“La clave para gestionar un grupo es saber qué botón tocar en cada jugador. Porque algunos responden cuándo les tocás la cabeza, algunos el corazón y otros, el bolsillo”. Julio Lamas es un gran entrenador de básquet pero, desde su joven carrera escuchó los consejos de León Najnudel. Y su mentor siempre repetía. “Una de las cosas que debe saber un entrenador es de básquet”, decía, dejando claro que había muchas otras cuestiones importantes si uno quería ser un técnico exitoso, más allá de los conocimientos específicos de su deporte. Y, con el tiempo, si algo se destacó en Lamas, fue la habilidad para conducir los grupos, de ahí aquella frase que acuñó para explicar cómo cada basquetbolista es un mundo aparte y responde a distintas motivaciones para ser exigido. Una virtud que no tuvieron en Oakland en los años 90. A comienzos de aquella época, los Warriors, el equipo de la ciudad, empezaban a atravesar un gran momento. Don Nelson, un consagrado DT, estaba armando una banda que se transformaría en uno de los equipos más lindos de ver en toda la NBA, por estilo colectivo y talento individual. Fue en 1992 cuando, elegido en el puesto N° 24 del draft, llegó Latrell Sprewell, un escolta de 1m96, dueño de un estilo excitante, quien se sumaría a un base atractiva de jugadores que llevarían a Golden State a tutearse con los poderosos. Pero, claro, en un par de años, el sueño se transformaría en pesadilla. Los errores dirigenciales y de coaches, en la gestión del equipo y sus personalidades, harían implosionar el proyecto y todo terminaría en uno de los mayores papelones de la historia del deporte profesional de Estados Unidos, con Sprewell intentando ahorcar a su entrenador. En esta nota relataremos los hechos que derivaron en la segunda suspensión más larga de la NBA para el jugador y buscaremos dar con los motivos, las formas de imponer la disciplina, las carencias emocionales detrás de las estrellas y cómo el combo de show-dinero-fama-presiones puede terminar haciendo estallar a personalidades que esconden graves problemas de carácter.
Para entender el contexto de aquella agresión, una de las más famosas entre protagonistas de las grandes ligas estadounidenses, hay que volver a a fines de los 80, cuando el técnico Don Nelson puso en campo un equipo excitante con Chris Mullin –uno de los mejores tiradores de la historia-, Tim Hardaway –un base indescifrable, por sus cambios de dirección y recursos para meter puntos- y Mitch Richmond –un escolta que era una máquina de anotar-. Aquel conjunto, por ese trío explosivo, cobró fama como el Run T-M-C (por los nombres de pila de los tres y haciendo alusión al famoso grupo de rap RUN DMC) y cautivó a todos, corriendo la cancha y metiendo un promedio de 116 puntos. A ellos se sumaría el lituano Sarunas Marciulonis, una especie de Ginóbili de los 80, de hecho el creador del movimiento que Manu perfeccionaría como el Eurostep, quien ocuparía el lugar de Richmond, canjeado insólitamente a Sacramento.
En la 91/92, ese equipo ganó 55 de 82 partidos, el tercer mejor récord de la NBA, y Golden State parecía listo para acercarse a la gloria. Necesitaba un par de piezas más para terminar de armar un equipo top. Y, justamente, esas piezas llegaron. Es más, tres por el precio de dos… La primera fue Sprewell, elegido N° 24 del draft 92, la segunda con la llegada del ala pivote Chris Webber -uno de esos talentos que aparecen una vez cada tanto y que mereció el N° 1 de esa elección al año siguiente- y la tercera se llamó Billy Owens, alero versátil de valiosa contribución. Con Nelson y nuestro conocido Gregg Popovich como asistente, los Warriors desplegaron las alas y repitieron otra gran campaña (50-32), con un exuberante Sprewell, autor de 21 puntos, 5 rebotes y 4.7 asistencias por partido.
