El 19 de abril de 2017, cinco años atrás, los guardias encontraron Aaron Hernández colgado en su celda. Había usado las sábanas de su cama. En las horas previas había consumido marihuana. Cinco días antes había sido encontrado inocente de un doble crimen pero eso no lo dejaba en libertad ni tampoco bastaba. Dejó tres cartas. Una para su esposa, otra para su hija y la tercera para su abogado José Báez. La noticia causó conmoción (un suicidio de alguien conocido y joven) pero no sorprendió.
Esta es la historia de una caída impensada, improbable. De las tapas de revistas, las ovaciones y la fortuna al desprestigio, la cárcel y el suicidio. Sin embargo, la posibilidad de derrumbe siempre estuvo cercana, siempre fue una posibilidad cierta.
Un hombre que parecía tenerlo todo. Éxito profesional, fama, familia, juventud, millones de dólares. Todo eso, visto de lejos. Al aproximarse a la vida de Aaron Hernández, al escrutar con más profundidad, se apreciaban las grietas, las dificultades, las falencias. Las señales estaban a la vista, eran evidentes. Pero nadie las quiso ver.
Era titular en el equipo más importante de fútbol americano, los New England Patriots. Le habían renovado el contrato hacía poco tiempo. 40 millones de dólares en cinco años. Sin embargo, una noche de junio de 2013 asesinó con varios disparos a Odin Lloyd, amigo y concuñado. Los investigadores tuvieron rápidos indicios de que el ala cerrada de los Patriots estaba involucrado en el crimen, pero los desestimaron. A ellos, experimentados pesquisas, les parecía inverosímil que una figura como Aaron pudiera haber participado de ese crimen. Sin embargo, con el correr de las horas, ya no les quedó dudas. Él era el asesino.
Después vino el arresto, los interrogatorios, los allanamientos en busca del arma homicida. A las pocas horas de que la policía lo detuviera, su equipo lo dio de baja. La cancelación del contrato fue inmediata. A los fanáticos les cambiaron las camisetas que tenían su nombre y su número sin costo alguno. Su figurita fue sacada de los álbumes que fueron reimpresos. Luego, vendría el juicio, la condena perpetua, los años de prisión, un nuevo juicio por otras dos muertes, una absolución y el suicidio.
El padre de Aaron había tenido un pasado glorioso como deportista colegial. Hombre de gran físico, bigote ancho y gesto recio manejaba su hogar como un déspota. Se hacía lo que él decía y el ánimo del resto de los miembros de la familia dependía del suyo. Quiso que sus dos hijos varones fueran jugadores de fútbol americano. Con su esposa tuvo idas y vueltas, separaciones, peleas escandalosas y golpes. Ambos, marido y mujer, fueron detenidos y juzgados por diferentes crímenes durante su vida adulta.
Aaron se destacó desde muy chico como deportista. Representaba a su colegio de Connecticut en cada competencia sin importar de qué deporte fuera. Al promediar su escuela secundaria ya muchos vislumbraban que su futuro podía estar en la NFL. Batió todos los récords estatales y rápidamente se convirtió en el objetivo de varios de los reclutadores de las universidades más importantes.
En la escuela era popular, había empezado a incursionar en la marihuana y se peleaba bastante seguido. “Cosas de chicos” adujeron todos. Cuando Aaron tenía 16 años, su padre murió en medio de una operación de rutina; entró al quirófano para una cirugía de una hernia pero su corazón falló. Varios amigos sostienen que Aaron nunca se recuperó de esa ausencia.
Cuando le faltaba más de un semestre para terminar el secundario, la Universidad de Florida lo incorporó. Su entrenador Urban Meyer era una figura conocida y el programa ambicioso. Querían ganar títulos. Poco importó que Aaron todavía no tuviese la edad suficiente, la madurez y el equilibrio adecuados, ni los méritos académicos para graduarse. Lo más importante era que nadie les robase el jugador y ponerlo desde lo antes posible a estudiar las jugadas preparadas. Hernández ingresaba a la universidad por sus cualidades deportivas aunque no alcanzara el estándar académico mínimo.
