La epopeya del boxeador argentino que noqueó al primer campeón mundial negro en Soweto, el corazón del apartheid

Santos Benigno Laciar, el recordado Falucho, venció en 1981 a Peter Mathebula y se adueñó de la corona mundial en medio de un país dividido, donde años después se consagraría presidente a Nelson Mandela

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El KO de Santos Laciar a Peter Mathebula

Todo había sido distinto en los cinco viajes anteriores; Johannesburgo reflejaba en sus calles el brillo del oro de sus montañas cercanas.

Las noches del show pugilístico –sean los protagonistas que fueren– la suntuosidad y el lujo se reunían en un hotel de 5 estrellas –Landroost– para compartir un cocktail que generaba grupos de tertulia al conjuro de los mejores vinos sudafricanos y el más exquisito champagne francés, dignos de los tentempiés con caviar del Báltico.

Una vez que los compradores de esos tickets de alto valor –200 a 400 dólares cada asiento– estuvieran reunidos, autobuses con mullidos asientos y aire acondicionado habrían de llevarlos al estadio –por lo general el Rand, “hogar de los Springboks”– mientras sus autos quedaban resguardados en las cocheras del hotel.

Eran noches de gala aquellas del boxeo para blancos en la Sudáfrica de los 70′, con hombres de etiqueta y mujeres de largo. Y luego del combate –lo viví cuatro veces solo con Víctor Galíndez– los distinguidos espectadores de las primeras filas regresaban al hotel donde los esperaba una gran cena. Por cierto que el promotor –Maurice Towell– siempre prometió, vanamente, que uno o los dos boxeadores, algunos periodistas, ex campeones mundiales, estarían junto a ellos después del match como parte del cierre de la gran noche.

Esa era la dolorosa Sudáfrica del apartheid. En el primer viaje nos sorprendió todo; en los demás, fuimos vislumbrando la agonía de tan inhumana discriminación. Asientos en los parques y en las veredas para “Europeans People” (no decía “Blancos”) y “Non europeans” (no decía “Negros”). Se advertía en todos los ámbitos el trato cruel hacia los negros quienes debían dejar de transitar a las seis de la tarde, regía para ellos una especie de Ley Marcial, cualquiera les podía tirar. Sus trabajos eran por lo general de servicios y sin contacto con los blancos. Podían lavar copas, pero no ser mozos: podían trabajar en fábricas pero no atender al público, podían limpiar habitaciones de hoteles pero no estar en la conserjerías, podían viajar en transporte público pero solo para negros o Non Europeans, un eufemismo inaguantable de la hipocresía.

Soweto era la ciudad dormitorio de 3 millones y medio de negros ubicada a 24 kilómetros de Johannesburgo, el lugar donde la mayoría de ellos trabajaban. Fue allí donde se produjo uno de los hechos más horrorosos de la humanidad pues el 16 de junio de 1976, unos 1.500 policías acribillaron a 566 manifestantes e hirieron a otros 1.000 en lo que la historia registró para siempre como “La Masacre de Soweto”. Se trató de una protesta estudiantil de 10.000 personas que rechazaban la obligatoriedad de aprender el Afrikaans –idioma nacional– en las escuelas además del inglés. Los estudiantes no querían hablar en Afrikaans; preferían las lenguas originarias con predominancia del Zulú y aceptaban el inglés para la cotidianidad laboral.

En Soweto, desde donde se militaba para la liberación de Nelson Mandela –hecho que se produciría recién en el 90’–, faltaba todo: luz, agua, puertas, asfalto… Sin embargo, los chicos no perdían su bendita inocencia y jugaban sonrientes. La mayoría prefería el rugby; también practicaban fútbol y el boxeo tenía muchos adeptos que soñaban con ídolos como Muhammad Alí o Sugar Ray Leonard.

Uno de esos niños llamado Peter Mathebula llegó a ser campeón mundial. El título lo consiguió en el estadio Olímpico Los Angeles, California, el 13 de diciembre de 1980 ante el surcoreano Tae Shik Kim. Por cierto que Sudáfrica ya había comenzado un progresivo plan de flexibilidad del Apartheid y Mathebula fue el primer campeón mundial negro sudafricano de la historia. Se lo recibió como un héroe, se le otorgaron premios y honores, fue condecorado por las autoridades blancas –hecho sin precedentes–, se le permitió alojarse en un hotel lujoso y la prensa lo destacó como el símbolo de un nuevo orden sin discriminaciones en el país. En realidad faltaban 14 años de negociaciones internacionales para que Mandela, libre tras 27 años de prisión, sea elegido presidente.