Pero, extrañamente, cuando todo estaba listo para la explosión, iniciaron los problemas. Webber, tras brillar en su primera temporada y ganar el premio al Novato del Año (17.5 puntos y 9 rebotes), se peleó con Nelson y ambos perdieron su lugar: Webber canjeado a Washington y Nelson, despedido. El primero, sobre todo, un error garrafal que enojó a Sprewell –se había hecho muy amigo de Weber, ambos oriundos de Michigan, y Latrell llegó a escribir su nombre en las zapatillas en señal de cuánto lo extrañaba- y debilitó el equipo, que pasó de 50 a 26 triunfos en la 94/95. Para colmo de males, en otra decisión reprochable, a mitad de la 95/96, la franquicia canjeó a Hardaway y a Owens, por demasiado poco a cambio. Tampoco siguió Pop…. Para ese entonces estaba Rick Adelman, DT de perfil duro que venía de tener mucho éxito en Portland pero que no pudo enderezar el barco: ganó 36 y 30 partidos, respectivamente, dejando al equipo al borde del abismo. Así llegamos al verano del 97, cuando la gerencia ahondaría el cambio de timón, perdiendo toda brújula.
La apuesta fue a la disciplina y fue un poco más allá de Adelman. Arrancó con un nuevo general manager, Gary St Jean, siguió con otro DT, PJ Carlesimo, conocido por su mano dura, y terminó con todos asistentes de su riñón, Ed Gregory, Paul Westhead, Gary Fitzsimmons y Bob Staak. Desde arriba se creía que la fórmula era apretar el torniquete, sin darse cuenta que Sprewell no respondería bien a ese método y menos si quienes lo aplicarían eran extraños para él. Latrell venía de su mejor temporada a nivel individual (24.2, 6.3, 4.6 y 1.7 robo) y de firmar una extensión de contrato (32 millones por cuatro años), pero se sentía solo. Desolado, literalmente, porque la franquicia había decidido sacar, por la puerta de atrás, a otro ícono más, el veterano Chris Mullin. De repente, entonces, a Spree se le pidió que cargara con el equipo y, además, fuera el líder, algo que él odiaba, con funciones como hacer el tutelaje con los jóvenes talentos y ser el referente social. Ese rol le sentaba muy incómodo, sobre todo en un entorno con tanta gente nueva. Latrell no tenía referente en la dirigencia, no conocía al coach ni a los ayudantes, y en el grupo había perdido a sus mejores compañeros… Para completar un combo explosivo la franquicia no se había hecho un gran refuerzo del plantel: apenas Brian Shaw y Tyrone Bogues habían llegado, muy poco pensando en salir del fondo de la conferencia… Tank, más conocido como ir para atrás en la jerga popular, con la idea de elegir arriba en el siguiente draft, era la idea.
Aquellos eran tiempos de dominio de los Bulls, con un Jordan que había renovado por 33 millones buscando completar su nuevo tricampeonato y era el protagonista del Ultimo Baile –luego convertido en serie-. Los Spurs habían elegido a Tim Duncan en el draft y se encaminaban a una época de oro. Al revés que los Warriors, quienes parecían hacer todo lo necesario para perder lo mejor que tenían. A eso, justamente, se encaminaban con Joe Smith, un ala pivote que había sido el N° 1 del draft de 1995 y venía de dos prometedoras temporadas. Pero el contexto –sin líderes - conspiraba también contra él y terminó siendo enviado en aquella temporada a los 76ers, en otro movimiento que tuvo que ver con el desconcierto de aquellos años en La Bahía. Claro, por aquel entonces, todo se desbarrancaba trágicamente…
Desde los primeros días el matrimonio entre Sprewell y Carlesimo –con su equipo de trabajo- nunca funcionó. El DT llegó con sus formas –cuasi abusivas, para algunos- y Latrell no le dio ni una mínima chance a la relación. Comenzó a llegar tarde a las prácticas o los meetings de equipo, mostraba desgano en entrenamientos, por momentos se comportaba como un adolescente, criticaba abiertamente todo y hasta llegó a perderse vuelos para partidos de visitante. Lejos de buscar acercarse, Carlesimo impuso su mano dura, con multas a estas indisciplinas de la estrella, y eso tensó aún más una relación que ya no tendría retorno. En definitiva, más allá de la relación con el coach, Spree lo sentía como una conspiración en su contra, con el único fin de que se fuera, como había sucedido con sus otros amigos y compañeros talentosos durante los últimos años. Por eso no disimuló su enojo y, en su interior, creció una frustración que no tardaría en explotar…
El toque final fueron las nueve derrotas con las que el equipo arrancó la temporada. En la sexta, una paliza ante los Lakers en Los Angeles (132-98), Carlesimo comprobó atónito cómo Latrell se reía a carcajadas mientras él daba instrucciones en un tiempo muerto. El técnico tuvo cuidado cuando evitó dirigirse directamente a él. Primero esbozó un “por favor, vamos a ponernos serios” y luego ordenó cambiar a la estrella por Duane Ferrell, uno de los suplentes de menor relevancia. Sprewell redobló su carcajada y no la dejó pasar: “Sos un maldito chiste”, le dijo, mientras se alejaba.