Durante esos años universitarios, todo indica, que las autoridades fueron indulgentes con su rendimiento como alumno. Algo que no se trató de una excepción: es el trato que suelen recibir los deportistas destacados. Y él, sin el menor lugar a dudas, era uno de ellos. Los testimonios posteriores indican que en la Universidad, Aaron consumió drogas con habitualidad. Y que dio positivo en varios controles internos de drogas. En alguna ocasión ello lo llevó a ser suplente durante un tiempo. Con Tim Tebow conformaron una dupla que condujo a los Gators a ganar muchos partidos y dos títulos. Tebow también se convertiría en estrella de NFL.
Sus atrapadas, las yardas ganadas y los touchdowns no fueron suficientes. Urban Meyer, su entrenador, antes de entrar en el cuarto año como universitario le dijo que se postulara para el draft de la NFL, que debido a sus problemas fuera de la cancha, él no lo iba a tener más en cuenta. Cuando llegó el momento en que los equipos profesionales eligen a los jugadores universitarios, Aaron era los candidato a ser elegido en uno de los primeros lugares. Algunos analistas pensaban que podía ser seleccionado en la primera ronda, aunque la mayoría aseguraba que algún equipo lo tomaría recién en la segunda. Sin embargo, mientras el draft avanzaba, Aaron no era seleccionado por ningún equipo. Los periodistas estaban sorprendidos. Recién en cuarta ronda, en el puesto 113, fue tomado por los New England Patriots, el equipo de Boston. Eso sólo podía tener una razón: su comportamiento no era el adecuado. Los reclutadores sabían algo que los periodistas y el público desconocían. En los entrenadores anidaba una convicción: Aaron era un problema y nadie quería arriesgarse a lidiar con él.
De eso se valió el equipo de Boston para hacerle un contrato bajo, por muy poco dinero pero con incentivos interesantes si su desempeño era bueno. Aaron se entrenó a conciencia. En la pretemporada, para sorpresa de muchos, se ganó un lugar en el equipo titular. Su rendimiento durante ese primer año fue muy bueno, más teniendo en cuenta de que se trataba de un novato. En la segunda temporada su labor fue todavía más destacada. Fue elegido para el Pro Bowl (el juego de las estrellas de la NFL) y fue titular en el Super Bowl. En esa final hasta hizo un touchdown. Los Patriots premiaron su rendimiento y extendieron su contrato: 40 millones de dólares por los siguientes cinco años.
Aaron Hernández ya era una súper estrella.
En la temporada 2012, pese a algunas lesiones, sus performances también fueron óptimas. Al terminar ese año, le pidió al dueño y al manager del equipo ser transferido. Sus deseos no fueron escuchados. No parecía una buena idea. Lo que no sabían era que él quería escapar de ahí, de esa ciudad. Que sus crímenes lo perseguían.
En medio de la pretemporada del 2013 fue detenido por la policía. La acusación por el asesinato del novio de su cuñada acumuló contundentes pruebas que lo incriminaban. Dos años después, en abril de 2015 un jurado lo encontró culpable. Durante el proceso, se especulaba con que la fama podía protegerlo, que podía tratarse de un nuevo caso como el de O.J. Simpson. El veredicto del jurado se demoró, lo que aumentó las dudas. Sin embargo fue condenatorio. A Aaron lo esperaba una vida en prisión. Aunque él no pareció entenderlo por lo que indican las despreocupadas conversaciones que tenía desde la prisión con sus allegados.
Pero mientras este proceso judicial se llevaba a cabo, varias graves acusaciones se acumularon contra el deportista. El homicidio de dos jóvenes inmigrantes provenientes de Cabo Verde a la salida de un boliche lo llevó otra vez ante un jurado. Otro crimen sin móvil aparente, un exceso de ira porque alguien derramó bebida en su camisa. Esa mancha ameritó una ejecución de auto a auto mientras esperaban que cambiara la luz de un semáforo.
Las pruebas contra Hernández eran contundentes. La camioneta, las cámaras de seguridad, varios testimonios. Sin embargo en esta oportunidad contrató un hábil y mediático abogado, José Báez, que logró instalar la duda en los integrantes del jurado. Aaron Hernández fue finalmente absuelto en este proceso.
