Sus cuerpos giraban en el aire y formaban curvas que dominaban la gravedad. Movimientos elegantes, coordinados, seguros, rápidos: un mensaje etéreo del equilibrio perfecto capaz de fascinar a un indiferente. Ningún otro deporte le permite hablar al cuerpo como la gimnasia. Ambas crearon el lenguaje corporal más complejo, arriesgado y bello del siglo XX. Una mujer y una niña: dos épocas, dos mitos, decenas de medallas olímpicas...
El 18 de julio de 1976 en el pabellón olímpico de Montreal la niña de colitas en el pelo, gimnasta rumana, Nadia Elena Comaneci, de 14 años y apenas 41 kilos en 1,53 metros de estatura, hace su rutina de 30 segundos en las barras asimétricas en un silencio sideral. El estallido final de euforia generalizada se redobló cuando los jueces, por primera vez en la historia de la gimnasia olímpica, no encontraron ni el más ínfimo error: 10, puntaje perfecto. En un box cercano, seria, tal vez enfadada, contemplaba el hecho histórico Larisa Latynina, entrenadora del equipo de gimnasia soviético, rival acérrimo del rumano. Comaneci derrotaba a dos de sus discípulas: Ludmila Turischeva y Olga Korbut. A Latynina se le mezclaron las sensaciones: gozaba ante la perfección con la que había coqueteado toda su vida, pero era derrotada por ella.
Latynina creía en la patria soviética. Vivía intensamente la necesidad de demostrar a través del deporte la supremacía del sistema socialista por encima del capitalista y del soviético sobre sus países satélites (Rumania, entre otros). La propaganda que la alienó desde pequeña pudo más que la razón. A pesar de haber sufrido durante su infancia las peores miserias de Stalin: la hambruna a la que sometió a toda Ucrania a mediados de la década de 1930, por negarse a las colectivizaciones forzosas de las granjas, y las purgas políticas que arrasaron a la población.
Larisa nació en 1934 en Kherson, un puerto ucraniano sobre el Mar Negro donde su padre trabajaba en la estiba. Años más tarde la miseria estalinista se transformó en tragedia aumentada con la invasión nazi de Ucrania: Larisa quedó huérfana de padre y madre. Al acabar la Segunda Guerra Mundial, tenía 11 años y apagaba sus penas en el ballet, en una de las tantas canteras del Bolshoi. Pero lo que le gustaba eran los movimientos gimnásticos más que el ballet. Y empezó a practicar. Eran otros tiempos: la gimnasia era cosa de mujeres, no de niñas. Se hizo mayor de golpe: a los 16 años era madre. A los 19 estaba a punto de casarse y se incorporó a la selección soviética de gimnasia. Con 21 se transformó en una estrella: en los Juegos Olímpicos de Melbourne de 1956 arrasó con cuatro medallas de oro, una de plata y una de bronce. Latynina era una elegida, con una fuerza mental excepcional, a la que sumaba todas sus cualidades físicas e intelectuales. Su dominio de la gimnasia en todos los aspectos era tal que llegó a escribir música con el ritmo más adecuado para sus ejercicios. En los Juegos de Roma 60 era una mujer de 25 años, casada, que criaba a tres hijos: ganó tres oros, dos platas y un bronce. Nadia Comaneci aún no había nacido y Larisa era la gran Reina (madre) de la gimnasia. Y todavía quedaba más. En sus terceros Juegos, Tokio 64, ganó dos oros, dos platas y dos bronces. Se convirtió entonces en leyenda: era la deportista que había ganado más medallas olímpicas en la historia hasta ese momento: 18 en total; 9 de oro, 5 de plata y 4 de bronce.
Sin embargo aquel día de 1976 en Montreal Larisa perdió más que una competición. La política soviética le echó la culpa del fracaso de sus pupilas ante la rumana perfecta, porque “sus métodos de entrenamientos -dijeron- eran anticuados”. Una vez más el régimen había usado y tirado a la heroína olímpica. Larisa sabía que cambiaba una época: las mujeres le cedían el paso a las nenas prodigio, más rápidas, más livianas, más arriesgadas, más flexibles, más perfectas... Nadia Comaneci. Había comenzado el reino de las nenas equilibristas.
Nadia (Nadezhda, que significa Esperanza) respondía a las necesidades políticas de la dictadura de Ceaucescu. Nacida en Onesti, un pueblito de los Cárpatos, en 1961, a los seis años ya estaba en la Alta Escuela de Gimnasia de Bucarest a las órdenes del entrenador Bela Karolyi. Horas y horas de perfeccionamiento para una chiquilla que parecía triste e introvertida pero que disfrutaba con la gimnasia al ciento por ciento de concentración. Buscaba la perfección y no lo sabía. Era una joya por pulir. Había que cuidarla y eso significaba dietas estrictas y mantener el nivel de grasa corporal por debajo de lo aconsejable para retrasar la menstruación. Cuestionable, pero eficaz. En 1975, con 13 años demolió a las soviéticas Turischeva y Korbut, entrenadas por Latynina, en el campeonato europeo de Skien, Noruega. Fue el aviso. Al año siguiente, en Montreal, obtuvo siete puntuaciones perfectas en sus ejercicios y ganó tres medallas de oro, una de plata y una de bronce. Fue el momento cumbre. Desde entonces creció; la pubertad rebeló a su cuerpo ante tanto freno artificial. Luchó contra el “exceso de peso”. Pero sus condiciones y su talento le alcanzaron para soportar el cambio de imagen: de la nenita de peinado con colitas a la chica más alta (5 centímetros más) y más rellenita (7 kilos más) que apareció cuatro años más tarde, en los Juegos Olímpicos de Moscú 1980. Su desarrollo físico no la frenó: ganó otros dos oros y una plata.
Han pasado 57 años desde los últimos Juegos de Latynina y 41 desde los de Comaneci. Hoy son dos mitos, la mujer y la nena, que se bajaron del Olimpo. Reniegan públicamente de la perfección. Se sienten desengañadas por aquella propaganda que creían doctrina. Son heroínas sobrevivientes de aquel oscuro pasado que ellas iluminaron con su talento inigualable.
SEGUIR LEYENDO: