En cuestiones de fútbol, cuando se habla de “robo” no hay muchas confusiones. Se trata de un partido arreglado de la manera que sea: pago a los contrarios para que vayan “al bombo”, soborno a un referí, acuerdo entre clubes en función de un descenso o un campeonato, amenazas a jugadores e, incluso, presiones políticas.
La historia de los Mundiales está poblada de relatos de estos “robos”, que –mitos o realidades– ya forman parte de su folklore.
El primero de ellos data de la final del primero de los torneos, realizado en Uruguay en 1930, cuando se enfrentaron en el estadio Centenario las selecciones del local y de la Argentina. Al terminar el primer tiempo, la albiceleste ganaba 2 a 1, con goles de Peucelle y Stábile, pero se dice que en el entretiempo hubo un apriete fuerte a los jugadores en el vestuario argentino que permitió que los uruguayos dieran vuelta el partido para ganarlo 4 a 2 y quedarse con la Copa del Mundo.
De ahí en más, la lista es larga: que en Italia 1934 nadie se atrevió a disputarle la copa a los locales por miedo a la reacción de Benito Mussolini, que los árbitros del Mundial de 1966 recibieron órdenes precisas de la FIFA para favorecer a Inglaterra, que la dictadura argentina compró la victoria por 6 a 1 contra Perú para poder llegar a la final del torneo, que el penal que el mexicano Codesal a favor de los alemanes en la final de 1990 fue parte de un conspiración para que la Argentina no volviera a ganar el torneo, o que en 1994 el propio Joao Havelange –presidente de la FIFA– dio la orden de que Maradona saliera “sorteado” para el doping después del partido contra Grecia.
En medio de todas estas historias que, ciertas o falsas, integran el acervo futbolero, pocos recuerdan que la Copa del Mundo –o más precisamente, el trofeo– fue robado dos veces. La primera en Londres, poco antes del Mundial del 66, y la segunda de las vitrinas de la Confederación Brasileña de Fútbol en Rio de Janeiro, en 1983.
El trofeo Jules Rimet
Cuando se habla de la Copa robada el objeto concreto al que se hace referencia es el Trofeo Jules Rimet, una escultura del artista francés Abel Laffleur que representaba a Niké (la diosa griega de la victoria), con alas estilizadas. La figura tenía los brazos levantados y sujetaba una copa de forma octogonal. Se apoyaba sobre una base de mármol en la cual se incrustarían los nombres de los campeones en pequeñas placas. Medía unos 30 centímetros de altura y pesaba 3,800 kilos de plata esterlina enchapada en oro. Su precio se estimó entonces en 50 000 francos.
Fue bautizada así en honor del presidente de la FIFA que en 1928 encabezó la organización del primer Mundial de Fútbol que se realizó en Uruguay dos años después. Se resolvió entonces que los equipos ganadores de cada Mundial se la llevaran a su país, donde la tendrían en custodia hasta que se pusiera en juego en el siguiente torneo. Quien ganara tres veces un Mundial se la quedaría definitivamente y sería reemplazada por otro trofeo.
Cuando se jugó el primer Mundial, el propio Rimet llegó a Montevideo con la copa en sus valijas. Hay una foto famosa que muestra a Rimet presentándole el trofeo a Raúl Jude, el presidente de la Asociación Uruguaya de Fútbol.
Después la ganó Italia dos veces seguidas y, al poco tiempo, estalló la Segunda Guerra Mundial. Para protegerla de los bombardeos y de los nazis, el dirigente Ottorino Barassi la escondió en una caja de zapatos bajo su cama.
Después de la guerra, los italianos se la devolvieron a la FIFA. En 1950 Rimet se la entregó al capitán uruguayo Obdulio Varela, luego de la histórica final en el Maracaná y sus compañeros brindaron en el pequeño recipiente que había sobre la cabeza de la diosa.
Así, cada cuatro años, la Rimet era custodiada en el país ganador del último Mundial y poco antes del inicio del siguiente torneo viajaba hacia el país organizador.
Un ladrón anónimo y el perro Pickles
En enero de 1966, la Copa Jules Rimet llegó a Londres para el certamen de ese año. Con la idea de presentarla al público, los organizadores la colocaron el 19 de marzo en una vitrina del Central Hall Westminster. Al día siguiente, el único guardia responsable se fue un rato para tomar un café. Cuando volvió, el trofeo ya no estaba.
El robo fue un escándalo que revolucionó a la policía de Londres y a la propia Scotland Yard, que organizó un numeroso equipo de detectives con la misión de descubrir al ladrón y recuperar el trofeo. Los medios llevaron el hecho en la tapa y los diarios sensacionalistas y las revistas deportivas no dejaban de fustigar a los organizadores del torneo.
Durante más de dos meses, con un centenar de policías e investigadores asignados al caso, los resultados fueron nulos. Buscaron e interrogaron a los sospechosos de siempre, detuvieron brevemente a dos que no tenían nada que ver y se enloquecieron siguiendo pistas falsas de oportunistas en busca de una recompensa.
Faltaba poco para el inicio del torneo y la Jules Rimet seguía desaparecida sin rastros.
El 27 de marzo de 1966, David Corbett sacó a pasear a su perro como todas las mañanas, pero notó un comportamiento extraño en el animal: “Puso la atención en un paquete medio enterrado, cubierto de periódicos, detrás de un árbol. Saqué los periódicos que lo envolvían y vi a una mujer sujetando un plato sobre su cabeza, y una placa con las palabras Alemania, Uruguay, Brasil”, contó después.
