Raúl Jiménez no podía adivinar su futuro. Imposible saber lo que el destino le depararía doce días después. En ese momento, todo era rutinario: un partido más, un gol más. Una Fecha FIFA sin mayor trascendencia. Un rival de prestigio, como siempre lo es Japón, pero un amistoso a fin de cuentas: ningún estímulo de por medio para hacer de aquel cotejo algo memorable. El futbol tiene curiosos métodos de hacer perdurable lo que tiene pinta de pasajero.
Las cosas han cambiado mucho desde entonces. ¿Quién podía anticipar que ese partido iba a ser el último de Jiménez con la selección en casi un año? El momento tan dulce que vivía en la Premier League con el Wolverhampton no había podido expandirse en todo su esplendor con México. Vestido con la casaca nacional se echaban en falta esas vibrantes actuaciones que tanto furor causaron en Molineux Stadium.
A Jiménez el destino le aguardaba un sitio especial en el Tri. Ausente de referentes ofensivos, el equipo de Gerardo Martino se encomendó a la plenitud que manifestó Raúl desde su desembarco en el balompié inglés. Javier Hernández estaba completamente borrado de nómina azteca. El Tata no quería saber nada del goleador histórico de la Selección Mexicana.
Y la realidad dictaba que la Selección estaba lejos de extrañarle. Raúl Jiménez y su estado de forma habían anestesiado cualquier síntoma de nostalgia. La lógica del juego hacía lo suyo. Un futbolista de gran momento suele desplazar, sin mayores aspavientos, a otro que fue jerarca en el pasado. El historial se reduce a los recuerdos si no tiene vigencia, sin sustento en el presente.
En la víspera de ese partido contra Japón, la oncena de Martino había derrotado a la otra gran selección del Lejano Oriente: Corea del Sur. Un partido en el que prevaleció la explosividad de los aztecas. Jiménez marcó, pero dejó una estela de insuficiencia. En el último par de amistosos previos a esa gira, el punta de los Wolves rubricó otro tanto más. Fue de penal, contra Países Bajos. Ese día, en el Johan Cruyff Arena, Raúl se perdió un gol hecho que reavivó las críticas hacia su estilo de juego.
Raúl Jiménez es un delantero que no anota los goles que todos suponen debería marcar un nueve de área con instinto asesino. Poco importa: si se ganó un lugar en la élite, fue gracias a otro tipo de atributos, vinculados a su capacidad para interpretar los espacios, siempre impulsado por un inequívoco espíritu solidario. Aquel día, en la neblina austriaca, dio una muestra más de su definido repertorio.
México sufrió durante el primer tiempo. La presión de los nipones dejó poco espacio para la creatividad. Cuando el ritmo decayó, el futbol se dignó en aparecer. Fiel a su vocación de delantero moderno, Jiménez encontró el balón el banda izquierda. Entre empellones, se internó en el área para hacer gala de su sentido asociativo: conectó con Orbelín Pineda, que le dejó servido el balón con un taconazo, y resolvió el embrollo en especio reducido. La colectividad como método, la eficacia como norma.
Hiving Lozano selló la victoria. El partido tenía la importancia justa. Doce días más tarde, la carrera de Raúl Jiménez cambió para siempre. Un choque de cabezas con David Luiz devino en una fractura de cráneo que le dejó fuera de las canchas por nueve meses.
Ese partido del 17 de noviembre de 2020 fue el último que el Lobo de Tepeji jugó con México. Su regreso es un hecho. El destino le permitió contar un futuro diferente. Una oportunidad más para marcarle gol a la vida.
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