Hubo también otras acusaciones. Uno de sus amigos, un traficante de drogas con el que se sospecha cometió los asesinatos de los jóvenes de Cabo Verde, lo denunció por haberle disparado en la cara. Un intento de asesinato fallido que le costó la pérdida de un ojo a la víctima.
Siguieron apareciendo casos de peleas, lesiones y abuso de armas de sus años universitarios de sus inicios en la NFL. Antecedentes que surgieron sólo cuando su estrella ya se había apagado, cuando ya se sabía que no haría más touchdowns y que no participaría en otro Super Bowl. Mientras lo acompañó el destello del éxito, Aaron encontró indulgencia, complicidad y encubrimiento para la gran mayoría de sus delitos y excesos. Recién en ese momento, cuando ya era un reo al que le esperaba toda una vida detenido, se empezaron a considerar sus antecedentes. El abuso siendo un niño, la violencia en la casa, los repetidos incidentes de agresión desde su escuela secundaria, el consumo problemático de drogas, las conductas erráticas, la falta de educación, la incomodidad propia respecto a su identidad sexual.
Se barajaron varios causas para explicar el suicidio. Alguien dijo que Aaron creía que si él moría su familia cobraría más dinero, que su muerte podía asegurarle el futuro a su esposa e hija. En ese momento, en ese estado regía una ley que establecía que si un condenado moría mientras su sentencia no estaba firme, mientras se decidía algún recurso de aplicación, la sentencia se tenía como no dictada, y a él automáticamente a los efectos de la ley se lo consideraba inocente. Esta nueva situación jurídica permitía disputar los 40 millones del contrato de los Patriots. Los jueces aplicaron este principio y Hernández pasó a ser considerado, una vez muerto, como inocente. La familia de Odin Lloyd apeló la decisión y logró que fuera revertida y la Corte Suprema estatal determinó que esa ley era injustificable y obsoleta.
Otros dicen que lo que podría haber empujado a Aaron a decidir su propia muerte fue la difusión en un programa radial de su condición de bisexual. Varios testimonios posteriores sostuvieron que Aaron tuvo relaciones homosexuales en la secundaria y al menos una pareja durante su estadía en la cárcel. En el ambiente homofóbico de la NFL eso era visto como intolerable. En alguna de sus conversaciones telefónicas Aaron da a entender que lucha contra ese deseo y que no se siente cómodo con sus inclinaciones homosexuales.
La familia de Hernández autorizó a que luego de la autopsia su cerebro fuera extraído para ser estudiado por especialistas. Lo que los patólogos encontraron fue que estaba terriblemente dañado. Aún para alguien que no sabe del tema la imagen de su cerebro comparado con la de uno sin lesiones es impactante. El de él tiene dos enormes cráteres en el sitio que en el otro hay dos pequeñas y simétricas cavidades. El de Aaron parecía achicharrado. El diagnóstico fue encefalopatía traumática crónica que se produce por lesiones cerebrales traumáticas repetidas, por los constantes y sucesivos golpes en la cabeza.
Una vez más surgió el tema de los impactos en la cabeza, las conmociones cerebrales y el poco interés que durante décadas mostró la NFL respecto a la salud de sus jugadores. Aaron no jugó tanto tiempo de manera profesional, sólo unas pocas temporadas. Además sus problemas de conducta eran de larga data, su violencia inmotivada se expresó de diferentes maneras desde muy joven. Por otro lado, son muchos los jugadores con daños cerebrales y (casi) ninguno asesinó a tiros a quienes le caían mal o le manchaban una camisa.
Aaron Hernández se convirtió en un caso de tabloide, en el protagonista de un caso policial. Su historia es atrapante. Un profesional exitoso que mata casi por capricho, que cree que la impunidad lo acompañará de por vida. Que no le alcanza con ser un gran deportista, que necesita (o no puede evitar) jugar, con armas de verdad, al gángster.
Su historia también es la de tantos otros que no llegaron a los extremos criminales en los que incursionó él. Es la historia de tantos otros jóvenes a los se los ovacionó por sus triunfos en los campos de juego, sin importar lo que sucedía fuera de ellos. Como si el éxito les brindara un salvoconducto hacia el abismo. Jóvenes que son merecedores de las máximas indulgencias mientras sean efectivos en la cancha y mientras la policía no descubra sus delitos, o mientras no se los pueda encubrir más.
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