Fue el comienzo del fin. Luego de la primera victoria de la temporada, en suplementario, en Dallas, con 28 de Sprewell, el jugador se ubicó en la parte de atrás del micro, criticando en voz alta al DT y su sistema de juego. La guerra había dejado de ser silenciosa… No sorprendió que, dos días después, se ganara otra multa por perder el vuelo a Salt Lake City. Una derrota más en el nuevo estadio dejó la marca en 1-13 dejó al borde del nocaut al equipo, que tendría cuatro días para preparar un partido con Cleveland. Aquel 1° de diciembre, el escolta estaba casi en huelga de brazos caídos y, en un ejercicios de tiros, mostró un desgano latente para alcanzar la pelota a los lanzadores. Carlesimo lo vio y no se lo aguantó, dando paso a un diálogo lleno de asperezas.
-Por favor, un poco más de ganas en los pases.
-Hoy no voy a escucharte…
El entrenador, con cara de pocos amigos, no pudo evitarlo y se dirigió hacia Latrell, parado debajo el aro. El resto de los jugadores se movieron hacia allí, casi adivinando que aquello podía estallar.
-No me contestes más.
Dos veces se lo dijo PJ… Fue lo último que escuchó Spree. Enceguecido, se abalanzó contra el entrenador al grito “te voy a matar, hijo de puta”. Casi nadie se atrevió a reaccionar hasta que vieron cómo Latrell lo tiraba al piso y lo agarraba del cuello. “¿Me oyeeeess? ¡Te voy a matarrrr!”, le gritó, en su cara, durante 10 segundos, mientras apretaba el cuello y los compañeros intentaban evitarlo. Carlesimo le admitió a sus íntimos que, al ver los ojos desorbitados del jugador y notar la presión en su cuello, creyó que no volvería a respirar.
Los compañeros, algunos sin tanto apuro, alejaron a Sprewell, quien se fue –nervioso- caminando hacia el estacionamiento pero, lejos de abandonar el lugar, volvió corriendo para atacar nuevamente al coach. Aseguran que le tiró algunas trompadas. No contento con eso, subió a los despachos y entró a la oficina del general manager Gary St Jean, quien ya estaba en línea con Arn Tellem, agente del jugador, cuando Spree irrumpió y le gritó “sácame de aquí ahora mismo, Arn”. El pedido ya no era necesario. Su suerte estaba echada. Golden State procedió a suspenderlo diez días y acto seguido, a través de una carta, resolvió unilateralmente el despido del jugador, acogiéndose a una cláusula en la 16ª sección del contrato que prohíbe “los actos de depravación moral”. Ese mismo día, Converse rompió todo vínculo con el jugador y, de repente, la estrella había perdido 25 millones de dólares, entre ambos acuerdos rescindidos. Claro, Sprewell había violado códigos éticos y de conducta que no se pueden traspasar, pese de las acciones y provocaciones verbales que aseguran en la franquicia Carlesimo había realizado…
Dos días después, en la noche, Sprewell salió en la TV de San Francisco admitiendo su error, pero sin ofrecerle disculpas a Carlesimo. Horas después, tras constatar rasguños y hasta hematomas en el cuello del coach, el comisionado David Stern daba el toque final, anunciando una suspensión de un año –empleo y salario- por haber atacado dos veces y haber amenazado de muerte a Carlesimo. Se trataba de la sanción más grave hacia un deportista profesional en la historia del país, sólo superada años después por la de Ron Artest en aquella pelea contra los hinchas en Detroit. Lo que vino después fue un debate abierto, público y mediático, que tocó varios temas: racismo, disciplina, crisis de valores, la relación de poderes y el concepto de ciudadanía. Sobre todo se potenció a partir de un volcánica rueda de prensa en un hotel de Oakland. “Esta es una ciudad afroamericana al 40%, que quiere saber si Golden State Warriors es una organización racista y si PJ Carlesimo usó la palabra negro para causar el ataque de Latrell. ¡Queremos saber eso!”. Nueve días después del ataque, así hablaba Johnnie Cochran Jr, el abogado contratado por el jugador, el mismo que se había hecho famoso por exculpar penalmente a O. J. Simpson –del asesinato de su mujer-, con el tema del racismo en el centro de la escena, nuevamente.
