Tal como lo hacía cada vez que los árbitros extranjeros llegaban a Medellín, Octavio Sierra Mesa, un referí colombiano que se destacara como tal hasta finales de los 80, los iba a recoger al Aeropuerto y los llevaba hasta el hotel designado.
En ese mayo del 89, el paisaje desde el aeropuerto hasta el centro de la ciudad resultaba una exaltación a la vida. El cielo celeste y sin intromisiones. Y a los costados un valle silvestre de una grama virgen pintada cual si se tratara de un verde vigoroso. Las flores de Medellín muestran su color siempre primaveral de una manera más vivaz. Las rosas son más grandes y más frescas. Y las estribaciones montañosas parecen brazos amigos y cercanos.
Dentro del ancho y largo automóvil tres árbitros argentinos de categoría internacional disfrutan del paisaje y del honor de haber sido designados para dirigir un partido por las semifinales de la Copa Libertadores de América de 1989. El juego habrían de dirimirlo el Club Atlético Nacional de Medellín –uno de los grandes de la ciudad– y Danubio Fútbol Club de Montevideo. Se trataba del segundo encuentro, pues en la ida habían empatado 0 a 0 en el Estadio Centenario. O sea, pasaría a la final quien resultara ganador de esta revancha.
— Miren, ven ahí, pues ahí ahorcaron a un línea, sí fue muy terrible—, señaló Octavio Sierra con aparente aflicción y meneando la cabeza en claro gesto de dolor.
Apenas unos kilómetros más adelante, ya casi llegando al casco céntrico de Medellín, Sierra bajó la música del estéreo de su coche para decir compungido:
— Ahí mismo sobre la derecha, ahí está el monolito de un referí que mataron después de un partido de la liga de Antioquia, Dios mío, qué barbaridad… cuánta locura—, reflexionó el atento attaché de los árbitros, quienes de a poco comenzaban a ponerse nerviosos hasta que uno de ellos, Abel Gnecco, le dijo severamente: “Escuchame che Pancho –así lo había rebautizado- no nos digas más a quién mataron, ni dónde ¿me oíste? Llevanos al hotel y se acabó, ¿me entendiste, Pancho? No digas más nada”, concluyó Don Abel, quien por sus extraordinarias condiciones había ido muchas veces a dirigir a Colombia especialmente contratado por la Dimayor (División Mayor del Fútbol Colombiano). No fue el único referí argentino internacional contratado. Colombia recurría con frecuencia a la contratación de nuestros árbitros para encuentros de alto voltaje pasional.
Llegaron por fin al hotel Dann. La tarde ya cancelaba su luz. El partido sería al día siguiente. Momento de registrarse, acomodar las cosas, bajar a tomar algo y buscar un buen lugar para cenar temprano.
— Les recomiendo que esta noche no salgan del hotel—, les dijo Octavio Sierra.
— ¿Y por qué?—, preguntó Juan Bava, quien junto a Abel Gnecco secundarían como jueces de línea a Carlos Espósito, el árbitro principal.
— Verás, –comenzaba su explicación Sierra– aquí la gente está de fiesta desde ahora, no faltará quien tome demás, están muy eufóricos, se ha declarado asueto para mañana, el público está en las calles y “no me gustaría” -acentuó Octavio o Pancho- que algunos tontos les digan algo o pasen un mal momento.—
— Está bien –aceptó Carlos Espósito, el prestigioso y experimentado juez del partido– entonces nos quedaremos a comer aquí en el hotel.—
Sus compañeros Abel Gnecco y Juan Bava estuvieron de acuerdo y cenaron a las 20.30 en el restaurante del Dann.
Antes de la medianoche y tras una cordial y amistosa sobremesa, se fueron a descansar. Compartían habitación en una suite en el 7° piso. Espósito y Bava juntos en dos camas de plaza y media cada uno. Gnecco en la habitación contigua con la puerta comunicante abierta.
Cerca de la una de la mañana, tres jóvenes con ametralladoras a cara descubierta y un señor de cerca de 40 años vestido de negro destruyeron la puerta de la habitación a culatazos y entraron gritando desaforadamente cual allanamiento policial.
— Quietos, quietos todos. Escuchen bien, hay 50.000 dólares para cada uno, tiene que ganar Nacional, ¿escucharon bien?, estamos cumpliendo una orden. Ustedes tienen un precio aquí, otro en la Argentina o donde quieran que se vayan. Las cabezas de ustedes tienen un precio, ¿me entienden bien? Tiene que ganar Nacional. ¿Cuál de ustedes es el maldito referí?
