El 3 de octubre de 1974 la ciudad de Lima padeció uno de los peores terremotos de su historia. Fueron 90 segundos de un movimiento sísmico de magnitud estimada en 7,4 grados en la escala de Richter que causó más de 200 muertes, más de 3.500 heridos y destruyó más de 4.000 viviendas. Esa misma mañana, a unos pocos kilómetros de la capital peruana, dos intrépidos surfers cometieron la equivocación de tomar sus tablas y lanzarse al mar en busca de la ola más grande del mundo. A más de 45 años de aquella aventura que casi les cuesta la vida, uno de los sobrevivientes relató a Infobae cómo vivió la aterradora experiencia.
Felipe Pomar tiene 77 años, vive en Hawaii y el surf aún es parte de su vida. Lo ha sido desde los 15, cuando cambió la natación por el deporte de las olas en el que comenzó a competir dos años más tarde. Desde entonces, la tabla se ha transformado en una extensión de su cuerpo, y lo que inició como un pasatiempo, fue ganando cada vez más horas en sus días y terminó siendo tan esencial como sus propias extremidades.
A los 17 años empezó a competir, y al acabar el colegio, sus padres lo obligaron a elegir entre el estudio o el trabajo. En aquel entonces, su mayor deseo era remontar una ola en Hawaii, lugar que creía perfecto para hacerlo, por lo que entonces inició sus estudios de negocios en San Francisco, Estados Unidos, ciudad en donde vivía su hermana y que quedaba cerca de su verdadero destino.
“Duré tres meses en San Francisco porque me metí al agua y el mar era heladísimo”, rememora desde el otro lado de la línea en un tono sereno, antes de contar que luego de esa experiencia emprendió su viaje más añorado, pero se llevó otra desilusión: “En el verano, en Hawaii, las olas son muy pequeñas y yo miraba las olas y decía: ‘No hay olas’. Tuve que acostumbrarme a eso hasta que llegó la época de olas grandes”. Meses después se encontró con las tan deseadas paredes de agua que se forman a metros de la costa, pero la realidad lo hizo padecer: “Casi decido dejar el deporte porque eran unas olas enormes, sin forma, con mal viento (...) yo pensé: ‘Tengo 19 años, ¿por qué voy a morir a los 19 años? Mejor me dedico a otra cosa’”.
Finalmente desistió del abandono, se instaló allí y tras un año de adaptación comenzó a disfrutar. Tal fue la experiencia que ganó en los Estados Unidos que logró clasificarse para el primer Mundial de Surf, celebrado justamente en Perú en 1965. Si bien su idea inicial era la de llegar a las finales, su desempeño fue tan impresionante que se consagró campeón y se volvió de inmediato una leyenda.
Pero la vida en Hawaii, el trofeo, los amigos y la buena vida no eran suficientes para Felipe, que como todo amante de las tablas, su mayor ambición era atrapar la ola más grande del mundo. Fue así, que sin quererlo, se encontró con la más peligrosa de todas.
En la mañana del 3 de octubre de 1974, se encontraba junto con su amigo Pitty en Punta Hermosa, que por entonces era apenas un pueblo costero al Sur de Lima, cuando la tierra comenzó a moverse. “Cuando estábamos mirando hacia el mar, antes de entrar, mi amigo empezó a gritar y señalar hacia una isla que quedaba a la mano derecha de donde estábamos y yo miré hacia donde él estaba señalando y vi varias personas encima de la isla que estaban haciendo unos movimientos muy raros. Algo raro estaba sucediendo. Y de sorpresa empezó un ruido fuertísimo, era como tener un tren que pasaba a tres o a dos metros, o tener un avión atrás tuyo y después comenzó a temblar la tierra”.
En la desesperación, Pitty huyó rumbo al poblado y Felipe lo persiguió, pero tras recordar que lo más seguro era estar en una zona despejada, optó por detenerse en el medio de una calle. El terremoto duró 90 segundos, lo que lo hizo sospechar que no solo era un movimiento sísmico, sino que podía tratarse de algo más: “Pensé: ‘Bueno, en la películas he visto que se abre la tierra y por si acaso voy a tener mi tabla debajo y si se abre la tierra pongo la tabla y no me caigo al hueco’. El temblor no acababa y se seguían cayendo paredes y llegó un momento en el que tuve que pensar qué podía ser si no era un temblor. Entonces podía ser el fin del mundo. Antes de que acabara, yo estaba seguro de que era el fin del mundo”.
Finalmente, el ruido y la locura se detuvieron. Pudo así reencontrarse con su amigo y ante la inconsciencia de lo que podía suceder, le propuso saltar al mar para atrapar alguna ola. Es que Felipe había vivido en Hawaii y tenido varias alertas de tsunami durante las cuáles él y otros surfers solían meterse al agua para atrapar olas gigantescas, y ante la larga duración que había tenido el terremoto que acababa de terminar, creyó que tendría por fin la oportunidad de encontrarse con la ola más grande del mundo. Sin pensarlo dos veces, ambos cruzaron la playa y saltaron al agua.
“Cuando estábamos en el lugar indicado, mi amigo agarró una ola y regresó pronto y me dijo: ‘Quiero salir a tierra’, le pregunté por qué, si acabábamos de entrar, y me dijo: ‘Sí, pero esa olita que acabo de agarrar me ha remontado y me ha mantenido debajo del agua muchísimo más que ninguna otra ola, es muy raro, y quiero irme a la playa’”.
