En México, la historia del automóvil comenzó a escribirse a mitad de la época del Porfiriato. Se dice que el primero de ellos circuló por las calles de la capital hasta 1895, en un país cercano a la revolución y que no tenía nociones de que 126 años después, un monoplaza conducido por un mexicano haría vibrar como nunca su avenida más emblemática.
15 años después de la llegada del auto, Porfirio Díaz inauguró el Monumento a la Independencia, referente internacional de la ciudad y que en lo más alto sostiene a una diosa Victoria, quien este miércoles 3 de noviembre vio nacer un nuevo ídolo azteca frente a más de 100 mil personas.
Sergio Checo Pérez se presentó frente a su afición, saludó como celebridad a sus miles de seguidores y se montó a su Red Bull RB7 para causar sorderas, pues gracias al emblemático motor V8 de cuatro cilindros que presumía la Fórmula 1 en 2011, desplegó una parte de la sorprendente velocidad que ese auto es capaz de alcanzar.
Los jóvenes se treparon a los árboles y postes más accesibles, otros escalaron el techo de las paradas de autobús y muchos más llegaron preparados con pequeños bancos para poder apreciar a una sola persona: Sergio Pérez, el piloto tapatío de Red Bull y principal responsable de que la Fórmula 1 haya aterrizado en México como el nuevo deporte predilecto.
Los testimonios de los seguidores que alcanzaron la primera fila revelan que ninguno llegó después de las 5 de la mañana. Soportaron cinco horas de una somnolienta espera para conformar un perímetro que iba desde la Diana Cazadora hasta la Columna de la Independencia. Fanáticos recalcitrantes que querían observar en plenitud el Red Bull de Pérez.
A las 9 de la mañana ya había un lleno absoluto en las gradas, desde ningún punto era posible observar el pavimento por donde correría Checo y mientras pasaban las horas, las banquetas se llenaban de fervor por la nueva sensación del deporte mexicano.
Reportes preliminares indicaron un aforo de más de 100 mil personas tras 40 minutos de haber iniciado el programa. Conforme avanzó el tiempo y Sergio mostró su primera exhibición, el único lugar para transitar era a través de las jardineras de Reforma, muy lejos de los límites marcados por las autoridades.
Algunos habitantes de los edificios aledaños desplegaron banderas mexicanas, sacaron fotografías y se unieron a la fiesta que la marea mexicana había conformado sobre el suelo.
Entre banderas, pancartas y teléfonos, la visión fue nula para los aficionados que llegaron tarde, por lo que varios comerciantes comenzaron a vender periscopios de cartón, improvisaron bancos y más de uno saltaba cada que pasaba el monoplaza de Checo.
Mientras el sol carcomía la piel de los que no alcanzaron sombra, Sergio confirmó su poder de convocatoria con una ola; se escuchó el Cielito Lindo y porras de todo tipo, pero cuando se acercaba el bólido del mexicano, el silencio se apoderaba de las calles para escuchar su estruendoso motor, un deleite para los aficionados del automovilismo.
Se vendieron máscaras, camisetas, banderas, muñecos, sombreros, mamelucos, gorras y absolutamente todo tipo de mercancía que uno pudiera imaginar para eventos multitudinarios, aunque esta vez la gran diferencia fue que todo giraba entorno a un solo hombre, el nuevo ídolo y máximo referente del automovilismo azteca, Checo Pérez.
Vestido de mariachi y con otros pilotos históricos como teloneros, Sergio Pérez aumentó su legado dentro del deporte motor. Convocó a toda la capacidad del Estadio Azteca en apenas cuatro cuadras y calentó los ánimos previo a un Gran Premio de México histórico.
Tras despedirse como un auténtico rockstar, con la bandera de México en la espalda y a punto de abandonar las instalaciones, Checo llenó de ilusión con sus palabras, pues estuvieron dirigidas a un histórico podio en el Autódromo Hermanos Rodríguez el próximo domingo, donde se podría confirmar el nuevo movimiento: la checomanía.
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