Santiago Solari vive una luna de miel en el América. Desde su llegada ha hecho de la solidez un sello de distinción. El estilo de juego no termina por convencer a los americanistas más ortodoxos, pero la fortaleza del colectivo es tal que resulta complejo encontrar alguna fisura que altere la composición del equipo.
Frente a Rayados de Monterrey, el entrenador argentino tendrá la oportunidad de alzar su primer título con Las Águilas. Solari, en su faceta de futbolista, conoció el éxito en primera persona, lo ganó prácticamente todo. Pero como director técnico la historia ha sido diferente.
En su corta carrera en los banquillos, el Indiecito solo ha conseguido llevar un trofeo a su vitrina personal. Lo hizo con el equipo de su vida, el Real Madrid, en el Mundial de Clubes 2018. El futbol tiene curiosos métodos de volverse cíclico. Si el América vence a Monterrey, viajará a los Emiratos Árabes Unidos para disputar la última edición del Mundial de Clubes.
Las diferencias resultan obvias. Para el Madrid, el Mundialito es un título decorativo. Del otro lado de la avenida, para cualquier club mexicano hacerse de ese galardón representaría una gesta eternamente reseñable. Solari fue campeón del mundo como director técnico. Esa insignia que podría teñir de oro el palmarés de cualquiera, para el DT azulcrema representa la secuela de un fracaso, de una frustración.
Santiago Solari llegó al banquillo del Bernabéu como un apagafuegos total. Nadie quería tomar esa bomba de tiempo que Zinedine Zidane dejó escondida y que Julen Lopetegui dinamitó. Su paso por el Real Madrid Castilla fue el único antecedente. El sueño de dirigir en la Casa Blanca terminó muy pronto: el incendio devoró al bombero.
Los merengues asistieron a Abu Dabi con la obligación de llevarse el campeonato. Ya sabe lo que estos torneos representan para clubes como el Madrid: quitan más de lo que dan. En semifinales, los fugaces pupilos de Solari vencieron al Kashima Antlers por 3-1. En la otra llave, River Plate se enfrentó al Al-Ain como preludio de una final titánica: el Madrid contra los Millonarios, la opulencia escenificada en un campo de futbol. No pudo ser.
Los equipos cenicientas suelen sorprender sola una vez. River pagó la cuota de asombro y se perdió una final destellante. Nadie tenía dudas de que el Real Madrid entró al partido contra Al-Ain con el título en las manos. El choque fue un mero trámite que certificó todas las obviedades. Luka Modric, Sergio Ramos, Marcos Llorente y un autogol de Yahia Nader testificaron lo mil veces visto: el Real Madrid fue campeón de algo, del mundo, en aquella ocasión.
Desde hace tiempo el Mundialito, como los españoles le llaman, es el único premio que le otorga relativo prestigio a la Liga de Campeones de la Concacaf. El anzuelo de enfrentar al campeón de Europa sigue siendo un estímulo más atractivo que el de la presunta rivalidad entre Liga MX y MLS. Lo saben en Coapa y lo sabe el mandamás del banquillo azulcrema.
El Mundial de Clubes vive sus horas finales. En plena agonía, un torneo que ha naufragado entre el escepticismo y la costumbre prepara su despedida. La rutina dictamina que el campeón será europeo, el Chelsea en este caso. Santiago Solari no querrá perderse ese boleto que lo lleve de paseo a otros tiempos. Ser campeón del mundo puede ser así de insignificante o así de eterno.
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