“No hay escusas por lo que hice. Sólo quiero que la gente entienda mi posición. Lo que pasó la semana pasada fue la culminación de cosas que habían sucedido en el pasado y nunca tuve la oportunidad de presentar mi versión. Traté de cambiar mi situación en Golden State pero nadie me prestó atención. No soy ese tipo de persona que dicen que soy, sólo me equivoqué, perdí el control de mis acciones y estoy arrepentido, pero creo que el castigo es excesivo”, declaró el jugador, quien precisó cómo Carlesimo, con decisiones y acciones, lo hizo culpable de la racha de derrotas que el equipo había tenido al comienzo de la temporada. “Su estilo de entrenador es de estar encima de los jugadores y yo creo que somos hombres… Y yo sentía que él no me respetaba como persona, no se les habla a las personas como PJ me hablaba a mí… Acá no se trata del dinero que ganamos, sino de respeto por la persona”, completó.
Seis jugadores de los Warriors -Bogues, Coles, Joe Smith, Spencer, Dave Vaughn y Brian Shaw-, más Robert Horry, compañero suyo en la Universidad de Alabama y jugador de los Lakers, estaban a su lado. “Estoy feliz de haber podido demostrar mi solidaridad”, dijo Horry. El sindicato de jugadores, con el presidente Billy Hunter a la cabeza, también estuvo a su lado. “Consideramos que la suspensión por un año no guarda proporción con el tipo de castigo que han recibido otros jugadores por acciones similares”, explicó Hunter. Hasta Charles Barkley pidió por un boicot al Juego de las Estrellas –pautado para febrero en Nueva York- y Michael Jordan se sumó a la defensa del jugador. “Una suspensión menor, combinada con tratamiento psiquiátrico habría tenido un buen impacto sobre Sprewell, pero esto es demasiado”, comentó el mejor jugador de todos los tiempos. Nada hizo cambiar a Stern sobre la importancia de castigar la violencia porque el jugador no había atacado una vez sino dos al entrenador, lo que la NBA consideró como premeditado.
Claro, más allá de la polémica por la sanción y el poco tacto en la gestión de los jugadores por parte de la franquicia, en el centro de la escena quedaron los antecedentes de Sprewell, su imagen pública y la conflictiva personalidad de un deportista, un muchacho díscolo, irascible, inestable, con desordenes emocionales que lo convertían en un blanco fácil para estos desbordes violentos. Nacido en Milwaukee, pero criado en la difícil Flint (Michigan), más por sus abuelos que por sus progenitores –el padre cayó preso por distribución y posesión de drogas-, este flacucho muy amigo de sus amigos pero, a la vez, muy desconfiado del resto, sólo jugó al básquet de forma informal, en canchitas callejeras, hasta los 16 años cuando, ya de vuelta en Milwaukee, el entrenador del secundario, James Gordon, lo vio caminando en un pasillo y le hizo una propuesta.
-¿No te gustaría jugar con nosotros en el equipo?
-Sí, ¿por qué no?
