con mi nombre en los diarios, veía a la gente gritando “¡Monzón!” y sentía que el dinero se me caía de los bolsillos.
El boxeo iba a ser –lo intuía- la única manera de ganarle a la pobreza. No ambicionaba mucho: apenas lo necesario para salir de la mierda. Hablé con algunos amigos. Uno me decía que vaya a tal lado; otros, a uno diferente. Al final caí en el club Cochabamba, de Cochabamba 45, en el mismo barrio mío, en Barranquitas. El primer día que hice entrenamiento me saqué la camisa y trabajé con un pantalón de brin, color caqui. Para que pareciera un pantaloncito de entrenamiento verdadero me lo arremangué hasta un poco más arriba de la rodilla. De ahí para arriba, desnudo. Y para abajo unas alpargatas negras, medio viejas con la soga de la suela asomada a los costados. Ese era todo mi equipo. Cuando terminé, me lavé la cara, me puse la camisa, me bajé los pantalones y me fui muerto de cansado. Aquel primer entrenamiento de mi vida lo dirigieron el “Mono” Martínez, un ex boxeador y Roberto Agrafogo.
Hacía guantes todos los días. Me fui aplacando hasta entender que lo importante no era ser guapo corriendo a los tipos por el ring, sino haciendo del boxeo una estrategia. Había que evitar ser castigado y no me iba a destacar por pegarles a lo loco a los demás. Tenía que aprovechar mis brazos largos y mi altura. Y a los pocos meses comencé a boxear dentro de la línea que después me daría la consagración. Me sobraba fuerza, pero me faltaba aire. Y siempre terminaba con las manos doloridas. Creo, ahora, que no me vendaba bien las manos y eso me trajo muchos problemas después.
Si en aquella época hubiera tenido un mánager que me bancara, tal vez habría rendido mucho más en mi etapa amateur. Comía mucho, pero mal: sándwiches, pizzas, guisos. Y también vino común que me reventaba el hígado. Pero, aunque parezca mentira, ser boxeador significaba tener una gran vocación: había que trabajar para poder aprender. Y aunque lo mío no era ya tan sacrificado –me refiero a lo del trabajo- no tenía una conducción científica para explotar mejor mis condiciones. Después, recién cuando pasé a manos de Amílcar Brusa, di un gran paso adelante en ese sentido. Con Gómez y Zanutig empecé a hacer mis primeras peleas.
Debuté un 7 de octubre de 1959 con Raúl Cardozo en el Pabellón de las Industrias. Fue preliminar de una pelea entre Báez y Andreozzi. Esos tres rounds me parecían interminables. Y si la cosa hubiera sido mejor, tal vez no habría asumido el compromiso de vengarme de todo lo que me gritó esa noche la gente. Cada intervención mía era una burla. Cualquier movimiento que hacía, servía para que el público se matara de risa. Cuando terminó el segundo round le dije a Gómez que ganaría por nocaut para que esos “hijos de puta” no se rieran de mí. Trató de calmarme, pero no lo logró: salí como un desesperado a ponerlo nocaut. No lo conseguí, pero en cambio arrimé en las tarjetas para llegar al empate. Mientras me secaba con la toalla, solo en el cuartito que hacía de camarín, me juré por la vida de mi vieja que algún día esos “turros” se iban a arrepentir de las cosas con que me ofendieron tanto.
Me decían cosas como estas: “Flaco, dedícate a otra cosa” “Che, flaco, qué malo sos” “Burro, bajate del ring…”. Aquello fue una piña en el medio de la trompa para mí. Reconozco que no lucía elegante, que no era vistoso, que no daba un buen espectáculo de boxeo estilista, pero cuando uno está sobre el ring “cagándose” a trompadas, le duele que desde abajo cualquier imbécil le grite las cosas que me gritaban a mí. Todos me habían dicho que no me pusiera nervioso. ¿Nervioso, yo?, me preguntaba a cada momento. Y es verdad: subí sereno, con esa tranquilidad que me acompañó siempre. Lo único que recuerdo bien es que no quise mirarlo cuando el referí nos daba las instrucciones. Esa costumbre después la tomé para siempre. Pensaba en terminar lo más temprano posible porque al otro día tenía que ir a trabajar con el reparto de leche. Y cuando sonó la campana sentí que la sangre me hervía, me vinieron ganas de matarlo y si hubiera podido lo habría hecho. Cada vez que me acercaba a su cuerpo se me paralizaban las manos. Quería y no podía; tenía los músculos contraídos y sentía como una corriente que me atravesaba el cuerpo. A medida que pasaba la pelea, más lo odiaba. Y, sin embargo, Cardozo nunca me había hecho nada. Es más: lo conocía así nomás, de vista; creo que nunca había hablado con él. Pero estaba enfrente, era él o yo. Y esa filosofía la mantuve a lo largo de mi carrera.