— Yo señor, yo soy el árbitro—, dijo Espósito apoyando sus lumbares en la cabecera de la cama, al tiempo que Bava, en calzoncillos, escuchaba sentado en el piso.
Tras soportar los gritos amenazantes y a viva voz, apareció Gnecco desde la otra habitación y trató de calmar la situación: “Bajen las armas, bajen las armas muchachos, por favor se los pido. Vamos a serenarnos todos. Decile, Flaco, decile al señor quiénes somos”, invitó Don Abel a Espósito, quien nervioso y confundido aprovechó el silencio para decirle al hombre de negro, probable integrante de Los Priscos, el brazo armado del Cartel de Medellín: “Vea, señor, nosotros somos árbitros, no venimos ni a beneficiar, ni a perjudicar a nadie, vamos a jugar el partido con serenidad, quédese tranquilo y bajen las ametralladoras, por favor…”
— Y llévense el portafolios con la plata, vayan tranquilos. Todo va a salir bien—, los calmó Gnecco.
Cuando se retiraron arrancaron los cables del teléfono cuyas conexiones estaban contra la pared a un costado de la cabecera de la cama. Y ya en el pasillo repitieron ante la puerta destruida: “O gana Nacional o dense por muertos”. Insólitamente, Abel Gnecco fue hasta la puerta y cuando los intrusos se retiraban con el maletín y las armas en la mano les gritó: “Vayan tranquilos…”, y mientras los sicarios y su jefe se alejaban, desde el fondo del alma le salió un estentóreo “¡¡¡Viva Perón…!!!”.
Rápidamente y frente a tal extrema situación comenzaron las primeras reacciones:
— Vámonos a la mierda, pidamos un taxi y rajemos.— (Carlos Espósito)
— Llamemos por teléfono a Julio (Grondona) y contémosle todo.— (Juan Bava)
— Vayamos a la Policía y hagamos la denuncia por intento de soborno.— (Carlos Espósito)
— Llamá al embajador o al cónsul, ahí está, llamemos a la embajada.— (Juan Bava)
“Tranquilos, tranquilos”, intentó serenar Gnecco. Y dio la más lógica explicación: “Muchachos, todo cuanto hagamos a partir de ahora, estos tipos lo van a saber, tranquilos, juguemos el partido, no hablemos más con nadie, dejemos eso para cuando estemos en casa. Ahora quedamos en manos de Dios y haremos su voluntad. Somos decentes y él nos va a proteger”.
— Mirá, escúchame bien Flaco -dijo Juan Bava, dos metros de bondad y franqueza, dirigiéndose a Espósito, su amigo, colega y compañero-, vos hacé lo quieras, pero si a los 10 minutos el equipo de aquí no gana 2 a 0 yo tiro el banderín a la mierda, me meto en la cancha y hago un gol de cabeza, ¿me escuchaste? Tengo dos hijos para criar”, concluyó su angustiosa advertencia (ahora sus hijos son tres pues además de Facundo y Tamara, llegó Ornella).
El auto que los llevó desde el hotel hasta el estadio Atanasio Girardot los dejó a más de un kilómetro. Esto los obligó a caminar bajo un sol despiadado con traje y corbata entre la multitud para ser fácilmente identificados y amenazados a cada paso. Y ya en el camarín, hallaron una corona de flores gigante colgando de una de las paredes y un crucifijo con tres velas. ¿Una para cada uno si no ganaba Atlético Nacional de Medellín?
Antes que finalizara el primer tiempo Nacional se imponía por 3 a 0 y el partido terminó 6 a 0 con cuatro goles del Palomo Usuriaga, uno de Alexis García y el otro de Niver Arboleda. Alguno de esos goles desde 40 metros y otros por insólitos errores defensivos de un equipo en el que jugaban Zeoli, Moas, Kanapkis y el Polillita Rubén Da Silva, entre otros. Siempre se sospechó que Pablo Escobar, quien nunca se declaró hincha de ninguno de los dos equipos de Medellin, “abogó” por la causa de un campeón de la Libertadores de la ciudad y que esto formaba parte de su programa “Medellín sin tugurios”. El logro también lo distinguiría ante sus competidores del Cartel de Cali.