Lo que vino después sorprendió a todos. Spree promedió 28 puntos en su temporada inicial y en el primer contacto real con el básquet organizado. En aquel entonces, el coach ponderaba su ética de trabajo, justamente lo opuesto a lo que pasaría en la NBA. Se trataba de un apasionado, un jugador en formación que era capaz de trabajar hasta en los ínfimos detalles. Recién tenía 20 años cuando decidió ir a la Universidad, eligiendo a Alabama, donde jugaría junto a Robert Horry, una leyenda. Apenas dos años necesitó para impactar a algunos scouts, con 13.5 puntos y 5 rebotes de promedio. Pero, claro, aún era un diamante en bruto, un demonio a veces sin control, dentro y fuera del campo.
En esa época, Spree ya se mostraba como un perro verde, un chico extraño que, por caso, aborrecía llevarse la atención, ser el centro de las luces y, en especial, de la prensa. No le gustaba el juego mediático ni que se metieran en su vida privada. Casi tenía una obsesión con ese tema. Dos anécdotas lo dejan claro. La primera fueron las escuetas respuestas que dio, sobre sus gustos, en el apartado de la Guía de Medios de los Warriors, cuando llegó a la NBA. Y la segunda fue una contestación que le dio a un periodista en medio del All Star Game. “No quiero que hablen de mí, ni de mi vida privada. Yo no pedí ser famoso y sólo quiero ser juzgado por lo que hago en la cancha”, respondió, con cara de pocos amigos, pese a estar en el relajado ambiente que propone el Juego de las Estrellas de la NBA.
Los periodistas se miraron. No conocían a Latrell, persona desconfiada y volátil que había cambiado a cuatro representantes en seis años. Que era capaz de reacciones insólitas, como aquella noche de 1995 cuando desplegó el estado de furia latente que vivía dentro suyo. El jugador manejaba a alta velocidad cuando un agente de tránsito lo detuvo. Latrell, lejos de calmar las aguas, duplicó la apuesta tras la infracción. “Sabes que, en estos barrios, puede recibir un disparo para hacer algo así”, le dijo. Una frase que fue tomada como una amenaza a la autoridad y generó su arresto. En la franquicia no se sorprendieron, conocían bien los arranques de Spree. En 1993, en una práctica, protagonizó un incidente violento que pasaría a la posteridad, nada menos que contra Byron Houston, un ala pivote casi tan ancho como alto (estilo Barkley), muy temido en los entrenamientos por su fortaleza y por manejar una halo de seriedad que no daba para meterse con él. Tras una discusión, Latrell no lo dejó ni reaccionar y le lanzó tres puñetazos a la cara. No fue la única vez. Dos años después, el rival fue Jerome Kersey, otro ala pivote duro, que le llevaba casi diez centímetros y 25 kilos. No conforme con trenzarse con Kersey, fue al vestuario y se apareció con un tablón de madera para seguir la pelea. Un incidente que, por ser un doble ataque, sería recordado cuando pasó lo de PJ. Porque Latrell no era un chico de calmarse fácil…
Pero, tal vez, el incidente más trascendente –y grave-, que refleja la personalidad extraña de la figura, sucedió en octubre de 1994, cuando la menor de sus dos hijas, de cuatro años, fue atacada por uno de los cuatro perros pitbull que vivían con ellos en una hermosa mansión ubicada en Hayward, a las afueras de Oakland. La niña fue intervenida de urgencia luego de sufrir serios daños en el rostro y tener destrozada una de sus orejas. Afortunadamente, la nena salvó la vida, pero lo que más sorprendió fue la reacción que tuvo el deportista, detallada en esta charla con Tim Keown, periodista del diario San Francisco Chronicle.
Keown: No parece que el incidente te afectara mucho, Latrell.
Spreell: No, ¿acaso debería?
K: Pero es tu hija…
S: Pero esas cosas pasan.
K: No sé si así y en casa propia.
S: Mira, todos los días muere mucha gente. Tal vez si la cosa hubiese sido más sería, podría haberme afectado.
K: Bueno, ¿pero te deshiciste de los perros?
S: No, los sigo teniendo y cuido cada día de ellos.
K-¿Después de algo así?
S: Sí, no fue nada…
Desconcertante. Así lucía la personalidad de Sprewell.