Falucho Laciar hoy, en Córdoba,
Falucho Laciar hoy, en Córdoba, junto a su hija Dana, profesora de fit box.

Sudáfrica ya tenía a su primer campeón mundial negro. Ahora quien quisiera pelear con él por la corona debía hacerlo en Soweto, frente al público local, con un referí y unos jurados rodeados por esos fanáticos en el estadio Orlando cuya capacidad era para 66.000 personas. El orden –dentro y fuera del estadio– estaría a cargo de 400 policías blancos de elite con tanquetas, antimotines, gases lacrimógenos, perros, caballos y armas de fuego para “prevenir” cualquier disturbio… Y también por razones de seguridad el combate debía finalizar con la luz del día y por ello se realizó en la tarde.

Le ofrecieron la pelea al japonés Shigo Nakajima y prefirió desistir. Ningún otro boxeador rankeado del mundo quiso ir a Soweto. Hasta que la propuesta llegó a manos de Tito Lectoure, el empresario del Luna Park. Fue así que Santos Benigno Laciar –nacido el 31/1/1959 en Huinca Renancó, Cordoba– campeón argentino y sudamericano y 10° en el ranking de la AMB, se convirtió en el primer retador del primer campeón mundial negro de Sudáfrica con la obligación de ir a pelearle a Soweto, el corazón del apartheid.

Los días previos al combate que se realizó un 28 de marzo de 1981 (¿hace 40 años ya?), no fueron los ideales. Había amenazas de todo tipo, intimidaciones anónimas, una fuerte presión de la prensa con títulos catástrofe sobre “el pobre Laciar” y claramente una interna de dos grupos: uno, el de los cordobeses y otro, el de los porteños. Los cordobeses eran Francisco Giordano –manager de Falucho–, el técnico Horacio Bustos y el doctor Mantegazza que “no veían bien a Falucho” y hasta pensaron en parar la pelea el jueves, dos días antes; el de los porteños lo integraban Tito Lectoure, el doctor Roberto Paladino y el profesor Patricio Russo. Increíblemente se generó un clima de desconfianza pero el doctor Paladino lo pudo resolver con experiencia. Al momento de salir hacia el estadio, se advertía en Laciar y todo el grupo una gran motivación. Ah, aquellos 24 kilómetros hasta Soweto, como olvidarlos si me inspiraron para describirlos así en El Gráfico de entonces:

— Al entrar a la zona de Soweto el sonido se transformó en color: la gente al costado del camino convocada por las ensordecedoras sirenas policiales nos saludaba amistosamente; nuestro ingreso al estadio fue fraternal: mil manos se hicieron racimo para estrechar nuestras manos. El primer mito comenzaba a desvanecerse pues encontrábamos más amigos que enemigos, más sonrisas que hostilidad, más fraternidad que rechazo.

— Provocaba temor ver a cientos de policías en todos los sectores. Porque a los uniformes azules de los cuerpos de vigilancia se sumaban los hombres de ejército de la Peace Force (Fuerzas de la paz), también voluntarios vestidos de negro con largos bastones, miembros de un grupo de policía asistencial. Cuando estuvimos dentro nos asombraron los alambrados de púas, las barreras, los cordones. En medio de todo y de todos, el hombrecito postulante a gigante extrañando su siesta cordobesa. Fue así que desafiando gritos, idas y vueltas de hombres de prensa y fotógrafos, se echó sobre una de las dos camillas tapizadas e intentó un sueñito. El mentón sin rigidez, las manos sin temblores, los labios reposados. Afuera, sol quemante y aire liviano; adentro, en el camarín, un desfile de amigos tensionados que resbalaban por su piel tostada y fresca. Las derrotas de Roberto Alfaro y José Rufino Narváez –boxeadores argentinos que fueron como sparrings y también pelearon en las preliminares– resultaron los únicos contratiempos que lamentó. Pero cuando llegó Juan Domingo Malvares victorioso, pegó varios saltos y se abrazó prolongadamente con su colega y nuevo amigo. El profesor Russo lo ayudó a precalentar con ligeros movimientos de cabeza y de brazos. Malvares le advirtió sobre lo difícil que le resultaría desplazarse en un ring tan acolchonado: “Tratá de no caminar ligero porque el piso es un desastre”. Falucho le respondió: “Peor para él, yo nunca voy a retroceder, así que…”.