Es una versión nunca desmentida que los jugadores de Danubio sufrieron tormentos, amenazas y extorsiones por parte del Cartel de Medellín. En cambio, nunca se pudo comprobar que Escobar los haya sobornado con 500.000 dólares por “dejarse ganar”.
Puesto que Olimpia de Paraguay había logrado una histórica clasificación ganándole a Inter de Porto Alegre 3-2 de visitante en el Beira Río, dando vuelta una ida de 0-1, los protagonistas de la final serían Atletico Nacional de Medellín y Olimpia de Paraguay.
— ¿Cómo andas Juan?, le preguntó Loustau a Bava por teléfono ya de regreso.
— ¿Sabés una cosa?—
— Decime—
— Me acaban de designar para dirigir el segundo partido de la final entre Nacional de Medellín y Olimpia en Colombia.—
— Ah, pará, entonces tenemos que hablar. ¿Dónde estás?—
Bava y Loustau se reunieron en el café de al lado de la AFA y Juan le contó a Pichi la “odisea” sufrida en Medellín.
Julio Grondona, al leer el informe ingresado a la secretaría de la AFA sobre todo lo acontecido, pidió que no se hiciera público pues lo que estaba en riesgo eran vidas, no resultados. Y actúo rápidamente. Hizo que todo el Comité Ejecutivo de la Confederación Sudamericana viajara a Colombia para “presenciar” el último encuentro y que todos sus dirigentes sean testigos directos del partido. Logró que Nacional trasladara la localía desde Medellín hasta Bogotá “por una cuestión de capacidad”. Y se designó a la terna integrada por Juan Carlos Loustau, Francisco Lamolina y Jorge Romero para dirigir el partido. Un lujo digno de una final tan difícil y con tantos intereses periféricos en juego.
Olimpia de Paraguay, que había ganado el partido de ida en el Defensores del Chaco por 2-0, se fue a concentrar a Cali, la ciudad de quienes “competían” con Pablo Escobar. Se sostuvo que le dieron respaldo logístico al club paraguayo, presidido por el poderoso empresario Osvaldo Domínguez Dibb, los hermanos Gilberto y Miguel Rodríguez Orejuela, jefes del Cartel de Cali” Ellos más sus socios José Santa Cruz Londoño y Helmer Herrera Buitrago, todos capos del narcotráfico de Cali, tenían especial interés en que Pablo Escobar no le “diera” a Medellín una alegría tan significativa como ver y vivir al Atlético Nacional campeón de la Copa Libertadores.
Juan Carlos Loustau, Jorge Romero y Francisco Lamolina se alojaron en el hotel Tequendama. Mientras cenaban la noche anterior a tan esperado partido, una persona con gesto adusto, modales ordinarios, vestido con un traje negro, paso acelerado y mirada intimidante se detuvo junto a la mesa y les acercó un maletín al tiempo que les decía en voz baja pero enérgica: “Colombia no puede perder más finales”. Apoyó el maletín en el piso tocando la parte baja de la mesa y al tiempo que Romero y Lamolina se pusieron de pie para pelearlo, el delincuente se abrió el saco y mostró un arma encajada en su cintura…
A pesar de ello fue el propio Loustau quien le metió un codazo en el estómago en medio de un rápido tumulto. Cuando la vigilancia se acercaba, pues estaban en “estado de alerta”, el intruso retomó el portafolios y mientras se retiraba precipitadamente volvió a amenazarlos: “O gana Nacional o se vuelven en ataúdes a casa”.
El prestigioso árbitro Juan Carlos Pichi Loustau, que venía de dirigir el Mundial Sub 20 de Chile (1987), los Juegos Olímpicos de Seúl (1988) y al que aún le esperaban merecidamente a su inigualable carrera la Copa América de Brasil (1989), el Mundial de Italia (1990), la Copa América de Chile (1991), la Copa Mundial de Clubes (1992) y una final Intercontinental entre San Pablo y Barcelona (1992), se presentó ante el Comité Ejecutivo de la Confederación constituido en el hotel Tequendama para denunciar el hecho y decir que “no están dadas las condiciones anímicas para dirigir este partido. Estamos bajo amenaza de muerte”.
Tras muchas deliberaciones y con la colaboración de Pancho Lamolina y Jorge Romero, el Pichi entendió que resultaría peor para todos no jugarlo que hacerlo aún bajo amenaza. Y en esas condiciones salieron a dirigir.