Lo cierto es que, después del incidente, hubo vida para él, incluso deportiva. Al punto de que, cuando regresó a la NBA, en 1999, tras pasar aquellos meses de sanción recluido en Milwaukee. Y, cuando volvió, eligió a los Knicks. Retornó el 27 de enero de 1999, tras el lockout patronal que obligó a que la NBA acortara aquella temporada. Y el Madison se movió a su ritmo en aquella noche que, con la N° 8, anotó 27 puntos -17 en un tercer cuarto que electrificó a la multitud- para el triunfo 88-87 sobre los Nets, el archirrival de la ciudad. Una muestra gratis de cómo serían aquellos meses que seguirían para el jugador y Nueva York. “Estos 14 meses (y 68 partidos) parecieron una eternidad… No empecé bien el partido, pero la gente siempre estuvo conmigo. Me alimentó con su apoyo y en el segundo tiempo me sentí mucho mejor”, comentó, iniciando un idilio con los hinchas siempre pasionales que tiene esta famosa franquicia.
Su juego vertical y explosivo, casi caótico por momentos, aunque siempre excitante, maridó muy bien con esa pinta de tipo duro, áspero, para un hincha tan especial como el de la Gran Manzana. Y, claro, el éxito empujó para que Spree se convirtiera en ídolo. Los Knicks aprovecharon el retiro de Michael Jordan para, luego de un fase regular muy irregular –terminaron octavos, clasificando de última a playoffs-, llegar a la final de la NBA, contra todos los pronósticos. Aquella campaña fue la última gran alegría de los Knicks, que perdieron la definición ante los Spurs de Tim Duncan y David Robinson. Pero hoy, tras décadas de malos resultados y pésimos manejos dirigenciales, aquel equipo de Spree es recordado con amor por los fanáticos de NYK. Para él fueron cinco temporadas en la Gran Manzana, con promedios de 17.9 puntos, 4.1 rebotes y 3.8 asistencias, aunque sólo con tres de éxito. La siguiente, la 99/00, tuvo marca de 50-32 y el equipo llegó hasta la final del Este y en la otra, la 00/01, tras 48-34, todo terminó en primera ronda de playoffs ante los Raptors. Luego, cuando la mala volvió, regresaron los conflictos y los desbordes emocionales de Latrell. Se fracturó la mano en una pelea en un yate y así se presentó a una pretemporada. Los Knicks, antes de que todo descarrillara, optaron por sacarse de encima al ídolo popular y, en julio del 2004, lo mandaron a Minnesota en un canje que involucró a cuatro equipos.
Tras una buena temporada inicial, ya en su último año de contrato, entabló una disputa contra el dueño de los Wolves, dejando una frase que quedaría para la historia. “Necesito alimentar a mi familia”, arrancó una bisarra conferencia un 8 de noviembre del 2004. “Me ofrecieron 21 millones por tres años y eso no es suficiente. No voy a darles de comer a mis hijos mientras la gerencia saca el dinero de mi bolsillo. Si Glen Taylor (dueño de la franquicia) quiere saber que alimentaré a mi familia, que ponga el dinero… De lo contrario pronto verá a mis hijos en esos comerciales de Sally Strutthers”, dijo y le dio paso a la parte más insólita. Cuando hizo subir al escenario a Jarett (12 años), Tiffany (9) y Tyree (6). “¿Ven esta hermosa pequeña niña?”, preguntó mientras la levantaba a la menor. “No come desde ayer y no comerá hasta que me paguen lo que valgo en el mercado. ¿Quiero yo que se muera de hambre? Por supuesto que no. No soy un ogro. Sólo deseo que la dirigencia de los Wolves me traten con respeto”, comentó. La puesta en escena siguió con Tiffany. “Por favor, padre, alimentame. Aunque sea un bocado, estoy por desmayarme”, dijo la nena, ante atónicos periodistas que se miraban sin entender la puesta en escena. “Descorazonante, ¿no? Y todo es culpa de los Minnesota Timberwolves”, cerró Latrell. Fue el principio del fin. Al otro día, el estadio lo abucheó y él nunca logró el contrato que quería. Al otro año, el 20 de abril del 2005, Spree jugaba su último partido en la NBA.
Latrell Sprewell, tómalo o déjalo.