La historia del deporte cambió para siempre el 5 de septiembre de 1988. Ben Johnson, que había deslumbrado al mundo en la carrera de los 100 metros planos, dio positivo en la prueba antidopaje. El cuento de hadas terminó. La gloria nunca fue tan efímera como en ese momento.
Big Ben, como se le conocía, emigró a Canadá a los 14 años. En Jamaica conoció la pobreza en carne propia. Jamás le gustaron los reflectores, aunque con el tiempo terminó acaparándolos, para bien y para mal. Su tartamudez le hacía rehuir de las entrevistas. Se encerraba en su mundo y en sus certezas.
Johnson mantuvo una rivalidad crispante con Carl Lewis. Mientras Carl creía su destino manifiesto, haciendo pedazos a todos los rivales y marcas que estuvieran enfrente, Ben tenía un perfil mucho más bajo. Discreto e introvertido, Johson tenía que callar con amargura ante cada nueva derrota. Lewis se llevaba todos los reflectores, porque desde su irrupción en los Juegos Olímpicos de Los Ángeles 84, todos los aplausos en el atletismo estaban monopolizados.
Pero esa historia cambió para el campeonato de Zúrich en 1985. Johnson, después de haber sufrido siete derrotas de formas consecutiva ante El Hijo del Viento, le venció por primera vez. Con esa victoria se demostró a sí mismo que nada resultaba imposible. El campeonato mundial de Roma 1987 fue un punto de ruptura en la rivalidad Lewis-Johnson. Ben bajó la marca de los 100 metros hasta los 9,83 segundos, en la antesala de lo que avecinaba en los Juegos de Seúl.
Johnson estuvo lesionado durante un año. La gran actuación de Los Ángeles 84 le otorgaba el papel de favorito a Lewis. Pero la lógica se desmoronó en la pista. Jonhson superó a Lewis y ganó la medalla de oro. Rompió, de nuevo, el récord y lo bajó hasta los 9,79 segundos. Ni la mejor carrera de Lewis pudo contra Johnson: hizo 9,92 segundos. El mundo asistía atónito a una hazaña que, sin embargo, levantó sospechas casi de inmediato.
Y las sospechas se confirmaron. La historia dio un giro radical apenas unas horas después. En el examen antidoping, Johnson dio positivo a estonozol. Toda su carrera se derrumbó en ese momento. Los aplausos de horas atrás mutaron en estupor e indignación. El fantasma del dopaje alcanzaba a las más altas esferas del deporte, a la joya de la corona del olimpismo.
En junio de 1989, Johnson aceptó haber consumido esteroides a lo largo de su trayectoria deportiva, pero dijo desconocer los efectos secundarios, atribuyéndole así toda la responsabilidad a su medico y a su entrenador. En una audiencia celebrada ese año, Johnson admitió que durante al menos cinco años, de 1981 a 1986 consumió esteroides. La sanción, finalmente, fue de dos años. Jamás volvió a mostrar el nivel de Seúl 88 y navegó entre miradas de reproche y desprecio. Aunque participó en Barcelona 92, no pudo subirse al podio y lo expulsaron de la Villa Olímpica tras agredir a un voluntario.
Los años finales
Si alguien conoce el estigma en el mundo del deporte, ese es Diego Armando Maradona. El 10 fichó a Johnson como entrenador personal. La paradoja no podía ser más grande: el futbolista más señalado de todos los tiempos entrenaba junto al hombre cuyo dopaje cambió para siempre la historia de los Juegos Olímpicos. También se dio tiempo para entrenar al hijo de Muamar el Gadafi, que pretendía ser futbolista profesional.
Johnson tuvo el mundo a sus pies por un tiempo. Pero la torre que construyó con sus récords sobrehumanos se derrumbó en un instante. Nada fue igual para él a partir de entonces. Tampoco para el deporte.
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