Cuando cobré los 50 pesos de viáticos no sentí nada. Para mí lo mejor hubiera sido ganar. Por eso pedí la revancha. Ahí sí, lo noqueé en el segundo round. No sentí placer, ni felicidad. Ambicionaba tanto ganar por nocaut que quería saber cuál sería mi reacción. Cuando lo vi en el piso, me sentí conforme conmigo mismo. Miré tímidamente al público para ver qué decían y esa noche no dijeron nada. Cuando el referí me levantó la mano no pensé en mi rival, pensé en mí. Si lo hubiera sentido habría corrido a levantarlo, pero no fue así. Me fui dando cuenta de que en el boxeo no hay alternativas. ¿Por qué, entonces, ser demagogo y querer cambiar el sentido de las cosas?
Muchos han dicho –sobre todo en Europa- que yo siento un placer especial cuando le pego a mis rivales. No es cierto: lo que yo siento es una necesidad profesional, casi una obligación. No mido las consecuencias, ni espero que el árbitro dé por terminada la pelea: cuando un hombre está enfrente mío intenta quitarme lo que tengo, y debo destruirlo. Son las reglas del juego. Lo eran en mis comienzos y hoy tienen vigencia. Los cincuenta mangos se fueron multiplicando. Después de Cardozo, Velázquez; y después todos los demás. Me pasé un año con Gómez y Zanutig en el gimnasio de Minella. Un día me fui por causas que no pienso contar. Obviamente, un asunto de dinero…
En 1960 ya había realizado algo más de diez peleas. No puedo precisar exactamente qué hacía además de boxear. Seguía con la leche pero también un día agarraba el cajón para lustrar; otro, los diarios y de vez en cuando, alguna changa. El trabajo me importaba poco: sabía que mi futuro estaba en el boxeo. Lo que ocurría es que las peleas no venían, por ese entonces, tan seguidas. Nunca me voy a olvidar el día que se enteró mi vieja que yo era boxeador. Fue un 9 de julio. Creo que de 1960. Era feriado por ser Día de la Independencia. Mi máma y mis hermanas Rosa y Martha habían salido a dar un paseo por el Pabellón de las Industrias en la Sociedad Rural. Regresando a casa, vieron mucha gente amontonada en el campito de Barranquitas. La Martha le insistió a mi máma para ir a chusmear.
La vieja, que le temía a las aglomeraciones, no quería saber nada. Pero tanto “hincharon” hasta que al final la vieja aceptó. Cuando estaban atrás de todo empezaron a sentir los primeros escalofríos. Un paisano gritó: -¡Voy diez al flaco ese, al Monzón! Mi madre se abrió paso con desesperación hasta que llegó a la primera fila. Cuando me vio, se puso a llorar. Luego, por la noche, traté de llegar a casa lo más tarde posible. Pero me salió mal la maniobra: mi madre me esperaba para recriminarme. Ese día me saqué un gran peso de encima: le confesé a mi vieja que sería boxeador. Como ella no quería aceptar razones, le prometí: -Vea, máma, yo voy a ser boxeador y voy a ganar mucha plata, ¿sabe para qué? Para sacarla de esta “mierda” en que vivimos… Su respuesta fue lo único que me conmovió en muchos años: -Yo prefiero seguir viviendo así, con tal de que no te peguen. Traté de tranquilizarla:
-¿Quién me va a pegar a mí?, ¿no ve que todos son unos bagres al lado mío? No hubo caso, intentó hacerme jurar por ella que nunca más pelearía. -Eso no se lo puedo prometer, déjeme ver qué pasa, si veo que no sirvo, largo, se lo juro; pero déjeme probar… Yo siempre recuerdo aquel diálogo con mi madre. Y también los silbidos de la primera pelea. Estas dos cosas siempre fortalecieron mi amor propio. Había hecho del boxeo una obsesión. No como aficionado, sino como protagonista.