Un perrito llamado Pickles había salvado el honor inglés, recuperando la Copa que cien agentes de la policía británica y Scotland Yard no habían podido lograr. Se supuso que el ladrón, asustado por la repercusión del caso, decidió abandonar el trofeo.
Puesta en ridículo por una mascota, la policía británica interrogó al bueno de míster Corbett como si fuera un sospechoso, pero el hombre no tenía otra responsabilidad que la de ser dueño de un perro curioso.
Finalmente, David Corbett cobró una jugosa recompensa de 6000 libras, una compañía de alimentos de animales le regaló un año de comida gratis para Pickles. Además, dueño y mascota fueron invitados a la cena, luego de obtención del título de la Selección de Inglaterra, junto al plantel y a la reina Isabel II.
Pickles salió en la portada de los diarios, fue invitado a programas de televisión y se transformó en una celebridad capaz de competir en popularidad con The Beatles. Incluso se decidió invitarlo a la ceremonia de México 1970, pero un accidente doméstico se lo impidió. Se le enganchó la correa cuando corría a un gato y se ahorcó. O, por lo menos, eso fue lo que salió publicado en el sensacionalista The Sun.
El episodio se cerró con las duras declaraciones de un brasileño que años después debió tragarse la lengua. El trofeo había llegado a Londres desde Brasil, que ya había ganado dos copas mundiales –en el 62 y el 66– y se disponía a lograr la tercera que le permitiría quedarse definitivamente con la Jules Rimet.
El hombre se llamaba Abrainn Tebel y era uno de los máximos dirigentes de la Confederación Brasileña de Fútbol. “Esto en Brasil nunca hubiera pasado. Incluso los ladrones en nuestro país consideran la Copa sagrada y robársela hubiera sido un sacrilegio”, dijo.
Diecisiete años más tarde debió tragarse sus palabras.
Ladrones en Rio
Brasil, con Pelé lesionado y árbitros adversos, no pudo cumplir el sueño de quedarse definitivamente con el trofeo en 1966, pero sí lo logró al ganar –quizás con el mejor equipo de fútbol de todos los tiempos– el Campeonato Mundial de 1970 en México.
Como lo había dispuesto Jules Rimet al instituir el trofeo, la Copa se quedó desde entonces en Brasil, hasta que el 19 de diciembre de 1983, un grupo de ladrones a los que no les importó en absoluto lo “sagrado” del objeto, se lo robó de la vitrina blindada donde se la exhibía en la sede de la Confederación Brasileña de Fútbol, en Rio de Janeiro.
Un ambicioso empleado bancario llamado Sergio Pereyra Alves visitó el local una vez y descubrió que, si bien el trofeo estaba protegido por cristales a prueba de balas, la vitrina se encontraba burdamente adherida a la pared con madera y cinta.
Se lo contó a Juan Carlos Hernández, un joyero argentino radicado en Rio de Janeiro que, además de sus oficios legales, se dedicaba a reducir joyas robadas. Ya estaban el ideólogo y el reducidor, pero les hacía falta la mano de obra para llevar a cabo el robo. No les costó convencer a dos ladrones experimentados llamados José Luiz Vieira da Silva, alias “Bigode” (Bigote) y Francisco José Rocha, alias “Barbudo”.
La noche del 19 de diciembre, “Bigode” y “Barbudo” visitaron la sede de la Confederación y se metieron en el baño a la espera de que cerrara el local. Ya estaba entrada la noche cuando salieron de su escondite –nadie había revisado el baño– y redujeron al sereno. Tardaron apenas veinte minutos en desarmar la vitrina por la parte de atrás, sacar el trofeo, meterlo en una bolsa y llevárselo.
¿Reducida o vendida?
La versión oficial cuenta que esa misma noche llevaron el trofeo a la joyería de Hernández, donde el traficante lo cortó en pedazos con los instrumentos adecuados y después lo fundió para vender el oro en lingotes, que fueron vendidos por un total de 15.500 dólares.
Los tres integrantes brasileños de la banda fueron capturados rápidamente por una delación, pero Hernández logró escapar. Demoraron más de un año en encontrarlo y detenerlo.
En una entrevista que concedió a la BBC muchos años después, Murillo Miguel, el investigador encargado de interrogar a Hernández, relataría: “Lo interrogué por varias horas. Se notaba que era alguien muy astuto, muy hábil para este tipo de procedimientos. Fingía que no sabía nada. Entonces le dije que para los brasileños era una bofetada que un argentino hubiera convertido la Copa en lingotes de oro. Cuando le dije eso vi que en su rostro se dibujaba una sonrisa. Ese momento fue la prueba de que lo había hecho”. Hernández fue condenado en 1984, aunque jamás se declaró culpable del delito.
Murillo Miguel nunca creyó que un reducidor tan hábil como Hernández hubiera fundido y vendido por poco más quince mil dólares un objeto que, por su historia, valía mucho más.
Dos años más tarde, la revista italiana Guerin Sportivo pareció darle la razón. Publicó un artículo en el que se sostenía que, en realidad, el robo había sido encargado por un coleccionista de arte italiano y que la copa no había sido destruida, sino que estaba en oferta en el submundo del tráfico ilegal de obras de arte.
Lo cierto es que el trofeo Jules Rimet desapareció sin dejar rastros, pero su robo le dejó una lección a la FIFA.
En la actualidad, La Copa del Mundo, como se llama el nuevo trofeo, está guardada con estrictas medidas de seguridad en la sede de la organización, de la que no sale nunca. Las selecciones que ganan los Mundiales se llevan a su país una simple réplica.
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