Pero ya era tarde.
“Intenté remar lo más rápido que podía. Cuando miré otra vez, me di cuenta de que a pesar de estar remando a lo máximo, estábamos yendo mar adentro. Entonces decidí dejar de remar, me senté en la tabla y empecé a hacer respiración profunda para relajarme, porque no sabía qué iba a pasar, pero sabía que ya no teníamos control. Lo que iba a pasar, iba a a pasar, porque nosotros no podíamos hacer nada al respecto”.
La fuerza de la corriente los llevó dos kilómetros hacia adentro, lugar en el que se encontraron con un panorama tan peligroso como único: “No solo había remolinos, sino, además, chupinas (olas pequeñas que suelen ser menores de un metro) que eran diez veces más grande de lo normal y no tenían ninguna similitud, sino que todas eran distintas, y en lugar de avanzar de una manera ordenada (como suelen hacerlo) lo hacían de manera completamente opuesta. Entonces era como estar en un mar alocado que estaba haciendo cosas nunca vistas”.
Sin saber lo que podría sucederles y a la merced del océano, se les ocurrió incluso remar hacia adentro para atrapar un barco, pero esa idea fue descartada al advertir que esa zona no era demasiado transitada y que el clima les impediría hallar alguna embarcación. A su vez, ambos esperaban que pronto una enorme ola apareciera y los arrastrara con violencia hacia la costa, por lo cual de alguna manera debían encontrar la forma de huir.
Sin muchas opciones, Felipe convenció a Pitty de cruzar la bahía. Así, nadando de manera paralela a la playa, lograron alejarse de aquel panorama: “Yo miraba al horizonte con la idea de que no se apareciera la ola de 100 metros y, tras uno o dos kilómetros, pudimos cruzar la bahía para acercarnos al sitio en donde usualmente revientan olas”.
Si bien la violencia del agua era más fuerte que lo normal y las olas más altas que de costumbre, al llegar allí tenían al menos la oportunidad de atrapar alguna y nadar luego rumbo a tierra firme: “Lo único que queríamos era llegar a la playa vivos”.
“Le dije a mi amigo: ‘Vamos a agarrar lo primero que podamos e irnos a la playa lo más rápido posible’. Yo estaba un poquito adelante de él y en eso me vino una ola, que era grande, pero yo estaba pensando que vendría una ola de 100 metros, por lo tanto no calculé el tamaño de la ola, pero no era lo que me temía. Agarré la ola y, como es de costumbre cuando la agarras, te paras y quiebras. Hice todo eso y ahí pensé: ‘Qué haces, no debes de estar corriendo la ola, lo que debes hacer es echarte e irte de frente a la playa’. Pero inmediatamente tuve otro pensamiento que fue: ‘Quizás no vayas a llegar a la playa, quizás sea la última ola de tu vida, así que mejor córrela y diviértete’”.
Con el espíritu amateur en las venas, Felipe logró domar el océano y se acercó lo suficiente a la costa como para luego nadar hacia ella y pudo por fin pararse en la arena, no sin antes divisar una escena de película: “De reojo vi un bote pesquero que volaba por el aire y después chocó contra una montaña de roca y en un instante el barco de pesca se convirtió en pedacitos de madera”.
Detrás suyo llegó su amigo, con quien se abrazó, saltó, gritó y hasta bailó de felicidad, hasta que ambos huyeron del lugar para buscar refugio. Esa tarde fueron rumbo a otro pueblo pesquero que estaba a unos pocos kilómetros y se encontraron con lo que había sucedido: “Cuando llegamos nos dimos cuenta de que no había un solo barco en el agua, todos estaban o encima de las casas o recostados contra ellas”. Sin darse cuenta, habían sobrevivido a un tsunami.
Al día siguiente, los periódicos informaron sobre la innumerable cantidad de muertos, desaparecidos y heridos que el terremoto había dejado en Lima, debido a lo cual Felipe y su amigo, por respeto a las víctimas, decidieron guardar el secreto de la aventura que ellos habían emprendido esa misma mañana.
Una década más tarde, durante una competencia, un periodista australiano le consultó a Felipe sobre sus experiencias a bordo de la tabla y al tener que elegir la más inusual, decidió romper el pacto de silencio y contarle al mundo lo que había hecho el 3 de octubre de 1974: “Fue una experiencia impactante, pero si la cuentas la revives y hasta entonces no tenía intención en revivirla”.
Durante dos años, el surfer peruano abandonó su pasión por las olas grandes y disfrutó solamente de mares calmos que le permitieran barrenar sin poner en peligro su vida. Sin embargo, con el tiempo el cosquilleo volvió a su cuerpo y en Hawaii se lanzó nuevamente en búsqueda de las grandes paredes de agua.
Hoy en día, con 77 años Felipe se mantiene físicamente apto para el surf y planea seguir jugando en el agua hasta los 100 años, ya que entiende que no hay límite para su pasión por las tablas. Además, ha recorrido el mundo en búsqueda de las mejores playas para practicar el deporte que ama y ha encontrado en Indonesia olas que describe como perfectas.
El surf ha sido su vida, ha representado adrenalina, emoción, ambición y aventura, como él mismo reconoce, pero ahora es lo que le permite compartir gratos momentos con nuevas personas y le trae júbilo a sus días: “Es una disciplina que me da felicidad y me mejora la salud”.
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