Curiosamente iba poco a ver festivales de boxeo. Sólo para alentar a algún compañero o para conseguir futuras peleas. Desde aquella época fui muy exigente como espectador. A mí me habían hablado de un tal Amílcar Brusa. Todos decían que era un grandote fenómeno, muy buen profesor de boxeo y tipo derecho. Se lo podía ver en el gimnasio del club Unión o en el Banco Español, en la casa central, en el centro. Sabía que si lo iba a ver me iba a poner un montón de condiciones antes de aceptarme. Tendría que dejar el cigarrillo, acostarme temprano, tener el pelo corto, abrirme de algunos muchachos de la barra que él “junaba” muy bien, dejar todas las “jodas de las minas”, entrenarme todos los días y hacerle caso en todo. Como estaba dispuesto, fui a verlo. Lo único que realmente me molestaba es que Brusa estuviera en Unión. Nada menos que yo, un fanático de Colón, a veces integrante de su famosa hinchada –la que hacía líos en las canchas- y con los colores metidos en el alma, iba a tener que resignarme y defender los colores de la contra, Unión. Pero no había más remedio. Y así llegué una tarde hasta el gimnasio de los “tatengues”. No teníamos baño, ni duchas cercanas. Y para bañarnos después de los entrenamientos debíamos recorrer más de cincuenta metros al aire libre, en las instalaciones ubicadas en la otra punta de la tribuna. Cuando llovía, mejor dicho cuando caían dos gotas, el gimnasio se inundaba y ese día no había entrenamiento. A pesar de todo esto, aprendí a querer ese gimnasio desde el primer día, me gustaba. Tanto que aún después de ser campeón mundial continué entrenándome allí hasta que Brusa habilitó su moderno gimnasio.
Desde el primer día en que lo vi, intuí que Brusa sería mi mánager hasta mi último día de boxeador. Era –y es- como me gustan los hombres: sin pelos en la lengua, derecho, solidario. Y, además, la primera vez que él me puso en guardia, sentí una sensación de confianza. Digo la primera vez que él me puso en guardia porque cuando llegué a Unión me atendían los ayudantes de Brusa: Oscar Méndez y Guillermo Gordillo. Méndez luego sería padrino de mi hija mayor, Silvia Beatriz, y Gordillo subió conmigo hasta mi última pelea en Buenos Aires con Tony Mundine. Eso prueba que mi entrada a Unión sería para hacerme de nuevos amigos, de esos que luego caminan toda la vida con uno. Brusa, por ese entonces, solo atendía a los profesionales como Chetta, José Lemos, Ramón Perelló, y el pesado Roberto López.
A nosotros, los amateurs, sólo nos dirigía cuando salíamos por el interior de la provincia a hacer peleas o cuando desde lejos veía algún error en el aprendizaje. Al principio Brusa no me dio mucha “pelota”. Pero sé que todos los días, cuando se sentaba con Gordillo y Méndez a charlar sobre el trabajo y los planes futuros, preguntaba qué tal andaba “el flaco ese, medio indio”, que venía a ser yo. Al poco tiempo me empezó a dar unas vitaminas que le acercaba un pariente bioquímico. Después me llevó a un médico para que me revisara. Me pusieron aparatos por todos lados. Brusa estaba conforme con lo que yo hacía sobre el ring, pero siempre me tiraba la bronca por los vagos que a veces me acompañaban al gimnasio. Era vivo y por la pinta se daba cuenta de que algunos de los que andaban conmigo no tenían profesión conocida. Yo le agradezco a Brusa todo. Pero él sabe que le agradezco mucho más todo lo que no dice.
Brusa no ha querido confesar las veces que me “salvó la vida” (dicho literal y auténticamente). Ni tampoco dice cuántas veces me salvó de la “cana” por cosas de muchachos. Ni cuántas veces me prestó “guita” en la época de la pobreza. Ni cuántas veces se metió en mi casa a aplacar los ánimos a punto de reventar. Yo iré contando casi todo. Brusa fue y es un gran amigo. A veces no nos hemos puesto de acuerdo, pero por cosas sin importancia. En lo fundamental siempre estuvo conmigo, lo tengo dentro mío como un pedazo de mi cuerpo. En la mala y en la buena. En las noches de anonimato y en los festejos con gloria. En la oscura oficina de algún comisario enojado y en la vigilia de los grandes acontecimientos. Siempre le agradecí a Dios mi suerte de adulto, haber ido a las manos de Brusa es una demostración…
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