Nacional de Medellín tenía que hacer dos goles para ir a penales y tres para ganar la Copa Libertadores. El día anterior un atentado criminal en Bogotá dirigido contra el Director Administrativo de la DAS, Miguel Maza Pachón, le había costado la vida a siete personas. Y dos semanas antes de la gran final había volado el estudio desde donde se emitía el noticiero Mundo Visión. En estos como en otros terribles casos anteriores, la Policía adjudicó los atentados al “Cartel de Medellín”. En cualquier conversación “casual” con la terna arbitral se les recordaba, como “parte de la conversación”, “los de Medellín, los que tienen a Pablo Escobar como patrón, son terribles, miren lo que pasó con el avión de Avianca con 109 muertos…”.
Como no podía ser de otra manera, la terna arbitral argentina tuvo una actuación impecable. Pero el partido lo ganó Nacional por 2 a 0 con goles de Fider Miño y Albeiro Palomo Usuriaga y entonces había que patear tiros libres desde el punto del penal para definir quién sería el campeón. El resultado del partido condicionado a los penales. ¿También la vida de los árbitros, de irreprochables tareas, dependería de los penales?
Luis Cubilla, director técnico de Olimpia, hizo la lista de sus shoteadores. Del otro lado, Francisco Maturana la consensuó con sus jugadores.
El primer penal lo ejecutó el arquero uruguayo Éver Almeida y fue afuera. O sea que al término del tercer penal, Nacional ganaba el partido por 3 a 2 y era campeón, pues ya habían convertido Andrés Escobar, el Palomo Usuriaga y Jhon Jairo Trellez…
Higuita le atajó el penal a Éver Almeida
Pero en el cuarto, quien lo tiró afuera para Nacional fue Alexis García. Y como Alfredo Mendoza lo convirtió al igual que antes sus compañeros Gustavo Benítez y Herio Chamas, quedaron tres a tres y le faltaba ejecutar un penal a cada equipo. Loustau transpiraba y sus compañeros Lamolina y Romero le imploraban al cielo. Se venía la tanda de definición de a uno por equipo de manera alternada… Por Olimpia fallaron increíblemente Gabriel González, Jorge Guasch, Fermín Balbuena y Vidal Sanabria. Y por Nacional en la alternancia, pasaba lo mismo. Fueron malogrados los que ejecutaron Felipe Pérez, Gildardo Gómez y Luis Carlos Perea.
Iban para el cuarto de la serie de uno. O sea se habían ejecutado 17 tiros libres desde los once metros y no había campeón. Loustau miró el balón, le pidió a Dios, dio la orden y Leonel Álvarez lo transformó en locura, Copa Libertadores, fiesta, vuelta olímpica y suspiros interminables para los tres jueces argentinos. Nacional de Medellín había ganado por 2-0 en el tiempo regular y 5-4 en los tiros libres desde el punto del penal.
Sin embargo, dos coches se cruzaron cuando Loustau regresaba en un taxi al hotel después de ir a buscar a la Cadena Caracol el video tape del partido para incorporarlo a sus recuerdos.
— Tú no cumpliste lo pactado. Te ofrecimos un maletín con el dinero y lo dejaste. No entendiste el mensaje.—
Lo dejaron en el medio de un descampado a unos ocho kilómetros del centro. El árbitro corrió temiendo encontrarse con alguien que apareciera desde algún matorral. Un vecino de buena voluntad le indicó dónde podría encontrar un taxi. Lo hizo. Llegó exhausto al hotel Tequendama. Sus compañeros Lamolina y Romero, desesperados tras buscarlo por todas partes, lo pusieron dentro de la bañera con agua bien caliente, llamaron al médico y éste le dio un sedante.
Recién en el vuelo de regreso, ya cerca de la medianoche y rumbo a Ezeiza, fue recuperando el habla para contar lo sucedido.
— Me cruzaron dos autos, se bajaron cuatro tipos con ametralladoras en el medio de un descampado, me querían matar porque dijeron que no entendimos el mensaje cuando rechazamos el maletín que trajo aquel tipo al hotel…—, sintetizó Juan Carlos Loustau.
Después de los años transcurridos podríamos decir que estos árbitros argentinos entendieron perfectamente el mensaje. No el de los sicarios de Pablo Escobar Gaviria, sino el verdadero mensaje de la vida.
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