— Al abrirse la puerta, a las 5.47 de la tarde, un oficial preguntó: “¿Están listos, señores?”. Sí, contesté, en nombre del grupo. “Entonces, síganme”. Adelante iba Tito, en el medio Laciar, detrás Bustos, después venía yo y último el profesor Russo con el balde. Los 80 metros hasta el ring fueron emocionantes. Ahora estridente, volvía el sonido a través de las gargantas y el color untado de cielo, sol, estadio, gente, tribunas, fervor, deporte, sueños y la búsqueda de una verdad que demostrase el sí o el no. En esos 80 metros no se habló una sola palabra. Laciar llegó hasta las escalerillas del ring sereno y seguro. Le habíamos hablado tanto del Himno, de la emoción que produce y del aflojamiento que provoca, que lo desafió respetuosamente, pero sin excitación. El sol, frente suyo, le achicaba los ojitos y el pecho. Después se dio un gusto: clavó su mirada ante Mathebula como lo hiciera Leonard contra Mano de Piedra. “Se lo voy a hacer, quiero ver qué se siente”, me había dicho en Villa Carlos Paz un mes antes. Y se lo hizo. Era un síntoma de absoluta conciencia. Era la elocuente prueba de fe.

Hacia el final del 4° asalto la pelea era totalmente pareja: el sudafricano había ganado el 1er. round, Laciar, en cambio, el 3°; mientras que el 2° y el 4° habían sido parejos. La locura habría de producirse en el 5° round.

La tapa con el triunfo
La tapa con el triunfo de Laciar (Archivo de El Grafico de Maximiliano Roldán)

Todo cuanto hizo el árbitro norteamericano Stanley Berges desde ese 5° asalto hasta los 2′20″ del 7° en que terminó la pelea, fue absurdo. La primera caída (derecha en apertura e izquierda cruzada invirtiendo la combinación) ya era lisa y llanamente el nocaut. Llegó hasta 8″ contando con exasperada lentitud. La segunda caída (un gancho de derecha a la punta de la pera) que sacó a Mathebula del ring la consideró empujón (parcialidad total); la caída en que Mathebula se lo lleva a Laciar tomándolo de la cintura también era válida para conteo; y al final, después de una combinación de más de seis golpes, Mathebula (que se quería ir al final del 5° y su segundo Willie Lok lo empujó para continuar) se levantó a los doce segundos cuando el referí iba por ocho. Finalmente el desigual combate finalizó cuando el propio sudafricano encaró hacia el rincón totalmente groggy y desahuciado. Después, el árbitro consumó un coloquio como queriéndole decir al público y al rincón del sudafricano: “No tuve más remedio”. Volvió al centro del ring y levantó la mano de Laciar a instancias de Tito.

Hoy Falucho Laciar tiene 62 años, vive en Villa Carlos Paz con su mujer y sus hijas Dayana, Cindy y Dana. Su rival de aquella historia Peter Mathebula falleció el 20 de enero del año pasado. El querido Laciar trabaja en la Agencia Córdoba Deportes (más justo imposible) y la gloria va con él: 13 defensas de sus títulos de los Moscas y Supermoscas en un contexto de 94 peleas realizadas entre 1976 y 1990 por todo el mundo; tres premios Olimpia de Oro (82′,83′ y 84′) y el Konex de Platino de 1990. Los ecos de su epopeya después de la pelea, serán imborrables:

Hay todavía un sonido, un color y un sentimiento alojados para siempre en mi alma. Trato de empezar y no puedo: quiero volver atrás y es inútil… Hay un hombrecito de sonrisa apenas perceptible que invade el antes y el después. Que está en cada uno de los momentos de aquella vigilia excitada y del eufórico presente final. El hombrecito dulce y simple llegó al camarín envuelto en la bandera Argentina, se la quitó, la dobló, la dejó apoyada en uno de los bancos, se subió a la camilla de masajes, dejó que la cabeza le colgara a partir de la nuca, llevó las dos manos al pecho, entrelazó los dedos y comenzó a darse cuenta de lo que acababa de ocurrirle: ya era campeón del mundo y se lo decía en voz baja a su madre: “Mamita –comenzó balbuceante– mamita, lo conseguí, lo conseguí, es para vos, es para vos…”. Las lágrimas llenaron su cara de triángulo opuesto. El vestuario estaba lleno de argentinos. Pocos le escuchábamos. Como siempre, hablaba bajo, casi para él. Pero en aquel llanto estaba la síntesis de todo: primero se gana, después se llora; primero hay que endurecerse, después ablandarse. Santos Benigno Laciar supo hacer cada cosa en su momento y cuando llegó el día de la pelea aquel hombrecito se transformó en gigante.

Por suerte lo tenemos, podemos evocar juntos su grandeza; vive en Villa Carlos Paz, Córdoba.

Falucho Laciar durante un recordado
Falucho Laciar durante un recordado evento con Diego Maradona en 1996 en Cordoba (Foto: Reuters)

Archivo: Maximiliano Roldán

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